El hospital había empezado a levantarse en 1401, iniciándose por la nave de levante. Hasta entonces, los hospitales barceloneses habían dependido de la caridad pública, en parte de la municipal y en parte de la de la Iglesia, lo que planteaba frecuentes conflictos de competencias. Durante esos conflictos, supongo, nadie se molestaba en contar los muertos. Fue en 1401 cuando el Consejo de Ciento nombró una comisión para negociar con la Iglesia, y se decidió unificar los diversos hospitales en uno solo, que estaría instalado en la Casa deis Malalts d'en Colom, lo cual no era ninguna garantía, pues la Casa deis Malalts había sido antes un centro de leprosos.
Cuando yo fui ingresado en el hospital —que no estaba lejos del prostíbulo donde había nacido— el edificio distaba mucho de ofrecer un aspecto respetable. Todo estaba en obras, puesto que no se unificarían las fachadas hasta el siglo XVIII, y por lo tanto aquel antro aparecía por el momento cargado de rincones, no todos los cuales eran conocidos. Existía un cementerio de pequeñas dimensiones, unas salas de reposo —donde siglos más tarde se instalaría la mejor biblioteca de la ciudad— y otros departamentos más pequeños donde no imperaba más que la muerte. Al ser un hospital gratuito se admitían toda clase de experimentos, pero no de una manera legal. La medicina oficial, al contrario —y por lo que yo sabía— estaba muy reglada. Pócimas preparadas en la gran farmacia —y que en principio servían para todo—, sangrías, ayuno, sanguijuelas, oración y reposo. Esos eran los grandes remedios. Las naves donde luego se amontonarían los libros estaban llenas de camas desde las que se contemplaba el Más Allá. Había una parte visible del hospital que era rutinaria, esperanzadora y sobre todo santa.
Pero la gran cantidad de despojos humanos que producía aquel sitio había atraído a sepultureros, ladrones, alquimistas y físicos no reconocidos que llegaban desde todos los rincones de Europa. Allí, en las dependencias contiguas a las fosas, y que escapaban al control del hospital, se troceaban cadáveres, se diseccionaban tejidos y se arrancaban los fetos de las madres muertas sin que nadie se preocupase de si el feto estaba vivo o no. Todo servía para los experimentos, efectuados a veces por auténticos rufianes y a veces por los científicos más importantes de Europa, fugitivos de sus países en guerra y a los que nadie daba plaza en el hospital. Los muertos de esos arrabales no eran contados en ninguna parte, y por eso existían unas enormes sentinas donde eran lanzados los cadáveres. Cuerpos enteros —que quizá no habían exhalado aún su último suspiro— eran también arrojados allí.
La ciencia avanzaba entre podredumbre, sangre, aullidos de dolor, gusanos y oraciones al Altísimo. Era el único medio de que la ciencia medieval avanzase, porque cada muerto dejaba una lección que al muerto no le servía de nada, pero que alguien, quizá un físico francés, un judío o un eslavo, aprendía para siempre.
Puesto que yo era un cuerpo ilegal obtenido mediante soborno, fui entregado enseguida a un grupo de cirujanos militares que habían logrado salvar sus vidas en lejanas batallas contra los serbios, los vikingos o los turcos. Toda una chusma internacional se había congregado allí, al amparo del dinero de la gran ciudad, queriendo dejar de ser chusma. El «equipo» que me compró constaba de tres cirujanos daneses, que eran en realidad tres amputadores. Siguiendo la norma sagrada de las batallas, cada miembro infectado o cuyo olor delatase ya la podredumbre era separado del resto del cuerpo mediante una sierra, conteniendo la hemorragia con un torniquete. Aquellos físicos mejoraban su técnica cortando los miembros de los muertos, pero de vez en cuando necesitaban un vivo, que les era negado sistemáticamente. En este caso el vivo era yo, y querían probar si podían salvarme.
La suciedad era espantosa y la única medida higiénica consistía en baldes de agua lanzados sobre las mesas llenas de vísceras y sangre. Pero aquellos médicos extranjeros estaban descubriendo algo asombroso, y era que en los miembros donde anidaban gusanos y se criaban ciertos hongos se daban a veces curaciones inexplicables. Los cirujanos hablaban de esos hongos con una especie de respeto, aunque no había base científica que avalase nada, y por eso la suciedad no les repelía. Sobre las mesas, entre la sangre y el agua, había a veces excrementos humanos.
Todo aquel mundo anexo al hospital, pero oficialmente desconocido —y al cual eran entregados los cadáveres—, fue mi mundo durante dos semanas, las que necesité para volver a caminar encorvado como un mono. Tuve la inmensa suerte de que me tomase a su cargo un cirujano de guerra judío, quien había desobedecido la orden de expulsión y por tanto vivía escondido, aunque a veces, de noche, se aventuraba por los callejones del Cali. Él comprendió enseguida dos cosas: que yo era un joven fundamentalmente sano y que las salvajes heridas de mi espalda se llenarían enseguida de gusanos. Había aprendido esa técnica en las galeras, donde las marcas de los latigazos eran muy parecidas a las mías.
Lo primero que hizo fue comprobar que mis articulaciones, más o menos, estaban en su sitio, y que la rueda no me había destrozado por completo. Luego se ocupó de las heridas de mi espalda, advirtiéndome que sufriría mucho y que no tenía la menor garantía de curación. «Claro —añadió, señalándome con el mentón las naves del hospital— que tampoco la tienes aquí dentro.» Su técnica consistía en quemar azufre directamente sobre las heridas, aplicando más tarde una pomada que, al parecer, era de su invención. Yo no tenía la menor idea de que aquella pomada estaba hecha con grasa de cadáveres, preferentemente femeninos porque despedían una cremosidad más suave. «De la mujer se aprovecha todo —me llegó a decir más adelante—, en especial de la matriz que ha contenido hace poco un feto.»
Aquel hombre no había oído hablar jamás de las células-madre y murió sin sospechar que, de algún modo, estaba en el buen camino. Lo que sabía con certeza era que la medicina no avanza si no es sobre los cuerpos de las víctimas.
Varias veces me desmayé en las curas. El azufre ardiendo sobre las heridas era mucho peor que los tormentos de la Inquisición. No entiendo cómo pude resistirlo, porque otros dos que estaban a mi lado en parecida situación murieron, uno de ellos completamente loco. Suerte tuve de que la crema de cadáver femenino que me aplicaron luego resultó ser casi refrescante, y más todavía la capa de barro que me añadieron encima.
Durante días me mantuvieron en secreto en el depósito de cadáveres, que olía horriblemente y del cual la administración del hospital se desentendía. Sólo unos sacerdotes se ocupaban de los cuerpos que eran reclamados por las familias, siempre y cuando quisieran enterrarlos por el rito católico. Los demás, entre ellos los musulmanes y judíos, no merecían la menor atención.
Cada día me repetían el tratamiento.
Eran arrojados sobre mi espalda algunos baldes de agua, se me limpiaba el ungüento y a continuación el azufre era vuelto a quemar sobre las heridas, produciéndome un dolor que estaba más allá de la muerte. Esa operación se repitió tres veces, y luego volví a ser depositado con la espalda al aire, bañado en grasa animal y en barro. Se me alimentaba con sorbos de agua y una escudilla de sopa que el físico me tenía que dar cucharada a cucharada, pues no podía incorporarme ni mover los brazos.
Durante todo ese tiempo horrible supe que me buscaban. Supe que El Otro investigaría en burdeles, chamizos, leproserías e incluso fosas de muertos. Y fue admitido en las dependencias del Hospital de la Santa Cruz. En las dependencias oficiales, pero no en las secretas. Aquél era otro mundo, un mundo infernal y remoto. Las leyes que regían para los vivos no regían para los muertos.
En mis delirios pensé que tanto sufrimiento no me serviría de nada. Que El Otro me capturaría y me enviaría de nuevo al Tribunal de la Inquisición. Pero tuve suerte en eso y en otra cosa.
El físico, tras ver mi heridas en carne viva, susurró:
—Están naciendo hongos en tu carne. Los físicos del hospital dirían que estás perdido, pero yo digo que tal vez puedas salvarte. He visto muchos casos en que los hongos regeneran los tejidos. Aunque no quiero decir eso en público, porque tal vez me acusarían de hereje y me enviarían a la hoguera.
Tuvo razón.
Fue acusado de hereje por explicar sus creencias a uno de los jefes del hospital y tuvo que huir de Barcelona. Y mis heridas cicatrizaron. Aunque con el cuerpo encorvado, sin poder mover todavía las articulaciones bien, se me dijo que podía irme. Los anatomistas destructores de cadáveres me habían comprado, pero no querían hacer más experimentos conmigo. Y encima vi que en sus rostros había satisfacción y hasta bondad. Mil veces he pensado luego que lo que de verdad une a los humanos es el orgullo por el trabajo bien hecho, y que ese orgullo puede santificar a un médico.
De todos modos, el judío que luego sería un fugitivo más me dijo:
—Yo apenas he hecho nada. Lo increíble es la reserva de vida que tienes; no entiendo de qué estas construido ni cómo puedes seguir viviendo. Si llego a viejo, tal vez lo pueda averiguar.
No sé si llegó a viejo.
Y no creo que lo averiguara nunca.
Pero yo volví a pie al único sitio donde me podía considerar razonablemente seguro: la viejísima iglesia románica del Coll. Caminando de noche para que nadie me llegase a ver, inicié la ascensión de los campos yermos que empezaban a poca distancia de la puerta de Canaletas, llegué hasta aquella población llamada Gracia, tan celosa de su territorio, y la dejé atrás. Otra vez los caminos entre las suaves colinas, otra vez la hondonada llamada Vallcarca, otra vez las sendas que conducían por un lado a la iglesia del Coll y por otro a Penitentes, a las cuevas de los eremitas.
Me parecía que el mundo había girado cien veces desde mi partida.
Pero allí todo estaba igual.
La iglesia donde apenas cabían los fieles. Los montes donde se perdían las cabras. La visión remota de Barcelona en sus murallas. Los amos de la tierra. Y la niña, la niña de ojos perdidos que no podía decir las cosas del hijo al padre ni al padre las cosas del hijo.
Fue allí donde cometí mi crimen.
Marta Vives seguía las huellas de un fantasma que era ella misma.
No sabía de dónde sacaba el tiempo. No entendía cómo era capaz de compaginar sus investigaciones con el trabajo del despacho que le encargaba Marcos Solana, donde cada vez se amontonaban más riñas entre familias, más arrendamientos anteriores a la ley Boyer, más lejanísimas herencias. Pero era tal vez porque Solana creía ciegamente en ella. Ninguna de sus pasantes era tan capaz de obtener una historia a partir de un simple apellido o de establecer un linaje a partir de un documento que, al parecer, no decía nada. Marta Vives conocía toda la historia del país, sus pequeños secretos, sus combinaciones familiares, sus desventuras, sus riquezas y sus cuernos. Y sin embargo se iba dejando en los papeles la alegría de sus ojos y caminaba cada vez con pasos más lentos y cansados, sin que ello —decían los entendidos— afectase a la belleza de sus piernas. Al contrario, decían los doctorados: es más fácil perseguir hasta la cama a una mujer que tiene los pasos cortos.
Aprovechaba las gestiones fuera del despacho para visitar edificios, penetrar en archivos y hurgar en las viejas notarías de Barcelona, donde todo el mundo cree que se conservan sólo papeles pero en realidad se embalsaman pedacitos de almas.
Su única base de partida era una cruz robada de una tumba medieval. Allí, en aquel pedazo de muerte, empezaba la historia de sus antepasados. A partir de ahí, papel a papel y registro a registro, la muchacha había podido seguir la corta vida de la hija de aquella mujer que había sido asesinada. Los retazos de su historia aparecían en un registro eclesiástico del año 1493, muy poco después del descubrimiento de América, donde se detallaban las víctimas barcelonesas a causa de una infección de las aguas. Gran número de personas habían sido enterradas en una fosa común, pero en algunas de ellas se señalaba la causa particular de la muerte: puñalada en reyerta, rabia transmitida por un perro, envenenamiento por hierbas tóxicas, asesinato ritual. Ése era el único caso. Su lejana antepasada había muerto en un asesinato ritual.
Ello indicaba misteriosas relaciones venidas desde el fondo del tiempo, pero que no tenían sentido. Y estaba el robo de la única foto de su madre, y estaba el joyero Masdéu buscando una cadenita de oro que él no habría diseñado jamás. Marta Vives seguía buscando incansablemente, aunque a veces no sabía qué y sentía miedo de su propia vida.
Claro que lo primero era encontrar los sitios donde habían vivido sus antepasados. Adentrarse en la vieja Barcelona, una Barcelona que ya no existía: la Vía Layetana se llevó cientos de casas que nadie recordaba, la nueva plaza de la Catedral estaba construida sobre las ruinas de calles que ahora eran sólo pedacitos de papel, y el viejo barrio de la Ribera estaba tan en ruinas que cuando éstas fueron desenterradas en las obras del mercado del Borne nadie las reconoció al principio. Allí podían haber vivido —y muerto quién sabe cómo— los que llevaban su apellido, pero era imposible seguir las huellas en una ciudad que se devoraba a sí misma.
Por fin encontró una pista de la que podía haber sido su bisabuela, o tal vez la madre de su bisabuela. Lo primero que vio fue que la familia seguía siendo endogámica, pues las mujeres Vives se casaban con hombres Vives, para lo cual tenían que pedir muchas veces licencia de parentesco, una traba difícil de superar. ¿Qué llamada secreta, qué tendencia había obligado a aquellos seres a buscarse una y otra vez, como si obedecieran un mandato remoto? ¿Había degenerado la especie con tanta consanguinidad? Parecía que no: Marta Vives estaba muy sana, y al parecer su madre también lo había sido. No había llegado a conocer ni a su padre ni a su abuelo.
La pista la llevaba a la última casa que había existido sobre la muralla de las Rondas, el tercer y último baluarte de Barcelona, después de la muralla romana y de la gótica. Abarcaba principalmente las que hoy son las rondas de San Antonio y San Pablo, enlazando con la fortaleza de Atarazanas. La vieja muralla de la Rambla había dejado fuera el Raval con sus miserias (y también la grandeza de sus conventos y la maravilla del Liceo), pero la nueva muralla de las Rondas había encerrado todo aquello dentro de un anillo militar. En el Raval las calles se habían ido haciendo más y más angostas, como antes sucediera en Ciutat Vella, el hacinamiento más cruel y las casas más inhabitables. Los industriales establecidos en aquel perímetro desde el siglo XVI habían construido al lado viviendas para sus obreros, pero cuanto más pequeñas mejor, de modo que pronto no quedaron ni una higuera, ni un jardín, ni un pájaro. Las tabernas que necesitaba aquella nueva masa obrera eran cada vez más insanas y embrutecedoras (hasta que un ciudadano llamado Anselmo Clavé fundó los coros con los que intentaba sacar a los obreros de aquella especie de tumbas) y los prostíbulos más sórdidos y angostos. Ya no existía en ellos «la carassa», como en la Edad Media, y lo más sincero habría sido sustituir aquella vieja alegría por la cara de una mujer llorando. Ahora, en los prostíbulos no había apenas conversaciones, los clientes no se conocían ni los frecuentaban los clérigos. Eran simples depósitos de semen con cuyos hilillos las prisioneras parecían ir construyendo la telaraña de sus vidas.