—Si la poca gente que hay ahora en este café nos oyese nos tomaría por locos -dijo Marta-. Nadie discute ya de temas así.
—Tampoco se les habría ocurrido discutir de eso a los que trabajaban en las Torres Gemelas -murmuró el hombre-, ni a los que viajaban en un determinado tren de Madrid un once de marzo. Seguro que ni uno de ellos pensaba en la religión ni la muerte religiosa. Y la muerte religiosa existe. Ha existido durante siglos y no cesará jamás.
—Es la muerte más absurda -dijo Marta-, la que menos razón tiene de existir, aunque periódicamente vuelva. Espero que algún día el pensamiento humano acabe con ella.
—Usted cree demasiado en el pensamiento humano, Marta.
Ella se puso en pie. Sonreía.
—El pensamiento humano no ha acabado con el mal, pero al menos ha aprendido a identificarlo y a escupir sobre él. Y el mal viene de los que no creen más que en la obediencia.
Masdéu se levantó también, pero su expresión era tensa.
—Al menos me ha escuchado -dijo.
—No me lo agradezca. Pretendo ser una intelectual que sólo sirve para escuchar a la gente.
Descendió las escaleras del altillo con Masdéu detrás de sus pasos. Los que estaban abajo miraron las piernas de la muchacha, su cintura ágil, y adivinaron algo en su boca, algo que les dijo que no sabía besar.
La calle estaba más lóbrega que nunca, quizá más solitaria, a pesar de que unos obreros abrían una zanja en su extremo. Al llegar allí, Marta ya había visto unas vallas que anunciaban la obra. Por lo visto, no estaban seguros los cimientos de algunas casas.
Masdéu indicó:
—Si salimos por detrás, será mejor. Cortaremos camino y evitaremos todo esto.
Marta accedió, puesto que no conocía el entorno. Vio una puerta medio disimulada detrás de una cortina. Y un callejón que no parecía llevar a ninguna parte. Y una luz lejana.
No vio en cambio el pozo que se abría bajo sus pies, y que Masdéu dejaba a un lado, tras apartar con el pie la red de metal que lo protegía. La luz al final del callejón la deslumbraba. No vio nada mientras avanzaba.
Ni la mano de Masdéu que se acercaba a su nuca.
Ya he dicho que maté a un hombre.
Quisiera hablar de él, de su edad: unos cincuenta años. De su ropa impecable, que destacaba aún más en la ciudad rota: traje de lana inglesa que importaba él mismo a través de su fábrica, zapatos de piel de cocodrilo, tirantes de seda, los más finos que yo había visto en mi larga historia. De sus honores: llevaba en la solapa las cintas de dos medallas. De sus mujeres: sumisas jóvenes que le aguardaban con la falda alzada junto a un tocador isabelino, un espejo o una alfombra oriental que parecía hecha con piel de niña.
Era el triunfador por definición, el que imponía el nuevo orden en la Barcelona vencida. Otros triunfadores dejaban el fusil y volvían a un trabajo muchas veces sin esperanza, pero él regresaba a sus fábricas, su capital y sus verdades. Medalla de ex cautivo, medalla de sufrimientos por la patria. Ni una gota de sangre propia sobre su ropa inmaculada; en todo caso, en un descuido, alguna gotita de sangre de sus doncellas. Era la verdad de un país que había que reconstruir y la esperanza de un Imperio que no existía, pero que los suyos ya tenían dibujado en un mapa.
Ya he dicho que lo maté.
Pero primero necesito hablar de la casa.
Viví en ella durante casi toda la guerra civil, me hundí en su soledad y la habité como un fantasma. Estaba en una calle de Pedralbes a medio hacer, porque entonces todas las calles estaban a medio hacer en aquel barrio. Rodeada de árboles y al final de una cuesta, apenas resultaba visible, y supongo que ése fue el motivo de que no la incautara nadie. Había en ella un jardín con margaritas que ya se habían muerto, unas rosas de otoño que aún florecían junto a la pared y dos cipreses que acariciaban el aire.
Había también una tumba.
Y fue la tumba lo que me hizo quedarme en ella.
Las clases con los Escolapios se habían terminado ya antes de la guerra, puesto que las leyes de la República impusieron la enseñanza laica en contra de la religiosa. Me pusieron en la calle diciendo que no era culpa suya, y entonces, sabio como era, me dediqué a dar clases particulares. Fue así como descubrí la casa.
Entonces las margaritas llenaban el jardín, las rosas de otoño crecían en todas partes y los cipreses aún no habían nacido. Había grandes ventanales desde los que se divisaba a lo lejos la ciudad como yo la había contemplado, siglos antes, desde Nuestra Señora del Coll. Había una niña que estaba allí para recibir la luz y el calor del sol y un perro llamado Ringo, que se hartaba de ladrar a la luna.
Un día me presenté allí, muy poco antes de la guerra civil, respondiendo a un anuncio, y conocí el sitio donde iba a estar la tumba.
Pero la tumba aún no estaba.
En aquel momento sólo conocí a la niña. Ojos achinados, piernas inseguras, piel muy fina y manos que hacían dibujos en el aire. Era una niña Down, y en aquellos años para las niñas Down no se veía mejora; simplemente se las alimentaba y se las ignoraba. Pero en este caso los padres creían en ella.
El padre era un corredor de Bolsa que en aquellos años de clasificación fácil era considerado hombre de derechas. La madre era una profesora francesa que creía en el porvenir de los seres humanos, y por lo tanto creía en el porvenir de la niña.
Conocí también a Rita, la mujer del pueblo.
Como he necesitado hablar de la casa donde imperaba la luz, necesito ahora hablar de Rita, la mujer de las callejuelas donde imperaban las tinieblas.
Rita había nacido en la Barcelona más profunda, en la calle de las Tapias, que entonces era el centro de la prostitución más sórdida. A los veintitrés años había sido prostituta por pura hambre, después de haber servido en una casa y quedar embarazada del señor. Rita había tenido una hija. La hija había muerto.
Fue en la casa de la luz donde conocí sus ojos quietos, sus manos enrojecidas de tanto trabajar, sus labios finos y su lengua que, como la del perro, lamía continuamente la piel de la niña de los ojos achinados mientras ella tomaba junto a la ventana aquel sol de ricos pagado por sus padres.
El padre era un hombre honrado, tan honrado que jamás notó nada raro en mí. Mientras hablaba conmigo, de sus ojos casi escapaban las lágrimas.
—Algunos colegas extranjeros me han dicho que para mi hija puede haber esperanza si recibe una educación especial. Esa educación especial tenía que haber empezado antes, y eso quiere decir que yo no he puesto de mi parte todo cuanto debía. Pero si usted está todo el día con ella, intentando que aprenda, y Rita está todo el día con ella, intentando que note el cariño, aún hay un futuro.
Quería decir que aún era posible un milagro.
De ese modo yo, el hombre de los siglos, que había conocido las mazmorras de la Inquisición y había sido secretario del conde de España, quedé nombrado educador de una niña que no podría entenderme jamás, en una casa de la colina donde abundaban las rosas de otoño y empezaban a crecer dos cipreses. Juré que lo intentaría porque yo tenía una ventaja sobre los demás: podía mirarla con los ojos de la vida eterna.
Contaba además con dos seres que podían hacer el milagro. Uno de esos seres era el perro, que se colocaba junto a la niña y estaba dispuesto a defenderla hasta del aire: la niña notaba aquel cariño, aquella presencia. El otro ser era Rita, mujer del pueblo hondo, que apenas sabía leer, y que llevaba en sus entrañas la hija muerta. Ahora pudo llevar en sus entrañas una hija viva.
La niña fue su alma, como para el perro fue el cachorro recién nacido.
Fue entonces cuando estalló la guerra civil, que a mí no me causó ninguna sorpresa. Yo, no en vano, había vivido la «Guerra deis Segadors», la defensa de Barcelona en 1714, la guerra de la Independencia, las luchas carlistas y el nacimiento de las dos Españas. Podía haber explicado mil cosas en las cátedras de la ciudad, pero nadie me habría escuchado. Lo único que podía hacer era ver la ciudad a mis pies, con las iglesias ardiendo, como la había visto durante la Semana Trágica. Darme cuenta de que yo, el inmortal, tenía unas inmensas ganas de morir.
No era capaz de saber que en aquel momento, sin más compañía que una analfabeta, una niña y un perro comenzaba la única etapa digna de mi vida. No fui capaz de saber que el perro y la analfabeta eran dueños del destino. Yo no lo era.
Cuando las iglesias de los alrededores fueron incendiadas, y saqueadas las mansiones de los ricos, ya en los primeros días de la revolución, la madre de la niña, como ciudadana francesa, decidió usar el pasaporte para volver a su país, en compañía de su marido y la niña. Su marido corría inminente peligro de ser ejecutado por los anarquistas, como ya lo habían sido varios vecinos. De modo que el consulado francés, visto el riesgo, le envió un coche y le dijo que preparara el viaje en menos de una hora.
No podía llevarse apenas nada. Sólo unas cuantas joyas y valores.
Y a la niña.
Pero la niña había desaparecido. Yo entonces no lo entendí, aunque todo tenía que haber ocurrido casi delante de mis ojos. La madre se desesperó, sufrió un ataque de nervios, me abofeteó porque pensó que yo sabía algo, cayó de rodillas, pidió al perro que olfatease el aire. Rita y la niña habían desaparecido. Ni en los rincones más ocultos de la casa, ni bajo los muebles, ni en los recovecos del jardín, apareció nada. El perro, quieto, se negaba a olfatear. El chófer del consulado francés apremiaba y gritaba que un minuto después ya sería demasiado tarde.
Ahora pienso que fue lógico lo que pasó. Mientras el padre se desesperaba buscando por los rincones, la madre cayó fulminada llevándose las manos al corazón. El chófer la cargó en el vehículo y la llevó a gran velocidad al Clínico, que ya estaba lleno de muertos. Allí le aplicaron un tratamiento de urgencia, dieron un sedante al marido y pidieron al chófer que los llevara con toda rapidez a un hospital más allá de la frontera donde pudieran ser atendidos sin peligro; y yo quedé solo en la casa.
Recuerdo el sol de julio. La ciudad que parecía arder. La Barcelona enorme que yo había visto nacer. Los tiros que sonaban incluso en aquel barrio de ricos, uno de los más tranquilos del mundo. Recuerdo el aire que quemaba y un jardín de color tan vivo, tan verde, que hacía daño.
Entonces apareció Rita con la niña. Y el perro detrás, meneando la cola. Ahora sí que el muy maldito olfateaba el aire.
—Se oían tiros por todas partes —dijo Rita con los ojos húmedos—. Tenía miedo de que la mataran.
Había hecho lo que hacen los animales cuando intuyen el peligro: esconder a sus crías. Provista de una astucia que venía del fondo de la tierra, aquella mujer que no sabía nada lo supo todo. Consiguió llegar a la única gruta que existía en el entorno, meterse con la niña allí, cubrirla con su cuerpo, taparlo todo con matojos y disponerse a morir antes de que alguien tocara a la pequeña. Sólo cuando el silencio se hizo en las cercanías salió de la gruta.
Demasiado tarde. Los padres ya no estaban allí. La noche había caído. La niña tenía miedo y hambre.
Demasiado tarde.
O quizá no.
Estaba aquella mujer dispuesta a dar la vida. Estaba yo. Estaba el perro que lamía a la pequeña. Estaba la casa.
Y así yo, el hijo del diablo, me convertí en tutor de una niña que no sabía ni hablar. Así comprendí que yo también formaba parte de las verdades elementales del mundo. Así fue como le di un beso y juré defenderla. Al darle aquel beso tuve la sensación de que le manchaba la cara.
La guerra civil me enseñó muchas cosas, por si no las había aprendido aún. Me enseñó que allí culminaba un proceso de siglos, y que en realidad el siglo XX formaba parte del siglo XV, porque los problemas de entonces no se habían resuelto aún. Me enseñó que la religión, que debería ser una ternura —o un problema— individual, se transforma en una fuente de odio, y por eso es urgente convertirla de nuevo en una ternura individual. O un problema. Me enseñó que el pueblo es siempre materia inflamable: cuando recibe el calor de una tea, explota. Me enseñó que se mata en nombre de Dios, como yo había visto hacer a El Otro.
En Burgos se mataba en nombre de Dios; en Barcelona se intentaba matar a Dios, pero el resultado era el mismo. La religión había dejado de ser un sentimiento individual que encuentra soluciones en la vida para transformarse en un sentimiento colectivo que sólo encuentra soluciones en la muerte. Desde lo alto de aquella casa aislada, yo, hijo de la duda, tuve que asistir a la matanza entre los que jamás tuvieron una duda. Entonces me di cuenta, por si no lo hubiera comprendido aún, de lo terribles que son la absoluta certeza y la absoluta obediencia.
Por supuesto que no vi a El Otro. Las patrullas anarquistas habrían terminado con él. El Otro, que como yo estaba hundido en el fondo de los siglos, debía de encontrarse en el otro lado del frente, donde la fe sin matices estaba de su parte. Ni para él ni para mí existía el tiempo, ni para él ni para mí existía la prisa. Nos volveríamos a encontrar.
¿He dicho que para mí no existía el tiempo? Bueno, tampoco era así. Para los demás, el tiempo existía y yo necesitaba amoldarme a él. Como tantas otras veces, necesité cambiar de nombre y personalidad, ya que no podía cambiar de aspecto. Un ex profesor de los Escolapios no podía desfilar por la ciudad revolucionaria; así que me apoderé de la documentación de un muerto (muertos los había en todas las esquinas y se podía elegir), falsifiqué algunos datos y me convertí en un profesor de Ostende experto en idiomas. Enseguida me dieron trabajo como traductor en una oficina de contraespionaje y, como hombre insustituible, no me enviaron a la guerra, pese a que seguía teniendo mi aspecto de treinta años.
Y ése fue el tiempo de la niña.
Ahora sé, cuando ya han pasado todas las lunas, que no viví para nada más. Las verdades más oscuras son siempre las más sencillas. Y entonces supe que hasta un hijo del diablo puede amar una casa solitaria, un perro y a una niña.
Mientras yo trabajaba, la niña estaba bajo la vigilancia del perro y de Rita. No pasábamos hambre porque como empleado gubernamental yo tenía un pequeño racionamiento extra (del que apenas usaba nada), pero además Rita, fiel a su pasado campesino, había transformado el jardín de la casa en un huerto. La pequeña, como parte de su nueva vida, aprendió a cultivar verduras, recogerlas, limpiar los senderos, dejarse guiar por el perro y dar el mismo nombre a pájaros que cada día eran distintos. Yo la enseñaba a distinguir las letras y relacionar los objetos, de modo que en aquel ambiente cerrado, sin nada que la perturbase, la niña despertó su inteligencia y además fue feliz.