La ciudad sin tiempo (19 page)

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Authors: Enrique Moriel

Tags: #Ficción histórica

BOOK: La ciudad sin tiempo
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Solana, a quien no le gustaban los números, murmuró:

—A lo peor tuvo un empacho de cifras.

—Tu pasante, Marta, no daba detalles. Solamente cita a su antepasado porque él era secretario general de un banco y dejó las cuentas sin cuadrar, lo que explica unos desfases posteriores que con el tiempo dieron lugar a una estafa. Se notaba que a Marta no le gustaba escribir sobre el tema. Pero deduje que aquel buen hombre se había vuelto loco: empezó a decir que él creía en la inmortalidad, lo cual es muy normal porque todos los católicos creen en ella. Pero luego afirmó —y lo hizo en una junta general— que él conocía a seres inmortales. «Los santos que están en el cielo», le dijo un médico de comunión diaria. «No —afirmó el antepasado de Marta—. Se trata de personas que están en la tierra.» Los médicos, cada vez más asustados, le presionaron para que diese más detalles, y acabó citando el domicilio de un hombre que, según él, era inmortal. El banco pagó a un investigador privado para que fuese a aquel domicilio, y allí no vivía nadie: mejor dicho, había vivido un hombre que ya no estaba. El enfermo acabó en un psiquiátrico, donde se suicidó o le suicidaron: nunca se ha sabido y además hace años de eso. Pero por lo que sé de Marta Vives, muchos de sus antepasados han ido muriendo de una forma trágica.

Hizo un gesto de pesar, quizá arrepentido de haber hablado tanto. Pero al fin y al cabo, Solana era un amigo, y Marta Vives una mujer a la que apreciaba.

Se atrevió a añadir:

—Cuídala. Es una mujer que vale mucho. Y…

Hubo un silencio. Solana preguntó:

—¿…Y?

—Y tengo la sensación de que está en peligro.

24
La última carga

La República declaró la iglesia de Santa María del Mar monumento de interés nacional el 3 de junio de 1931, sin provocar por ello un alzamiento de la derecha. Fue una prueba de que a la República los temas culturales le interesaban tanto como los agrarios, pero no debió ir más lejos, según los entendidos. Ya había bastante limitando el interés cultural a las iglesias.

Conozco el debate porque yo entonces trabajaba de reportero en
El Diluvio
, el diario anticlerical, y aun así tenía muchos amigos en los diarios de la derecha, como
La Veu de Catalunya
. Allí me apreciaban porque les resolvía cualquier duda. «¿Quién era presidente de las Cortes cuando se decidió acabar con el cantón de Cartagena?» Y yo lo sabía. Creo que por eso entré en
El Diluvio
y por eso me consentían que tuviese amigos del otro bando.

Por otra parte, trabajar en
El Diluvio
cuando se instauró la Segunda República no era tan difícil. Cualquier ciudadano podía entrar en la redacción, escribir lo que le diera la gana y entregarlo para su publicación, naturalmente sin cobrar. La mitad de las veces, el artículo aparecía.

Me aficioné a la calle Argentería, en cuyo final está Santa María del Mar, por el Fossar de les Moreres, que el gobierno catalán consideraba un lugar de honor. Hoy sigue siendo considerado lugar de honor —después de numerosos gobiernos catalanes en el exilio—, pero la calle Argentería es un lugar típico y rico, con numerosos restaurantes donde se sigue cultivando el honor del país. Pocos se fijan en el Fossar de les Moreres, donde están sepultados los héroes —o los locos— de 1714.

Yo voy muchas veces a visitarlo, porque habría debido ser uno de los sepultados en el osario y conmigo tenía que haber estado El Otro.

Después de la muerte de la niña comprendí que no podía seguir entre aquellas colinas. Me perseguirían como responsable de aquella muerte, que desataría todas las leyendas, y lo peor es que era responsable.

Notaba sobre mí como una maldición.

Miraba mi rostro en el espejo de la sacristía y veía siempre la misma cara: la de un hombre que no llegaba a los treinta años, que no variaba de expresión, de estatura, de gestos. A mi alrededor todo cambiaba, incluso iban elevándose casas nuevas por las colinas, pero el tiempo parecía haberse detenido en mí. Como ya había ocurrido en otros lugares, era inevitable que la gente se diese cuenta de algo extraño, que acabara pensando «esto no puede ser».

Y además estaba la muerte de la niña.

Pero en este caso yo había sido el instrumento. ¿Instrumento de quién? ¿Y por qué? ¿Cuál era mi misión, si es que la tenía? ¿Cuál era el sentido de mi culpa? ¿Había irremediablemente algo que me impulsaba hacia el mal?

Tenía que huir.

No podía permanecer tanto tiempo en el mismo sitio.

El cura me dejó marchar, pese a que sospechaba algo extraño. Antes de eso, tuvo a bien informarme de que este mundo estaba perfectamente determinado por la mano de Dios, que los papeles estaban ya distribuidos y cada uno conocía el suyo. De un lado los dueños de la tierra, que habían sido distinguidos por el Señor gracias a sus virtudes y que eran los encargados, no sólo de mantener la Verdad, sino también de la distribución de los bienes. De otro, la chusma, a la que había que redimir cultivando la augusta virtud de la caridad. El sentimiento caritativo era el más noble que Dios nos había dado, porque gracias a él se distribuía la justicia en el mundo. Todo lo que fuera perturbar el orden natural de Dios era pecado, y si además se usaba la violencia, el pecado era gravísimo, digno del mayor castigo. Por eso debía estar agradecido el que no había recibido nada de Dios, ya que entraba de lleno en el terreno de las bienaventuranzas. ¿No me daba cuenta yo de que todo estaba previsto? Esto me lo dijo porque notaba que yo no era lo suficientemente pío, pese a haber trabajado tantos años en el templo.

El párroco sospechaba que, de algún modo, yo estaba destinado al mal.

Me fui de allí lleno de dudas sobre mi identidad y mi destino, pero no me marché demasiado lejos. En las profundidades de Vallcarca se había constituido un grupo de eremitas que parecían vivir exclusivamente del agua de las numerosas fuentes y que me acogieron pensando que lo que yo quería era meditar. Y no andaban desencaminados, puesto que la incertidumbre me ahogaba, me cuestionaba a mí mismo y dudaba de que la creación del mundo hubiera finalizado; a lo sumo, estaba a medias. Supongo que esto me convertía en un revolucionario y, lo que era peor, en un hereje, pero ninguno de los anacoretas pareció notarlo. Luego supe que todos pensaban más o menos igual que yo, que algunos eran fugitivos de la ley o buscados por haber huido de sus señores. No se mezclaban con los anacoretas de Penitentes, pese a tenerlos tan cerca, porque éstos parecían pensar que el mundo estaba tan bien hecho que encima no lo merecían.

Aquella especie de fraternidad del agua —ya que no de la comida— duró poco, porque fuimos detenidos como sospechosos de robo y bandidaje, aunque allí nadie había robado nada. Yo mismo, el más miserable, no había hecho más que aprovechar la sangre de un perro que de todos modos iba a morir. Yo creo que el perro me agradeció que aliviara su sufrimiento: encadenado a la puerta de una masía, había soportado desde siempre el sol implacable y el frío glacial, la soledad y los palos con que le entrenaban para aumentar su fiereza. Yo fui el único a quien dejó acercarse, al amanecer, quizá porque en mis ojos había visto algo que sólo veían los que conocían la verdad elemental del mundo.

Casi todos los eremitas fueron encarcelados, pero conmigo fueron piadosos porque, al fin y al cabo, yo era un recién llegado. Sólo me tuvieron entre rejas dos meses, que pasé junto a uno de los ancianos más extraños con que me había encontrado en la vida. Era casi ciego, y a pesar de ello parecía conocer por instinto todas las proporciones del mundo. En su juventud había sido discípulo de los geómetras griegos y los matemáticos árabes, por lo cual su mundo era un simple conjunto de números que armonizaban entre sí. Con el borde de una piedra escribía incansablemente en el suelo de tierra de la cárcel, y de su boca aprendí saberes que jamás creí que pudieran existir. Entre ellos, toda la geometría de Euclides, las perfectas proporciones de Fidias y las ecuaciones ideadas por los árabes y muchas veces transmitidas por los judíos. Me di cuenta entonces de que yo, pequeño monstruo, era un sabio.

Pero no me serviría de nada. Mi liberación significó que debía trabajar en las numerosas zanjas que se abrían en el Raval para construir casas sobre los antiguos cementerios. Aprendí allí que las ciudades se construyen sobre restos humanos y sobre objetos (un anillo, un ánfora, un pedazo de gasa, un pañuelo corrompido por los años), y que los cadáveres pasan por sucesivos estadios de gusanos, larvas, moscas, escarabajos y polvo, polvo de siglos que yo respiraba cuando los cuerpos eran desenterrados para abrir las zanjas. Adquirí más conocimientos sobre anatomía y sobre huesos que cualquier físico de los que visitaban al rey, pero eso nadie lo supo jamás.

Tres veces cambié de sitio para no llamar la atención de nadie. Mi primer nuevo destino estuvo en las canteras de Montjuïc, tan explotadas desde antiguo y con tantos sufrimientos encima que cada roca parecía contener el alma de un picapedrero muerto. Luego fui destinado a contable de un importador de sedas y, por fin, a algo mejor: a escribiente de una notaría que estaba en la plaza del Aceite —más tarde desaparecida y en la que existía una taberna donde siglos después conocería a Picasso—, en la que se anotaban todos los actos jurídicos de una ciudad que ya era la más importante del Mediterráneo. Porque en tantos años yo no había cambiado, pero Barcelona era un gigante desconocido, un gigante que había inventado algo que ha sabido conservar siempre: la convivencia. La convivencia y el espíritu de acogida. Nadie que venga a trabajar es extraño en la ciudad de todos, aunque tenga que sufrir como sufrió mi madre. Los que no nacen barceloneses acaban muriendo barceloneses. Por eso yo me di cuenta de que amaba mi tierra, a pesar de su insensatez.

Pero son los insensatos los que hacen la Historia, mientras que los cuerdos sólo hacen los calendarios.

A veces, me deslizo como una sombra hacia Santa María del Mar, hacia el Fossar de les Moreres. Dicen que allí «no s'enterra cap traidor», porque todos los que yacen en su suelo son héroes. Los héroes —ahora lo sé— creen que cumplen una misión ética, pero en realidad están cumpliendo una misión estética. Sin ellos, la Humanidad no pasaría de la categoría de rebaño.

Si algún historiador me consultase, yo le daría algunos nombres de los que yacen allí, porque los conocí y estuve junto a ellos. Conocí su miedo, su decisión, su fe en la muerte porque no tenían fe en la victoria. Sólo ésos son los verdaderos héroes.

Todo empezó por una cuestión que los catalanes hicieron suya y en la que empeñaron su palabra, pero que en realidad debería haberles importado bien poco porque era una cuestión europea, una de esas cuestiones de ricos por las que mueren los pobres.

Yo ya sabía —desde mi puesto de escribiente mayor del notario— que esta ciudad tiene una característica: no quiere vivir del Estado, pero tampoco quiere que el Estado viva de ella. Por eso fue siempre muy celosa de sus fueros y privilegios, que los reyes de España tenían que jurar. Y cuando los reyes de España pedían dinero a las Cortes catalanas para financiar alguna de sus guerras, solían marcharse sin sacar en limpio más que cuatro cuartos. La verdad es que, en consecuencia, tampoco los reyes concedían a los catalanes gran cosa.

Mis conciudadanos —si así los puedo llamar sin que monten en cólera— eran por tanto muy celosos de sus leyes, que habían tenido que defender frente a las tropas de nuestro señor Felipe IV, rey que aprovechó muy bien su vida, pues la dedicó a cazar faisanes y fecundar mujeres dignas de elogio. Pero peor les fue cuando su heredero, Carlos II, murió sin descendencia, sin haber aprendido de sus antepasados el arte de la fecundación, y ello despertó los apetitos de los grandes de Europa. Los grandes de Europa siempre han sabido muy bien lo que tienen que hacer, algo que los pueblos no han aprendido nunca.

Los que hemos vivido demasiado, como yo, tenemos cierta tendencia a la mala baba. No creo que los que murieron defendiendo las murallas de Barcelona supieran lo que yo sabía sobre las dinastías europeas, pero eso les importaba poco: a su lado, supe que estaban allí por puro orgullo. El notario, que sí lo sabía, no sintió deseos de tener orgullo alguno.

—Luis XIV de Francia —me dijo, como si yo necesitara saberlo— ve vacante el trono de España y quiere imponer un rey francés con el nombre de Felipe V, lo que le convertiría en el más poderoso de Europa, sin rival alguno. Porque ya debes de saber que se empieza a hablar del equilibrio de Europa, y el que domine Europa dominará el mundo.

El notario, sin saber que había vivido más historias que las de todos sus antepasados juntos, me siguió diciendo:

—El equilibrio europeo se habrá roto si Francia y España se unen, y por ello los estados centrales quieren imponer un rey austriaco. Carlos. Eso, a los trabajadores catalanes, que siempre estarán abajo, debería importarles poco, pero Carlos de Austria ha prometido respetar sus Fueros, y Felipe no se ha arriesgado a tanto. Tienes que saber que Francia es un país centralista, aunque dudo que entiendas eso del centralismo.

Hice un gesto de ignorancia, como si no supiera bien de qué hablábamos, mientras apilaba las escrituras en que estaban distribuidos los bienes de la tierra. Conocía la historia de cada papel. La historia de cada gran familia. La historia de cada vida y, sobre todo, de cada muerte.

Y conocí bien lo que pasó después. Barcelona mantuvo su palabra a favor del austriaco, y las potencias europeas llegaron a pactos entre sí sin mantener palabra alguna. Los catalanes, y en especial los barceloneses, quedaron en la guerra absolutamente solos.

Y parecían contentos de estarlo.

Ésta había sido una ciudad sensata. El notario era sensato. Los comerciantes lo eran. Los que morían en las canteras y las cuadras lo eran. Jamás habían aspirado a otra cosa que a ganarse un pedazo de pan.

Esta ciudad había creado los gremios más honrados y severos. Había establecido las primeras normas mercantiles con la «taula de canvi». Mejorado las cartas de crédito de los lombardos. Establecido las normas del derecho marítimo. Definido para siempre las normas urbanísticas con las «Ordinacions de Sanctacilia». Había hecho honor a los seguros de transporte. Establecido en los matrimonios la separación de bienes. Creado el testamento recíproco. Mantenido la libertad para testar en la mayor parte de la herencia. Evitado la dispersión de las tierras. Cataluña, y sobre todo Barcelona, parecían haber nacido para ser razonables.

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