La ciudad sin tiempo (26 page)

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Authors: Enrique Moriel

Tags: #Ficción histórica

BOOK: La ciudad sin tiempo
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—De todos modos ¿qué?

—El cadáver podría haber quedado en alguna habitación recóndita… Por ejemplo, una habitación del sótano.

Estas casas centenarias tienen rincones donde durante años y años no ha entrado nadie, y que llegan a quedar en el olvido. Hay falsos tabiques, hay puertas clausuradas. Y además esta casa tiene… ¿cómo le diría yo? Mala fama. Por eso estoy aquí.

Otra vez las luces se apagaron al otro lado del patio, otra vez temblaron los labios de Marta.

—¿Qué quiere decir?

—Usted me ha dicho por qué está en la casa, Marta, y yo en cambio no le he dicho nada. Bueno, pues estoy aquí porque tengo las llaves: en la administración de la biblioteca que tenía que crearse aquí interviene la Iglesia. Y además, soy exorcista desde hace muchos años, y una de las autoridades más reconocidas acerca del diablo. Sé que mucha gente se lo tomaría a broma, pero usted no; el diablo es un personaje habitual en la Patrística, o sea, las obras de los antiguos que crearon doctrina sobre las figuras de los Evangelios y la Biblia.

Marta no manifestó ninguna sorpresa, y mucho menos se tomó aquello a broma. También los libros de la Patrística formaban parte de su mundo.

—Me dice usted algo inquietante —susurró al cabo de algunos segundos.

—Supongo que se refiere a que estoy relacionando al diablo con esta casa.

—¿Y lo hace?

—La verdad, sí —dijo el padre Olavide—. Hay lugares que tienen espíritus escondidos, en concreto las casas antiguas y en las que ha muerto mucha gente. En las casas nuevas, pequeñas y sin historia, que acaban oliendo a pipí de gato, eso no me parece posible. Pero hay sitios que están marcados, y uno de ellos es éste. No creo que sea casualidad el que, sin saberlo, hayamos coincidido aquí. Los dos hemos captado un aire que los demás no notan.

Y se puso en pie, delante de la ventana, cortando el paso de las remotas luces que llegaban desde el otro lado. A Marta le pareció más alto, más delgado y al mismo tiempo más importante. Sentía un inmenso alivio al no encontrarse allí sola. Olavide no sólo le hacía compañía, sino que le daba fuerza.

—En estas calles —siguió él— los secretos parecen acechar en las sombras. Perdone que hable así, pero no sé decirlo de otro modo. Bajo cada casa que existe hay otra casa que existió un día. Si usted hiciese un agujero en una de las cloacas que pasan por aquí debajo, probablemente se encontraría en lo que fue el salón donde se reunía una familia ya muerta. ¿Queda algo de sus espíritus? No lo sé, pero en todo caso la creencia me merece un respeto. Y algo de verdad puede haber, porque ya le he dicho que esta casa tiene leyenda.

Volvió a sentarse. Un rayo de luz se proyectó entonces sobre lo que fuera una mesa de caoba, y esa luz quedó ahogada inmediatamente por una capa de polvo.

Marta susurró:

—¿Qué leyenda?

—Primero está el hecho de que aquí, bajo nuestros pies, podría existir una momia. No es una historia nueva, Marta, no crea que es una historia nueva, y si usted la conoce, también la conozco yo y la conoce otra gente. Quizá, debido a esa razón, sé que aquí han tenido lugar ritos satánicos. Hay gente que ha entrado aquí, ha visto las sombras y ha captado los espíritus. De eso a invocar al diablo hay un paso. ¿No le sorprende que nadie haga nada con esta casa? A veces, puede existir hasta en los lugares más serios, como los despachos municipales, un cierto temor. Aunque no debe hacerme caso. Los sacerdotes sabemos que hay secretos incluso debajo de la basílica de San Pedro, y por eso parece rodearnos un aire de siglos. Algunos indagamos en cosas que parecen no tener sentido.

—Pero usted viene por algo…

—Porque sé que se han celebrado ritos satánicos, aunque sin ninguna víctima. De lo contrario, habría intervenido la policía. Se trata de invocaciones que quizá están cargadas de miedo, como el que ahora mismo siente usted. Y yo vengo, veo si hay algo que me llame la atención y capto lo que queda de los espíritus. Si es que queda algo. Pero también vengo por una razón más prosaica.

—¿Cuál?

—Todas estas viejas propiedades que han ido pasando a manos de la ciudad son administradas en parte por una especie de patronato, que decide sobre su utilización. Aunque generalmente no decide nada. Yo formo parte de ese patronato, y de vez en cuando tengo que hacer un informe.

Tendió la mano a Marta Vives porque ya casi no se veían. Igual que una sombra protectora, la fue conduciendo hacia la puerta.

—¿Quiere que encienda la linterna? —preguntó ella.

—Oh, no… Conozco la casa como si hubiera vivido aquí: no olvide que vengo con cierta frecuencia. Y como ahora tengo que irme, no quiero dejarla sola. Nunca la dejaría sola en un sitio como éste.

Y le estrechó la mano con más fuerza. La muchacha se sintió confortada, apoyada por aquella sombra que parecía dominarlo todo. Vio confusamente la puerta, más allá de la cual yacía otro mundo de sombras.

—Pero usted ha venido para averiguar algo —dijo el padre Olavide— y yo la ayudaré. Todo lo que pueda haber sucedido con esa antepasada suya llegará a sus oídos, se lo prometo, porque quizá yo tenga medios para averiguarlo. Pero no vuelva aquí sola… No vuelva.

Y abrió la puerta para sacarla de allí. Marta Vives se sintió salvada al contacto de aquella mano, notó una nueva fuerza en todos los músculos de su cuerpo. Tuvo la sensación de que se había salvado de algo, le parecía que dejaba atrás un mundo muy real, pero que estaba hecho de tinieblas.

30
La ciudad del dinero

Toda sociedad bien organizada está basada en la aceptación del crimen como parte de sí misma. En las dictaduras mucho más que en las sociedades libres, aunque ninguna de ellas está exenta. Unas veces el crimen yace en la corrupción. Otras, en la falta de libertad. Otras, en la mentira. Otras, en la sangre.

El hombre al que conocí en la cima de Montjuïc, antes de llegar a la estructura del castillo cargado de muertes y leyendas, era simplemente un visionario. Se llamaba Ildefons Cerda y quería cambiar Barcelona.

No era muy corpulento, y en cualquier otro lugar podía haber parecido incluso insignificante; pero allí, gesticulando, hablando con entusiasmo de la ciudad que tenía a sus pies, llegaba a parecerme un gigante.

—Le hablo así porque necesito ayuda —me dijo—, y usted puede dármela. Algo me dice que usted es sabio y conoce muchas cosas que los demás ignoran. Además, trabaja en el diario más antiguo del continente.

En efecto, yo era entonces redactor —y redactor acreditado— del
Diario de Barcelona
, que era el más antiguo de los que se publicaban en la Europa continental. Más antiguo que él lo era solamente
The Times
, pero
The Times
se publicaba en las Islas Británicas.

—Todos los que han mandado en Barcelona la han considerado básicamente una plaza militar esencial —dijo Cerda mientras caminaba nerviosamente ante mí por el camino de tierra—, y de ahí sus grandes murallas. Sus grandes y triples murallas que se han perpetuado a lo largo de los siglos. Puede usted darse cuenta de que esa gran llanura que se extiende desde Canaletas hasta la villa de Gracia tiene algo en común: en ella está prohibido edificar para que ninguna fuerza invasora encuentre refugio o pueda ocultarse mientras planta sus cañones o avanza. Es decir, toda la gran llanura ha de quedar limpia y sometida al fuego de los defensores. Ninguna autoridad parece haber comprendido que Barcelona es una gran ciudad comercial y cultural, y por lo tanto algo más que una simple plaza fuerte. Esas gentes no ven que, con las murallas, Barcelona está condenada a morir. Encerrada en ellas, se pudre una gran masa de obreros que no tiene aire, ni limpieza, ni siquiera agua potable, y ya no digamos espacio para moverse. ¿Y sabe usted, señor periodista —me preguntó aquella especie de apóstol— cuántos de esos obreros tienen trabajo todo el año? La estadística me dice que un diez por ciento de los obreros especializados son buscados por los patronos, mientras que el otro noventa por ciento sólo consigue trabajo entre seis y ocho meses al año. ¿No es suficiente ese sufrimiento? ¿Hay que aumentarlo con unas viviendas y unas calles que todavía son de la Edad Media?

—Claro que no —dije mientras tomaba notas apresuradamente.

—Usted es uno de los redactores más influyentes de
El Brusi
—añadió Cerda— y, por tanto, lo que escribe sienta cátedra. Le ruego que no me considere un iluminado.

—Nunca lo haría —dije en parte por cortesía y en parte porque Cerda era un ingeniero de renombre. Aunque muchos lo consideraban simplemente un iluminado, como él decía.

A continuación, sus manos se abrieron hacia el aire, como si quisiera abarcar con ellas toda la llanura.

—Una gran serie de cuadrículas se extenderá desde el principio de las Ramblas hasta la mismísima villa independiente de Gracia. Las manzanas de casas tendrán todas las mismas dimensiones, pero no se parecerán del todo, porque estarán edificadas sólo por dos lados, muchas en forma de «L», y el interior de esas manzanas consistirá en jardines y espacios libres. Además, la parte edificada de una manzana se enfrentará a la parte libre de otra, lo que en la mayoría de los casos permitirá la vista directa sobre un jardín o un bosque. Y le diré algo más: esas manzanas no acabaran en ángulo recto, sino formando un chaflán, lo que aumentará la belleza y la visibilidad. La visibilidad será de la mayor importancia, porque así los vehículos particulares a vapor que circulen por las calles serán advertidos en los cruces y no se producirán accidentes.

Lo de los vehículos particulares a vapor era algo que no acababa de entender nadie, y menos cuando Cerda decía que cada familia tendría el suyo.

Ildefons Cerda continuó, sin importarle demasiado lo que yo pudiera estar pensando:

—Las calles serán anchas y permitirán la circulación de esos vehículos que, de momento, veo propulsados a vapor, y que se estacionarán ante las viviendas donde sus dueños habiten. Dígame usted, amigo mío: ¿quién va a renunciar a ese adelanto? ¿Qué ciudad quiere usted más perfecta que la que le estoy describiendo?

—Pero señor Cerda —me permití oponerle—, ¿qué sucederá cuando todos los vecinos tengan vehículos de ésos que usted dice? Nadie sabrá dónde dejarlos. No cabrán delante de las casas.

El apóstol me miró casi indignado.

—¿Qué suposición es ésa? —barbotó—. Yo tengo fama de visionario, pero usted me supera. Sepa usted que, con mi proyecto, la ciudad será inmensa y sus calles amplísimas, de modo que los vehículos jamás las llenarán. Piense usted que en cada cuadrícula sólo la mitad se aprovechará para pisos habitables, así que la congestión de que me habla no se producirá nunca.

Y volvió a señalar el enorme espacio que tenía ante sí, como planchado ante las faldas de Montjuïc. Era imposible que aquello se llenase de vehículos, siguiendo su idea de edificar sólo una parte de cada manzana.

Me rogó por fin:

—Por favor, no olvide escribirlo tal como se lo he contado, porque comprendo que no es tan fácil. Y, sobre todo, explíqueselo a su director. Verá cómo queda convencido.

—Ese tal Ildefons Cerda está loco —dijo el señor Rovira i Trias, penetrando como un caballo desbocado en la hasta entonces silenciosa redacción de
El Brusi
—. Oigan bien esto, señores informadores, ciudadanos bienpensantes que aman su ciudad. El señor Ildefons Cerda, cuyo plan viene patrocinado por Madrid en contra de los legítimos deseos de Barcelona, ha dicho nada menos:

Y citó.

«Tal vez no se encontraría un solo hombre urbano que no quisiera ver la locomotora funcionando por el interior de la urbe, por todas las calles, por enfrente de su casa, para tenerla enteramente a su disposición.»

El señor Rovira i Trias añadió:

—Ustedes, señores redactores del
Diario de Barcelona
, conocen Barcelona. E imaginen lo que el señor Cerda ha concebido. Impulsado por la idea de que cada vecino tendrá el vehículo a su disposición, ha imaginado una calle, la de Aragón, nada menos que con cincuenta metros de anchura, para que por allí puedan circular a la vez todos esos vehículos… ¡Cincuenta metros! Y eso no lo decidimos en Barcelona, todo eso nos va a venir impuesto desde Madrid.

Los redactores habíamos dejado de trabajar para escuchar atentamente al patricio. El señor Rovira, junto con el señor Molina, había sido premiado en el concurso convocado por el Ayuntamiento para elegir el mejor proyecto del Ensanche, concurso abierto al público a partir del 27 de octubre de 1859. Pero el premio, al parecer, no servía de nada. Madrid quería imponer el proyecto de Cerda, con el que yo había hablado no mucho antes en la montaña de Montjuïc.

Grandes sectores de la población lo consideraban una injusticia y un atentado contra los sentimientos barceloneses, aunque yo sabía que en el fondo había algo más. Los propietarios del suelo del futuro Ensanche veían perjudicados sus intereses.

¡Edificar sólo un cincuenta por ciento de sus solares y despreciar la otra mitad!…

—Hay que explicar bien todo esto —ordenó el redactor jefe—. Hemos dado cabida a otras opiniones, y por lo tanto también hay que dar cabida a ésta.

Todos los redactores trabajábamos en una mesa muy larga, juntos casi codo con codo. La mesa estaba iluminada por dos lámparas, y normalmente sólo se oía en la redacción, aquel templo de la verdad, el sonido de nuestras toses y el roce de nuestras plumillas, ya que jamás se habían oído nuestras voces pidiendo una paga mejor. Pero esa noche, con la entrada del señor Rovira, los redactores se habían alborotado, y existían serias razones para pensar que aquél era el principio de la descomposición social que amenazaba a la ciudad. Incluso uno de ellos, el señor Pedemonte, quien jamás movía la cabeza (entre otras cosas porque habría podido cornear a alguien), se atrevió a decir:

—Serias razones administrativas han torcido la voluntad de nuestros ediles, señor Rovira, y han violentado la que en otro tiempo fue sagrada voz del pueblo. El Ayuntamiento opina, con razón, que todo el terreno que se extiende más allá de las murallas, y fundamentalmente las zonas que llevan al camino de Gracia y la Riera de Malla, corresponden a Barcelona, y no a la jurisdicción militar. ¿Y quién mejor que el Ayuntamiento de Barcelona para trazar los planes de un Ensanche que ha de ser asombro de forasteros?

—Por eso se ha convocado un concurso de proyectos —exclamó el señor Rovira— en el que modestamente hemos sido premiados el señor Molina y yo.

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