—¡Por el amor de Dios, mira ahí detrás! —le imploró Sloane, señalando la plaza.
Nora dirigió la vista hacia el lugar que le indicaba Sloane. Tenía la boca seca.
—Escúchame, Nora, te lo ruego —susurró Sloane, tratando de controlar la respiración—. Swire y Bonarotti han desaparecido. Creo que sólo quedamos tú y yo. Y ahora viene por nosotras.
—¿Qué es lo que viene por nosotras? —preguntó Nora, pero incluso antes de terminar la frase, se dio cuenta de que conocía la respuesta.
—Si nos separamos, moriremos —aseguró Sloane—. La única oportunidad de salir con vida de aquí consiste en permanecer juntas.
Nora miró a la oscuridad, más allá del vertedero, hacia los graneros y la entrada oculta del callejón. Trató por todos los medios de impedir que el pánico se apoderara de ella y la paralizase. Sabía que la mujer que tenía a sus espaldas había traído consigo la tragedia a la expedición, había provocado la muerte de Aragón y había asesinado a Smithback a sangre fría. Pero no podía permitirse pensar en eso. Ahora sólo pensaba en la horrible aparición que, de un momento a otro, podía surgir de entre las sombras.
La ciudad estaba llena de recovecos donde esconderse, pero ocultarse en la oscuridad no era la solución. El lapapieles daría con ellas tarde o temprano. Necesitaban encontrar un lugar defensivo donde poder resistir por un tiempo. La luz del día podría darles nuevas opciones…
En ese instante llegó a la conclusión de que no había ningún lugar adonde ir.
Ningún lugar, salvo arriba.
—La torre —masculló al fin.
Sloane se volvió hacia ella. La pregunta que formulaban sus ojos desapareció en cuanto siguió la mirada de Nora hacia la estructura que se alzaba encima de ellas.
Agarrándose al poste que usaban de escalera, Nora se encaramó hasta el tejado de la segunda planta de bloques de adobe. Sloane la siguió y dio una patada al poste al llegar a lo alto. Se precipitaron sobre la ruinosa entrada, hacia la oscuridad envolvente de la gigantesca torre.
Nora se detuvo al llegar al interior, sacó la linterna e iluminó el rectángulo oscuro que se cernía sobre ellas. El espectáculo era aterrador: una serie de escaleras de poste desvencijadas, apoyadas contra los salientes de piedra, señalaban el ascenso hacia la tenebrosa oscuridad. Para escalar, tendría que apoyar un pie en las piedras que sobresalían a lo largo del muro interior, y el otro en las muescas del poste. Había tres series consecutivas de escaleras, separadas por las estrechas franjas de piedra que recorrían las paredes interiores del edificio. Habían sido diseñadas para dificultar todo lo posible la ascensión.
Por otra parte, si lograban alcanzar el reducto de lo alto, tal vez derrotarían al lapapieles. Los anasazi habían construido aquella torre con un solo propósito: defenderse. Sloane tenía un arma y quizá hubiera piedras apiladas que sirviesen para arrojarlas desde arriba.
—¡Vamos! —susurró Sloane con voz apremiante.
Nora comprobó su linterna. La luz era cada vez más débil, pero no tenía otra opción: no podían realizar aquella escalada a oscuras. Colocando la linterna encendida en el bolsillo de la camisa, avanzó hacia el primer poste y comprobó su resistencia. Inspirando hondo, puso un pie en la primera muesca. Colocó el otro pie en el primer saliente de roca que había justo enfrente de la muesca, en la pared de la torre. Se encaramó al poste, con las piernas abiertas sobre el espacio vacío. Trepó tan rápido como pudo, intentando no pensar en el balanceo de la escalera bajo su peso, que no dejaba de emitir crujidos secos entre el polvo que la madera formaba al desprenderse. Sloane la siguió, y el frenesí con que trepaba hizo que la escalera crujiese más aún.
Al alcanzar la primera plataforma Nora se detuvo para recuperar el aliento. Cuando se agachó, jadeando, oyó un débil traqueteo procedente del exterior de la torre, como si alguien estuviese apoyando la escalera de poste contra las paredes de adobe.
De inmediato, Nora se encaramó al segundo poste seguida de Sloane. Sin dejar de trepar, avanzó por el palo vacilante, oyendo los crujidos de la madera bajo sus pies. Aquella escalera parecía mucho menos segura que la primera. Cuando se acercaba a lo alto, notó que las muescas de apoyo empezaban a ceder. Dio un salto hasta el segundo saliente de piedra, jadeando y resoplando.
En ese momento, oyó el sonido de unos pasos al pie de los postes. Una figura negra apareció momentáneamente en el tenue rectángulo de luz en la entrada de la torre. Junto a ella, Sloane masculló un exabrupto.
Por un instante, Nora permaneció inmóvil, envuel‐a en el mismo terror que había sentido en el rancho abandonado. El estruendo ensordecedor de un disparo la devolvió a la realidad del presente. Los ecos se estrellaron frenéticamente contra los confines de la torre. Con el corazón desbocado, Nora dirigió la linterna hacia abajo. La figura estaba subiendo por la primera escalera, con inusitada agilidad y rapidez. Sloane le apuntó de nuevo con su arma.
—¡Guárdate las balas para cuando lleguemos arriba! —exclamó Nora, y empujó a Sloane hacia la tercera y última escalera, cuya antigua geometría relució débilmente bajo el haz de luz.
—¿Qué coño estás haciendo? —le espetó Sloane.
Pero Nora se limitó a obligarla a subir por el poste sin decir una palabra. Había llegado el momento de tomar una arriesgada decisión.
Agarrándose con fuerza a la franja de piedra, levantó la pierna y dio una patada a la abrazadera del segundo poste con todas sus fuerzas. Sintió cómo se estremecía por el impacto. A continuación, le dio una segunda patada, y luego otra. Abajo, oyó cómo la figura trataba desesperadamente de agarrarse a la temblorosa estructura. Reuniendo todas sus fuerzas, Nora propinó una nueva patada al poste. Con el crujido de la madera al rendirse, esta vez el poste se desplazó unos quince centímetros y rebotó contra un saliente de piedra. Nora oyó un rugido ahogado procedente de la base. Asomándose un poco más, vio al lapapieles perder el equilibrio y empezar a caer. Entonces, con agilidad felina, arremetió contra el poste y logró agarrarse en algunos puntos de apoyo. Se quedó inmóvil unos segundos, apareciendo y desapareciendo del haz moribundo de la linterna de Nora. Finalmente, con mucho cuidado, reanudó la ascensión muy despacio. Nora dio una nueva patada al poste para tratar de derribarlo del todo, pero fue inútil.
Se encaramó al tercer poste y, pese a la protesta de sus brazos y piernas, trepó hacia el tercer saliente de piedra y al agujero que conducía al reducto de lo alto de la torre. Al cabo de unos segundos, ya se había encaramado al saliente. Desde el pequeño hueco que había junto a la plataforma, Sloane le tendió una mano para ayudarla a entrar.
Agachándose para no golpearse la cabeza con el bajo techo, Nora recorrió el espacio con su linterna. Era minúsculo, debía de medir poco más de un metro de altura por metro ochenta de anchura. Encima de su cabeza, un pequeño agujero regular conducía al tejado de la torre. Un esqueleto desarticulado yacía en una pila junto a una pared, pero su pulso se aceleró al comprobar que no había piedras ni ninguna otra clase de arma que pudiesen utilizar para defenderse, salvo unos cuantos huesos inútiles.
No obstante, todavía tenían el revólver.
Protegiendo la linterna con las manos, Nora alumbró la fría oscuridad del hueco de la torre. Dos ojos rojos se reflejaron en el haz de luz: la criatura avanzaba por la segunda escalera, acercándose cada vez más, inexorablemente.
Se agachó de nuevo en el reducto y miró a Sloane. Una cara pálida le devolvió la mirada, crispada por el miedo y la tensión. Debajo, el collar de cuentas micáceas emitía un leve brillo dorado. Nora tapó la luz consus manos. Una parte de ella no acababa de entender qué estaba sucediendo: se hallaba atrapada allí, con la mujer que había provocado la muerte de sus amigos, mientras un ser que parecía recién salido de una de sus peores pesadillas trepaba por la escalera hacia ellas. Meneó la cabeza, en un intento desesperado de despejar su mente.
—¿Cuántas balas quedan? —susurró, enfocando con la linterna hacia Sloane.
Sin articular una palabra, Sloane levantó tres dedos.
—Escucha —prosiguió Nora, percibiendo claramente el temblor de su propia voz—, no tenemos tiempo. Apagaré la linterna y le esperaremos aquí en la entrada del hueco. Cuando esté cerca, encenderé la linterna y tú le dispararás, ¿de acuerdo?
Sloane contuvo un acceso de tos y luego asintió enérgicamente.
—Sólo tendremos tiempo para un disparo, puede que dos. Aprovéchalos.
Apagó la luz y se dirigieron hacia la abertura del reducto. Mientras Nora se desplazaba con cuidado, sus sentidos captaron todo cuanto ocurría alrededor: la fría brisa que subía desde la oscuridad de la torre, el duro metal de la linterna que llevaba en la mano, el olor a polvo y descomposición del reducto… Y el sonido de las garras trepando por la madera, cada vez más cerca.
—Prepárate —susurró.
Esperó unos minutos, oyendo el martilleo de su corazón, la sangre que fluía por sus venas. Luego encendió la linterna.
Allí estaba, justo debajo de ella, espantosamente cerca. Gritando de forma inconsciente, asimiló aquella imágen atroz: una piel de lobo con olor a almizcle, un par de ojos salvajes y una máscara espeluznante.
—¡Ahora! —exclamó, y el estruendo del arma ahogó su voz.
Bajo el débil resplandor, vio al lapapieles caer hacia un lado, mientras sus pieles daban unas violentas sacudidas alrededor.
—¡Otra vez! —gritó, tratando por todos los medios de seguir enfocando a la monstruosa figura con la linterna. Se oyó un nuevo estruendo acompañado de un aullido ahogado procedente de abajo. Cuando la luz se extinguía por completo, Nora tuvo tiempo de ver al lapapieles retorcerse sobre sí mismo y caer al vacío, engullido por el pozo de la oscuridad.
Arrojó la linterna inútil y permaneció unos minutos en silencio, escuchando. No se oía nada, ni un gruñido, ni el aliento de su respiración. El pequeño rectángulo luminoso de la entrada al pie de la torre no reveló ningún movimiento, ninguna sombra retorcida.
—¡Vamos! —dijo Sloane, y la empujó de nuevo hacia el interior del reducto para que subiera por el agujero del techo. Agarrándose a la estructura de adobe, Nora se encaramó al tejado. Se apartó de la abertura cuando Sloane asomó la cabeza por el orificio, jadeando y tosiendo.
Arriba, en lo alto de las ruinas de Quivira, el aire era frío, soplaba una débil brisa. El techo de la bóveda que alojaba el hueco quedaba a unos centímetros de distancia y era una superficie áspera y fracturada. Nora se quedó inmóvil, emocional y físicamente exhausta. No había ningún parapeto en lo alto de la torre, sino que el tejado terminaba en un espacio abierto. Más allá, la ciudad se extendía bajo sus pies. La luna luchaba por abrirse paso entre un cúmulo de nubes veloces y espantosas, y se oía el murmullo de la lluvia. La escasa iluminación, cada vez más débil, confería a los bloques de adobe, las plazas y las torres un brillo espectral. El aire húmedo le acariciaba la mejilla y le revolvía el pelo. Oyó un débil batir de alas, un viento leve en el valle. En alguna parte de ese valle se hallaba el cadáver de Smithback.
Se volvió rápidamente hacia Sloane. La mujer estaba arrodillada junto a la abertura del tejado, con el arma en la mano, mirando hacia abajo con ansiedad. Nora se acercó y juntas esperaron en un tenso silencio. Sin embargo, no se oyó ningún ruido ni ningún movimiento en la oscuridad subyacente.
Por fin, Sloane se puso en pie y se apartó del hueco.
—Se acabó —dijo.
Nora asintió con aire ausente, sin dejar de mirar hacia la negra cavidad, con la cabeza nublada por la preocupación.
Permanecieron inmóviles durante unos minutos que parecieron eternos, abrumadas por la furiosa emoción de la persecución. Finalmente, Sloane enfundó el arma.
—¿Y ahora qué, Nora? —preguntó con voz ronca.
Nora levantó la vista y la miró, sin comprender sus palabras.
—Acabo de salvarte la vida —añadió Sloane quedamente—. ¿Es que eso no cambia nada?
Nora no acertaba a responder.
—Es cierto —dijo Sloane—. Vi esa tormenta. Y también la vio Black. Pero no te mentí acerca del parte meteorológico. No me dejaste otra opción. —Un súbito brillo de ira le iluminó los ojos—. Estabas decidida a abandonar la ciudad, a llevarte tú sola todo el reconocimiento… —Un repentino acceso de tos le obligó a interrrumpirse. Nora vio que Sloane estaba luchando por no perder los nervios—. No estoy orgullosa de lo que hice —prosiguió—, pero no había otra opción. La gente muere todos los días por causas mucho menos importantes que ésta. El verdadero error fue tuyo: marcharte así como así, dispuesta a privar al mundo de la más gloriosa cerámica que el hombre haya fabricado en la historia de la humanidad.
—Cerámica —repitió Nora.
—Sí. La Kiva del Sol estaba llena, bueno… aún lo está, de cerámica micácea negro sobre amarillo. Aquí se halla el verdadero filón de esa cerámica, Nora. Tú no lo sabías, ni siquiera lo sospechabas. Pero yo sí.
—Sabía que no había oro en esa kiva.
—Pues claro que no había oro. En el fondo, ninguno de nosotros llegó a creerlo, pero todas esas crónicas no eran meras invenciones. Fue un error de traducción. —Sloane se inclinó hacia adelante—. Conoces elvalor de la micácea negro sobre amarillo. Nunca se han encontrado muestras intactas, y eso se debe a que todas, sin excepción, están aquí, Nora. Eran el verdadero tesoro de los anasazi, y son algo más que simples vasijas. Los dibujos son únicos porque relatan, de forma pictográfica, la historia completa de los anasazi. Por eso los hicieron y los custodiaron aquí y no en otra parte: la información es poder. Contienen las respuestas a los grandes misterios de la arqueología del sudoeste.
Por un momento, Nora se quedó atónita al oír aquellas palabras. Olvidó el horror y el peligro al pensar en la magnitud de semejante descubrimiento. Si es cierto, pensó, nuestros demás descubrimientos no son más que…
Sloane sufrió un nuevo acceso de tos y se tapó la boca con el dorso de la mano. La escalada de la torre parecía haber absorbido todas sus energías y estaba muy pálida, con la respiración agitada. Nora volvió al presente de inmediato. La enfermedad está atacándola, pensó.
—Sloane, la parte posterior de la ciudad, y en especial la Kiva del Sol, está repleta de un polvo micótico —le explicó.
Sloane frunció el entrecejo, como dudando de haber entendido sus palabras.