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Authors: Enrique Moriel

Tags: #Ficción histórica

La ciudad sin tiempo (28 page)

BOOK: La ciudad sin tiempo
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El abogado era Marcos Solana.

Con los ojos entrecerrados, éste recordaba la noche en que allí mismo veló el cuerpo de Guillermito Clavé, un cuerpo en el que no parecía quedar ni una gota de sangre. Pero ahora, a pesar del poco tiempo transcurrido, todo le parecía distinto. En el Clínico se estaban haciendo obras, cada vez quedaban menos rincones de piedra sombría y habían desaparecido las viejas fotos de las paredes, las fotos de los médicos muertos.

Fue la joven forense la que murmuró:

—No entiendo lo de las marcas en la piel, que a la fuerza han de tener algún significado. Parecen un ritual. Perdone, pero ¿usted sabía si su hijo llevaba en vida esa especie de tatuajes? ¿O si los había dibujado por algún motivo?

—No son tatuajes —contestó Solana en lugar de su cliente—, y seguro que esas marcas han sido causadas después de la muerte.

La joven forense le miró con una expresión helada.

—He preguntado al padre.

—Perdone —musitó Solana.

—No —dijo el anciano antes de derrumbarse—, mi hijo no tenía en el cuerpo ninguna marca.

Y eso fue lo que recordó Marcos Solana en su despacho, ante las ventanas desde las que se divisaba la parte vieja de la ciudad. Eso fue lo que le hizo preguntar a Marta Vives:

—Marta, ¿tú crees en la eternidad?

—La eternidad puede estar en las bibliotecas —dijo— porque siempre habrá alguien que las consulte y rescate un nombre del olvido. Pero las bibliotecas no serán eternas, y los hombres tampoco. En cambio, quizá la eternidad esté en nuestros genes: los trasladamos de una generación a otra y forman la entraña de nuestra vida. Sí, quizá los genes sean la eternidad: si un día los seres humanos desaparecemos, de nuestros genes saldrá algo nuevo, pero seguirán viviendo.

—Sin memoria del pasado…

—Sin memoria del pasado —contestó Marta.

—Quizá por eso la eternidad la basamos en Dios, que tiene memoria. ¿Tú crees en Dios, Marta?

—Si no hubiera nada más allá, toda la riqueza de la vida me parecería grotesca. Ésa puede ser una razón.

—¿Y en el diablo? ¿Crees en el diablo?

Por el lado del mar, la ciudad se iba oscureciendo. Se aproximaba una tormenta de levante que pronto haría brillar las cercanas torres de la catedral, llenaría de reflejos la Vía Layetana y haría que en las calles estrechas sólo se escuchara el ruido de las gotas.

Marta Vives no se sorprendió ante la pregunta.

Parecía como si llevara pensando en ella mucho tiempo.

—En los libros santos se habla mucho de Dios, pero no se aclara quién es —murmuró—, y aún menos quién es el diablo, el cual aparece citado muy marginalmente y con personalidades distintas. La Biblia no dice que el diablo se rebelara contra Dios: sólo dice que lo tentó. Si se dice que Dios está en todas partes, el diablo también tendría que estarlo, pero no llego a discernir más allá. Lo que sí creo, curiosamente, es que el diablo es más humano que Dios.

Y a continuación musitó:

—¿Por qué lo preguntas?

—Uno de mis clientes ha perdido a su hijo. Lo han asesinado, lo cual sitúa el hecho en quince líneas de los periódicos; en las grandes ciudades hay asesinatos casi cada día. Pero en esta ocasión había unas marcas extrañas sobre el cadáver: todo hacía pensar en un ritual.

—¿Diabólico?…

—Eso es lo que me pregunto, aunque también me pregunto por qué llamamos diabólico a todo lo que es extraño. Quizá es que necesitamos personificar el mal. Si ahora estuviese aquí el padre Olavide se lo preguntaría.

—Él no presume nunca, pero es doctor por varias universidades —elogió Marta.

—Porque ha vivido en muchos lugares. Pero después de lo que he visto hoy, no sé qué pensar: lo que estaba marcado a punzón en el cadáver eran cifras. Se trataba de algo así como una cábala. Me cuesta creer que en este siglo del progreso y el materialismo constantes existan todavía creencias que vienen del fondo del tiempo. O quizá sea lógico, después de todo: cuanto más avanzan la técnica y el materialismo, más nos damos cuenta de que hay algo que hemos dejado atrás sin comprenderlo. De que hemos dejado atrás cosas que no hemos visto, pero que nos marcan. Es decir, que existe el fondo del tiempo.

Captó en los ojos de ella un brillo de inteligencia; Marta se interesaba por aquello, pero no sólo por aquello: también por la arqueología, el urbanismo, la historia, el derecho… Marta Vives —pensó amargamente el abogado— no era como su mujer, que sólo se interesaba por el dinero, el lujo y los programas del Liceo. A su lado, Marcos Solana se daba cuenta de que su existencia había sido absolutamente inútil, de que sólo se basaba en un Debe y un Haber, pero en cambio, junto a Marta, le parecía que la vida volvía a tener sentido.

No sólo por las piernas de Marta. Por sus labios, por el cuerpo flexible y duro que ocultaba bajo los vestidos baratos.

En Marta amaba la curiosidad por la vida, el ansia de comprenderlo todo, aquella especie de plenitud que él sabía ver hasta en un parpadeo de sus ojos.

Pero intentó apartar de él esos pensamientos. Jamás daría motivo para que ella, una simple pasante, creyera que él trataba de abusar de su poder.

32
El verdugo de Barcelona

Como es natural, tuve que dejar El Brusi, donde había adquirido una cierta notoriedad, y me hundí en otro mundo que hasta entonces no había sido el mío. La necesidad me obligaba. Incluso pensé en cambiar de ciudad, marcharme a otro lugar grande y donde nadie me conociese, por ejemplo Madrid, pero Barcelona era mi ciudad y me sentía ligado a ella por la fuerza de mis propios secretos. Aunque mi rostro me delataba, decidí que cambiando por completo de ambiente pasaría desapercibido y nadie me buscaría. Y, por lo tanto, de la calle Fernando, donde había alternado con los burgueses, me fui a vivir a la Brecha de San Pablo, donde alterné con los parias.

En realidad, bastaba con cruzar las Ramblas y hundirse en las calles del Raval, que yo conocía tan bien, ya que la distancia física entre uno y otro mundo resultaba mínima; pero con aquel cambio parecía haberme ido a vivir a otro planeta.

El Ensanche iba creciendo para albergar a todos los barceloneses que hasta entonces habían vivido al pie de las murallas. Si en 1818, después de las «guerras del francés», Barcelona tenía sólo 83.000 habitantes, en 1821, debido a la paz y la riqueza, eran ya 140.000, y 187.000 en 1850. El perímetro amurallado de 1719, tras la ocupación por Felipe V, era de 6.051 metros, y tenía que dar albergue a 860 habitantes por hectárea, es decir, cada persona disponía sólo de 11,44 metros, la cuarta parte de lo necesario para una vida relativamente digna. El índice de mortalidad era superior al de París y hasta al del miserable Londres de la época, y la esperanza de vida de los barceloneses quedaba establecida en treinta y seis años para un rico y veintitrés para un jornalero.

Cuando pienso en esto, aún me parece que no puede ser verdad. Pero yo lo he vivido.

La densidad humana, que alcanzaba los límites de las peores ciudades asiáticas, estaba marcada no sólo por el escaso perímetro de Barcelona, sino por su utilización. Dentro del recinto amurallado había cuarenta conventos, veintisiete iglesias y otros tantos edificios públicos, once hospitales y casas de beneficencia y siete cuarteles. Puesto que no quedaba ya ni un mínimo espacio para edificar más viviendas, la ciudad se las ingenió para seguir construyendo sobre el vacío. Cuando ya se habían ocupado los patios y los jardines de las casas, cuando las habitaciones ya no podían ser más exiguas, se comenzaron a hacer arcos en las calles para edificar encima. Algunas calles barcelonesas se convirtieron en túneles.

Por eso no es extraño que, cambiando sencillamente de barrio, me introdujese en un mundo distinto donde nadie me reconocería. Además, allí no se necesitaba ninguna documentación: cualquier nombre, cualquier apodo, valía.

Mi refugio fue, por el momento, el Bar del Centro.

El Bar del Centro fue, en palabras de un historiador, «el último reducto de la bohemia barcelonesa triste y amarga». Estaba situado, curiosamente, cerca del lugar del que yo huía, pero insisto en que era otro mundo. Un río de pobreza, de misterio, de recelo y de peligro separaba las dos ciudades.

El local estaba en la Rambla del Centro número doce, entre las calles Unión y San Pablo, casi al lado de la portería por la que los artistas llegaban al escenario del Liceo. Quizá por eso, todo el recinto emanaba un aroma rabiosamente literario y despreocupado; imagino que por ese motivo nadie se preocupaba del confort.

Las mesas y sillas de madera estaban cojas; los mármoles y espejos, gloriosamente sucios; las botellas de los anaqueles, cargadas de polvo. Detrás del mostrador había una trastienda de reducidas dimensiones donde estaba la mesa de juego. A la mesa, sobre la que circulaban pequeñas fortunas, la llamaban «la pastera».

Su dueño se llamaba Esteve.

Las mujeres le volvían loco.

A mí no.

Pero llegamos a hacernos amigos.

Yo conocía muy bien el barrio, que en realidad había sido mi reino. Pero desde los tiempos de «la carassa» había cambiado mucho.

No sé si para bien.

Seguía siendo un lugar de hacinamiento donde las normas de Cerda y su Ensanche no se aplicarían jamás. Los bares miserables, las habitaciones como celdas y los prostíbulos baratos abundaban, como en los lejanos tiempos de mi madre. Con los años, hubo alguno que anunció las especialidades que allí se practicaban. Uno se llamaba «La mamada».

Con la industrialización y el proletariado proliferaron los lugares de piojo veterano, colchoneta podrida y ratas de buena familia vacunadas contra las mordeduras de los hombres. No parecía haber esperanza allí, en el lugar al que después de tantos años había vuelto.

Algunas cosas habían cambiado a peor en la época de mi regreso. Por ejemplo estaba la cárcel, que entonces me parecía eterna, pero que vi destruir en 1936 por los revolucionarios barceloneses. Junto a la Brecha de San Pablo, en el Patio de los Cordeleros, se reunía la miseria más acreditada de Europa.

La enorme cárcel parecía taponar las calles. Siempre acababas encontrándote con ella.

Yo había visto muchas ejecuciones públicas, entre ellas la de mi propia madre, pero allí, junto al Patio de los Cordeleros, se vivieron las últimas. El lugar adquirió por ello una fama entre fascinante y siniestra. La gente acudía desde todos los rincones de la ciudad cuando, de tarde en tarde, actuaba el verdugo. Era el centro de la muerte.

Los padres llevaban allí a sus hijos para que aprendieran lo que es la vida, y a más de un niño le vi recibir una bofetada ante el cadalso, para que no olvidara nunca adonde lleva el crimen. Algunas personas sensibles se desmayaban, pero otras sufrían una especie de frenesí erótico y entraban en una forma de éxtasis. Pese a lo temprano de la hora, las casas de mujeres que estaban por allí cerca se llenaban de clientes.

En aquel lugar que luego Barcelona olvidaría, y donde ahora hay una plaza desnuda (cerca de la cual hubo unos baños públicos y un baile barato de donde las chicas ya salían embarazadas de seis meses), se habían desarrollado escenas horribles. Alguien, en los cafetuchos de la zona, hablaba de una ejecución pública y múltiple a causa de un crimen cometido en Vilafranca del Panadés. Varios campesinos, entre ellos una mujer, mataron a un cura para robarle. Los hombres condenados a muerte fueron trasladados a Barcelona, al Patio de los Cordeleros, de donde salieron hacia el cercano patíbulo para morir serenamente. Pero la mujer, una analfabeta aterrorizada y gorda, fue arrastrada materialmente hasta el garrote mientras aullaba: «¡No me matéis! ¡No me matéis!». Y aulló, decían los testigos, hasta el último momento. A veces, de las bocas de los reos —aseguraban los expertos— saltaba sangre. Luego la gente se iba a desayunar, las tabernas se llenaban, la luz oblicua del nuevo día resbalaba por las calles y se metía en los ojos de las mujeres como si fuera uno de sus secretos.

Era un lugar cargado de eternidad, que además coincidía con la línea de las últimas murallas; no hay ni que decir que era un paraje que me repelía y que al mismo tiempo amaba. Más allá de la cárcel estaban las calles proletarias, las casas de pisos con un solo retrete en la escalera, los talleres donde los obreros se ahogaban y los cafés donde se incubaban desde años atrás todas las revoluciones de Barcelona. De vez en cuando, en esas calles penetraba la caballería, los vecinos tiroteaban a la tropa desde los tejados, un par de cañones tronaban en las esquinas y al día siguiente eran retirados los cadáveres de los obreros y unas cuantas mujeres sin edad se vestían de negro.

Pero aquél, como siglos antes, era también lugar de juerga, es decir, de lágrimas secretas ahogadas por una carcajada. Seguían estando allí las barracas de feria, los tenderetes de libros viejos, los cafés danzantes y los pisos donde se alquilaban habitaciones a parejas. En las aceras palpitaba una vida sincera, caliente y viscosa. La actividad sexual más barata de Barcelona también había instalado allí su mundo de sueños y miasmas. La única novedad en relación con los viejos tiempos eran los bares donde los anarquistas soñaban en la revolución y preparaban sus atentados. En uno de esos bares, muy cerca de donde yo vivía, los libertarios coleccionaban bombas. Curiosamente, el bar se llamaba La Tranquilidad.

Yo casi no necesitaba dinero para vivir: apenas comía, aunque de vez en cuando los vagabundos que dormían en la calle me proporcionaban involuntariamente mi indispensable ración de sangre. Sin embargo, sufría otras limitaciones que marcaban mi existencia: no podía vivir en la promiscuidad, no podía resistir de lleno la luz, no admitía la brutalidad de la ignorancia. Por eso, ya que había decidido ocultarme en aquel barrio durante varios años, necesitaba encontrar algo distinto. Y lo encontré el día que conocí a Nicomedes Méndez.

Nicomedes Méndez era el verdugo de Barcelona.

Como todos los verdugos, tenía una fama siniestra. Además, había perfeccionado el garrote vil.

Pero Méndez, como si deseara vivir lejos del ambiente y que no lo conociera nadie, habitaba lejos de allí, en el hermoso barrio de La Salud, entonces formado por huertecitos y casas aisladas cuyos dueños criaban conejos y hablaban, no de sus mujeres, sino del instinto cazador de sus perros. Llegar hasta la Brecha de Sant Pau, donde yo vivía, significaba para el verdugo atravesar toda la ciudad, pero entre sus obligaciones figuraba visitar la cárcel, sobre todo si tenía que echar un vistazo a un condenado a muerte. «Matar es más difícil de lo que parece —decía—. Es un arte.»

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