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Authors: Enrique Moriel

Tags: #Ficción histórica

La ciudad sin tiempo (23 page)

BOOK: La ciudad sin tiempo
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Y me miró despectivamente, con rebeldía, clavándome unos ojos que, sin embargo, no habían dejado de ser de niña.

Ya debía de saber que yo era un secretario del tirano que la llevaba a la horca. Más o menos el jefe del carcelero que la acababa de violar. Y yo apenas pude preguntar:

—De manera que ni tu madre ni tu abuela fueron libres un solo día.

—No. ¿Por qué?

—Yo sé por qué lo pregunto.

Elisenda casi escupía sus palabras:

—No, no lo fueron, pero yo al menos moriré libre. Lo que yo pienso nadie me lo puede quitar. Nadie lo puede matar. Y dentro de cien años quizá alguien me recuerde.

—Dentro de cien años seguirán muriendo niñas como tú. Y es verdad; alguien las recordará en las calles.

El carcelero se interpuso entre los dos:

—Bueno, ¿a qué esperamos? El verdugo ya tiene la orden de ejecución. ¿Por qué habla con ella? Su vida de perra no le importa a nadie.

—Claro, y por eso tú te has aprovechado de la perra -musité.

Y sonreí. A mí la gente siempre me ha dicho que tengo una sonrisa siniestra, tal vez una sonrisa de otro mundo. Y quizá eso sea cierto, porque hay algo más terrorífico que la sonrisa de la muerte, y es la sonrisa de la vida eterna. En ocasiones incluso he pensado que por eso Dios, en los millones de imágenes que lo muestran, nunca sonríe. ¿Nadie se ha fijado en eso?

El carcelero insistió:

—Venga, no perdamos más tiempo.

—Ahora ella ya no te sirve, ¿verdad?

—No sé a qué viene eso.

—Viene a que yo conozco muy bien las costumbres del capitán general: quiere que todas las formalidades sean cumplidas, o sea, que la condenada sea sacada de la celda sólo cuando lleguen el verdugo y el piquete. Enciérrala y ven un momento conmigo. Quiero enseñarte las nuevas órdenes.

Aquel miserable no podía desconfiar de mí, yo era cien veces su superior. De modo que obedeció: dio la vuelta a la llave y me siguió hacia un pasillo interior donde estaban las oficinas de la tropa, pero donde a aquella hora de la madrugada no había nadie. El silencio era absoluto. Más allá de las ventanas de piedra no se veían más que jirones de niebla.

De pronto se volvió hacia mí.

—¿Qué estamos haciendo aquí? -farfulló.

Y se encontró con mis ojos quietos.

Y mi sonrisa.

La sonrisa de la vida eterna.

—Pero…

No tuvo tiempo de decir nada más.

Quizá tuvo tiempo de pensar, eso sí; pensar durante segundos en aquel mundo siniestro que nunca había conocido.

Su cuello. Su convulsión. Mi mordedura sabia.

Hasta un vampiro puede sentir asco. Hasta un enviado del Mal puede llegar a la náusea.

Me repugnó beber su sangre.

Pero la necesitaba. Llevaba demasiado tiempo sin saciar mi impulso secreto, el pozo sin fondo de mi sed. Dejé su cuerpo tan vacío que tuve que limpiarme la sangre de las comisuras de mi boca. Y escupí sangre sobre la piltrafa.

Luego tomé las llaves y volví sobre mis pasos.

Tenía un plan para salvar a la niña.

Aún era posible.

Cuando volví a la celda de Elisenda me sentía en paz conmigo mismo y con mi verdadero destino.

Quizá era la primera vez que me sentía realmente libre.

Ella seguía encerrada en la celda, como esperaba. No la habían venido a buscar aún. Me vio con las llaves y algo le hizo adivinar lo que había sucedido, algo hizo dar un salto de diez años a su corazón de niña.

Pero era lo bastante inteligente para saber que hay cosas imposibles.

—Nadie ha podido hacerlo -murmuró-. Otros han intentado huir y no han llegado siquiera al segundo cuerpo de guardia.

Yo barboté:

—Podemos intentarlo.

Y fui a introducir la llave en la cerradura. Pero no pude ni hacerla girar, porque en aquel momento llegó el verdugo con el piquete. Eran cinco contra mí, y yo no tenía más armas que mis dientes. Eso y mi mirada.

No sirvió. El verdugo dijo con naturalidad:

—Ha llegado la hora.

Los soldados del piquete formaron una barrera entre la condenada y yo, haciendo imposible cualquier gesto para salvarla. El verdugo le ató las manos a la espalda meticulosamente. Yo sentí que el suelo vacilaba bajo mi pies cuando noté clavada en mí la mirada de resignación de la niña.

Elisenda fue sacada al patio principal de la Ciudadela, donde tanta gente honrada había muerto y donde el patíbulo estaba instalado de forma permanente; raro era el día en que no funcionaba más de una vez.

Con ojos que no parecían los míos, vi cómo el verdugo subía de espaldas por la escalera de mano, izando a Elisenda por medio de la cuerda con que la tenía atada. La habilidad y la fuerza del sujeto me parecieron increíbles. Cuando tuvo a su víctima a la altura suficiente, la tomó por la cintura y la colocó bajo la soga, ciñéndosela al lado izquierdo del cuello, justo debajo de la oreja, porque así se garantizaba la rotura de las vértebras. Lo que me hizo estremecer fue que la soga quedó enseguida cubierta por el pelo de la niña.

Sonó un tambor, uno solo. Era una muerte barata.

Todo era espantoso incluso para alguien como yo, pero además ocurrió algo con lo que no había contado.

Y es que Elisenda pesaba poco, y su simple caída al abrirse la trampilla no le habría provocado la muerte. Hacía falta algo más.

Por eso el verdugo se lanzó sobre su cuerpo en el momento en que se abría la trampilla, cayendo con Elisenda y balanceándose con ella. Fueron dos cuerpos en uno, fueron dos horrores y para mí dos muertes.

Sin embargo, era de justicia reconocer que aquel acto repugnante era profesional, por decirlo de algún modo. Así se garantizaba que, con el peso añadido, el cuello de la víctima se rompería instantáneamente. Pero no quise reconocerlo. No podía. Quedé doblado sobre mí mismo, sintiendo en la boca una saliva amarga.

Y todavía me doblé más, bajo el peso de todo el dolor acumulado en mi vida, cuando vi al conde de España, vestido con sus mejores galas, iniciar unos pasos de baile junto al patíbulo. Me habían hablado de aquella horrible ceremonia, de aquel paroxismo de la crueldad, pero lo cierto es que hasta entonces no lo había visto nunca. Por primera vez estuvieron a punto de fallarme las fuerzas.

Y aquella noche me despedí de la Ciudadela, me despedí de un cargo que muchos habrían querido tener y que me daba poder y riqueza. Como secretario del conde de España, yo era envidiado y envidiable, pero no podía seguir más tiempo como lacayo de un poder que anulaba no sólo cualquier libertad, sino cualquier pensamiento. Tenía que empezar de nuevo, tenía que volver a hundirme como una sombra en la ciudad que para mí era eterna.

En el largo camino, aquel camino que a nadie podía confesar, había sido testigo de la búsqueda de la libertad, incluso a costa de la vida. Pero la libertad era un sueño que no se conseguiría jamás.

Recordé a la mujer que había visto dar a luz en 1714, bajo una campana manchada de sangre, y me acordé de que había una luz especial en sus ojos, a pesar del dolor. Ella había querido que su hija naciera libre en una ciudad libre, mas ni su hija ni su nieta lo habían conseguido; lo único que lograron fue una esperanza que estaba en la historia de la ciudad. Y ahora esa esperanza se extinguía para siempre.

Además, dejaba nuevamente un muerto a mis espaldas. Tenía que huir…

Y aquella noche me convertí otra vez en el gran desconocido, me hundí de nuevo en la niebla de los siglos.

27
La casa de las sombras

En la calle Baja de San Pedro se acumula la historia de la ciudad, de sus pequeños comerciantes, sus patios sin luz y los matrimonios que dejaron toda su ternura en un libro de contabilidad, entre un debe y un haber. Las novias se hacen viejas ante una ventana de la que conocen todos los rayos de sol, y a los niños se les enseña que el gris también puede ser el color de la esperanza.

Marta Vives miró la casa.

Era estrecha y de piedra, pero había sido rebozada, seguramente a principios del siglo XX, con una capa que ya era casi negra. La piedra original se notaba entre los desconchados, y en dos o tres de sus resquicios había nacido el milagro de la hierba.

Otras casas más modernas, y en cierto modo más solemnes, la flanqueaban, y en ellas se advertían signos de vida: algún tiesto en los balcones, alguna cortina que se mecía al viento, alguna ropa tendida. Los portales eran oscuros, pozos sin fondo que llegaban hasta el misterio de los años. Ocasionalmente, el gris era alegrado por el rótulo de un bar; quizá los jóvenes los descubrirían una noche, como habían descubierto los del Borne, pero ahora los clientes miraban al vacío y no parecían haber descubierto nada, ni sus propias vidas.

Se notaba a primer golpe de vista que todo el edificio, de sólo dos pisos, estaba entrando en la fase de ruina, y por eso los okupas no se habían atrevido con él. Nadie parecía haber atravesado en muchos años la viejísima puerta, aunque era evidente que algún técnico municipal la revisaba de vez en cuando sólo para certificar que las propiedades de la ciudad aún no se habían hundido en el subsuelo de ésta.

Tenía que entrar, pero no sabía cómo. Y comprendía que lo primero que tenía que hacer era aparentar naturalidad, como si fuera uno de los empleados del ayuntamiento.

Llevaba una ganzúa que sólo sabía manejar a medias. Uno de los desheredados del Raval a quienes ella atendía en la Asociación de Vecinos le había dado dos clases prácticas, aunque ella no le dijo para qué. Y ahora probaba su pericia, fingiendo que lo que hacía era un acto legal. Quizá tendría suerte.

La tuvo.

Al segundo intento, la puerta cedió. La cerradura era antigua, pero estaba bien engrasada porque de vez en cuando algún agente municipal la supervisaba. Marta se enfrentó a una oscuridad que era como la garganta de un animal dormido.

Y recordó lo que no quería recordar, que era la historia de la casa y la del sacerdote cuyo cadáver aún debía de estar allí. Quizá no tendría que hacer caso de lo que le había contado un viejo sabio loco.

¿O tal vez sí?… En ocasiones, personas que viven solas aparecen momificadas en habitaciones donde ya no entra nadie, porque son seres de los que no se guarda memoria. Las grandes ciudades ocultan secretos así, o tienen en su subsuelo tumbas de las que se ignora todo. Si el sacerdote había muerto en las profundidades de la casa —que sin duda tenía sótanos—, era posible que ningún técnico municipal hubiese notado nada cuando se hizo el acta de ocupación, apresurada y rutinaria. Sin embargo, en las habitaciones del interior, más allá de las angostas escaleras, había detalles que denotaban una pasada grandeza.

Por ejemplo, los restos de dos mesas de caoba, los de una cama que parecía un catafalco y unas viejas estanterías con lo que un día fueron libros y hoy eran apenas unas páginas apergaminadas esparcidas por doquier. Toda la vida de una ciudad que ya no existía estaba envuelta en aquella crisálida de muerte.

Nadie se había vuelto a preocupar de nada más: los ayuntamientos administran bienes, pero no el tiempo que huye. Un día aquello se hundiría y los periódicos —no todos— acusarían de desidia a la administración de la ciudad. Y luego nada. O quizá dentro de unos años habría allí unos apartamentos y un loft.

Vio los despojos de dos gatos también momificados. Sólo el diablo sabía cómo habían podido penetrar allí. El aire, como el de una vieja tumba, no tenía olor.

Todo eso vio Marta Vives gracias a una linterna, pues la casa, obviamente, no tenía agua ni luz. Por la parte de atrás, una claridad lechosa llegaba desde los angostos patios. Las voces de un serial de televisión daban vida a aquel templo del pasado, pero era una vida absurda.

¿Podía interesarle algo de aquel último rincón de los Masdéu? Marta pensó que no, que allí no encontraría nada. Además, empezaba a sentir miedo, pese a que ella era experta en habitaciones abandonadas, olvidos y tumbas.

Mejor salir de allí. Incluso no llegaba a entender por qué había venido.

Y entonces le pareció ver una sombra sobre una silla, al lado de la ventana más oscura, la que daba a un ángulo del patio interior. Se detuvo con todos los sentidos alerta, aunque también con la sensación de haberse equivocado; al fin y al cabo todo eran sombras en la casa.

Pero la que estaba en la silla… ¡tenía forma humana!

Marta sintió que se le cortaba la respiración.

La sombra se movió. Se puso en pie poco a poco.

Avanzó hacia ella.

28
Lo bastante honrado para matar

El café de las Siete Puertas fue inaugurado el día de Navidad de 1838, casi al mismo tiempo que se construían las llamadas Casas de Xifré, que hoy se conservan exactamente igual que entonces. La inauguración coincidió con el nacimiento del Paseo de Isabel II, en su confluencia con el Pía de Palau, ocupado en los buenos tiempos por autoridades como el conde de España. Juan Cortada, un cronista que entonces escribía en el
Diario de Barcelona
, recalca la importancia del número 7, tan habitual en la mitología y en las sectas. «El café sin nombre —decía— tiene siete puertas. ¡Gloria al café de las Siete Puertas!» Cortada pasa, pues, por ser el creador de esa denominación. Resulta sorprendente también que el porche situado delante del café tenga siete arcos, número que en este caso se liga a la masonería.

Todo el edificio en el que el café está construido tiene, por otra parte, simbología masónica. En primer lugar, la alusión a Urania en el frontispicio, desde la Edad Media símbolo de la Astronomía y la Arquitectura adoptado por los masones. Se da la circunstancia de que Xifré, el constructor del edificio, había nacido en 1777. Dentro del café se aprecian también signos masónicos, como el embaldosado de cuadrículas blancas y negras y los azulejos de las paredes más antiguas.

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