Yo, Ponte, que durante tantos años fui uno de los amos de la Bolsa, sé que el carácter individualista de los catalanes hará que nunca tengan grandes bancos. Sé también que un hombre no puede mantenerse durante muchos años en los ambientes financieros sin cambiar de aspecto y sin llamar la atención de los que cada día descubren una nueva arruga en su rostro. De modo que tuve que inventarme una dinastía.
Cuando noté que corría peligro, me fui a trabajar a París y luego a Ginebra, donde afirmé tener un hijo.
Por supuesto, me retiraba de los negocios y me despedía de los herederos del prestamista, que ya había muerto. Fui a su entierro en primera fila e hice enviar una corona, el texto de cuya cinta tampoco entendió nadie: «Le devuelvo su dinero».
Estuve viviendo dos años, no en París, adonde los banqueros iban con frecuencia, sino en los bajos fondos de Marsella, que los banqueros no visitaban jamás. Allí conocí varias tretas de lucha, entre ellas el «coup de le Pere Francois», que con el solo movimiento de dos dedos arrancaba los ojos del enemigo.
Y transcurridos esos dos años se presentó en Barcelona mi «hijo», tan parecido a mí que todo el mundo se quedó asombrado. Fingí que me gustaban las mujeres (mi «padre» nunca las había frecuentado) y hasta tuve dos mantenidas: eran dos chicas sencillas a las que di dinero a cambio de su discreción y con las que nunca tuve el menor contacto sexual. Debieron de pensar que eran una excusa para disimular mi afición a los hombres, algo mucho más frecuente de lo que la gente piensa.
Mientras tanto, Barcelona había cambiado tan enormemente que nadie la conocía. No existía la muralla de las Ramblas y se hablaba muy seriamente de derruir la de las rondas de San Antonio y San Pablo. El tirano Fernando VII había muerto sin que ello trajera la paz: como definitivamente ya existían las dos Españas, comenzaron las guerras carlistas.
Pero la ciudad crecía y crecía, y se ahogaba cada vez más dentro de las murallas; los negocios textiles se extendían por las calles acomodadas (Fernando, Ancha, Canuda, Carmen) y en cambio el Raval, donde yo había nacido, se cubría materialmente de viviendas minúsculas donde dormían unas horas los obreros que trabajaban en las fábricas casi contiguas. El Hospital de la Santa Cruz y la iglesia de San Pablo parecían inalterables, pero no quedaba ni rastro del viejo cementerio. Como cientos de años atrás, seguían naciendo teatrillos, barracas de feria y pequeñas casitas donde siempre había gente y donde tantas mujeres lloraban.
No había ni rastro de la casa de mi madre.
Ni de las horcas en el Llano de la Boquería.
Ni de los puestos de vigilancia en la Rambla.
Pero nacían mansiones de gente rica que quería comprar muebles de alta calidad. Por eso, para que me diferenciaran de mi «padre», dejé los negocios de la Bolsa y fingí ser un experto en mobiliario antiguo, algo que además era cierto. Hice negocios, por ejemplo, con instrumentos musicales de gran valor, como una mandolina de 1775 firmada por Vinaccio y un laúd de Matheus Buckberberg fechado en 1613. No desprecié comerciar con azulejos de iglesias lejanas que iban siendo expoliadas por los ladrones —proceso que, al parecer, no terminará nunca— ni con libros históricos, como De Architectura, de Vitrubio.
De ese modo, los que habían conocido a mi «padre» no sospecharon de mí. Y es que hay parecidos asombrosos, decían. Tampoco sospecharon de las desapariciones de varios hampones en los barrios bajos de la ciudad, uno de los cuales fue hallado luego sin una gota de sangre. Pero como eso sucedía muy de tarde en tarde y Barcelona era ya una ciudad violenta, nadie receló.
Tampoco recelaba El Otro.
No lo vi más.
Pero volvería a aparecer, estaba seguro. Los hechos siempre se repiten y el tiempo no existe. Lo dividimos para ordenar un poco nuestras vidas, aunque en realidad el tiempo es plano y no tiene principio ni final.
Tampoco frecuentaba los centros revolucionarios, los que darían lugar a la Primera República, para no levantar comentarios en ninguna parte. Yo, hijo de un banquero, era un comerciante rico y respetable, tanto que algunos viejos patricios me ofrecieron a sus hijas en matrimonio sin que las pobres muchachas pudieran decir ni una palabra. Las familias crecían con los matrimonios de interés y se hundían con los matrimonios por amor, de manera que todo el mundo estaba encantado con la sabiduría de las alcobas. Cada vez que tenía que asistir a una de esas bodas, iba luego a visitar la tumba de Claudia.
Quizá ya no volverían a nacer mujeres como ella, quizá la ciudad las había devorado para siempre.
Pero las mujeres revolucionarias seguían existiendo.
Barcelona bullía. Era cada vez más rica y cada vez más pobre.
Mi calidad de experto en arte me hizo distinguir a primer golpe de vista un Goya auténtico de un Lucas, algo que no me costaba ningún esfuerzo porque yo conocía la historia de cada cuadro. También me llevó al contacto con falsificadores de altura, banqueros «ful» y hasta grandes asesinos internacionales que habían hecho del crimen, como luego diría un libro, una de las bellas artes.
Fue uno de éstos, una atractiva y ambiciosa mujer, para ser más exactos, quien me propuso financiar un crimen que me habría de dar los mejores dividendos de mi vida.
Se trataba de matar a un hombre que había concebido una ciudad nueva.
Se llamaba Cerda.
A Marta Vives le daban miedo las casas viejas, a pesar de ser una arqueóloga; le daban miedo los patios sin luz, las rejas carcomidas, las ventanas que no encajaban y batían con el aire. Le daban miedo sobre todo las camas, en las que siempre había muerto alguien. Marta era de las que pensaban que, de algún modo, los muertos permanecen en las casas.
Estuvo a punto de gritar: lo que se movía al fondo de la casa abandonada parecía un muerto.
Pero se avergonzó de sí misma. Llevaba ya demasiados años viendo tumbas.
Sus firmes piernas dieron un paso de costado, buscando una zona de luz. Relativa luz en aquel mundo que ya no existía. Y pudo ver que la sombra, que de pronto se había movido y ahora avanzaba hacia ella, era la de un hombre vivo. Un hombre alto, delgado, y además vestido con corrección.
No podía tener ningún miedo de él. Era un sacerdote.
Y además conocido.
—Padre Olavide… —susurró.
El hombre que tantas veces estuvo en el despacho de Marcos Solana, su amigo y colaborador, quizá el sacerdote más culto de la ciudad, avanzó hacia ella tendiéndole la mano.
—Tengo la sensación de que la he asustado, Marta —dijo él con una sonrisa.
—Padre Olavide, no entiendo cómo está usted aquí. Es verdad que me ha asustado. Soy una idiota.
—Tampoco yo acabo de entender por qué está usted aquí, Marta.
Y se sentó frente a ella. En el que durante años debió de ser el salón de la casa, escenario de viejas recepciones, aún quedaban unas destartaladas butacas isabelinas, dos lámparas de gas destrozadas y los restos de una mesa de caoba. Pero allí no había gas ni modo alguno de alumbrarse, sólo la luz del exterior, que ya apenas existía, aunque las ventanas del otro lado del patio enviaban una leve claridad. Existía vida al otro lado del patio de la casa muerta.
Por educación, Marta había apagado su linterna; no quería que Olavide tuviera la sensación de estar sometido a un interrogatorio. Y además era mejor así, porque desde las casas del lado opuesto se podría ver el foco de la linterna y levantar sospechas.
Marta susurró:
—Creo que lo mío es un acto ilegal.
—No lo entiendo.
—Reconozco que es vergonzoso para una mujer que trabaja en uno de los mejores bufetes de abogados de la ciudad.
—Si usted quiere, no le pregunto más —dijo Olavide cortésmente.
Sus ropas de sacerdote se hundían en la oscuridad; sólo su rostro muy blanco destacaba en aquella especie de niebla.
—Al contrario, padre Olavide, puede usted preguntar lo que quiera.
—Pues dígame por qué ha venido aquí, si no le molesta.
—No pretendo hacer daño a nadie, y eso me disculpa en cierto modo; sólo intento seguir una investigación de la que mi jefe no sabe nada, y que es algo puramente privado. Ya sabe que yo soy una mujer rara.
—¿En qué sentido?
—He estudiado arqueología, historia, heráldica y otras disciplinas dudosamente útiles. Ya sabe que conozco a todas las antiguas familias de esta ciudad.
—Que cada vez está más mezclada. La antigüedad ya no existe o ya no tiene importancia.
Y el padre Olavide sonrió mientras añadía:
—Yo estudio lo mismo que usted, Marta, así que no puedo criticarla. En el Colegio de Roma he dado clases sobre estirpes que se remontan a los primeros apóstoles, lo cual significa, supongo, que he dicho muchas mentiras. Pero lo que usted sabe, en cambio, es verdad, y a su jefe le resulta muy útil; para un abogado aún existen las viejas familias por la sencilla razón de que existen las viejas herencias.
Marta Vives trató de sonreír.
—Supongo que el jefe me aguanta por eso.
—¿Y qué buscaba usted en esta casa, si es que buscaba algo? Pertenece al municipio, aunque me temo que el municipio no hará nunca lo que el último testador quería.
—Precisamente he entrado aquí sin permiso para buscar indicios sobre el último testador.
—¿Sabe quién era?
—Un sacerdote llamado Masdéu.
—Un sacerdote relativamente rico, como muchos de la época. Por eso pretendía que esto fuera una biblioteca pública.
—¿Sabe usted eso?
—Pues claro, querida amiga. Los libros de propiedades del Ayuntamiento no son secretos. Los protocolos notariales tampoco. Un viejo profesor como yo tiene que saber, al menos, unas cuantas cosas sobre su ciudad.
—Bien… —Marta reconocía que el padre Olavide era de los pocos que le podían dar lecciones—. Una antepasada mía murió sin que se registrara su defunción, pero en cambio he averiguado el lugar donde estuvo enterrada. Digo «estuvo» porque ya no lo está: hace muchos años sacaron sus restos del cementerio de Pueblo Nuevo. Mi antepasada murió en circunstancias muy extrañas… y como si estuviese marcada por el diablo. No sé cómo decirlo.
—Lo ha dicho muy bien, aunque me temo que eso no es todo.
—No, no es todo. Mientras hacía las investigaciones supe algo más extraño todavía: los Masdéu estuvieron pagando su nicho, aunque la época de desorden de la guerra hizo, supongo yo, que dejaran de pagarlo. Eso significó que desaparecieran los restos.
—Ésa era una situación muy frecuente —dijo el padre Olavide clavando sus ojos en Marta—. ¿Y qué más?
—No entiendo por qué durante años hicieron ese gasto. No debían ni conocerse.
—¿Y eso le interesa?
—Sí, porque ya le he dicho que mi antepasada murió en circunstancias extrañas, y como si estuviera marcada por el diablo. Y no sólo ella: en mi familia remota se han dado casos que no podré explicarme jamás.
Y añadió con un hilo de voz:
—Perdone, me parece que estoy haciendo el ridículo al hablarle de esto.
—Nadie hace el ridículo cuando habla de temas que le asustan. Porque supongo que usted, Marta, está asustada.
Ella dijo francamente:
—Sí.
—En ese caso no debe avergonzarse de contar las cosas con toda franqueza. Pero no entiendo por qué ha entrado usted aquí. En primer lugar, ¿cómo lo ha hecho?
—Con una ganzúa.
—Extraño modo de comportarse la pasante de un abogado. Pero no se preocupe: yo he oído en confesión revelaciones mucho más asombrosas. ¿Y dice que busca indicios sobre el último habitante de la casa? ¿Por qué?
Marta se mordió el labio inferior.
—Vuelvo a pensar que todo esto es ridículo. Imaginaba que hallaría algún indicio sobre la muerte de mi antepasada.
—Se nota que es usted historiadora.
—Se nota que tengo muchas dudas. Y miedo.
—Bueno… Una cosa son las dudas y otra es el miedo. No debe tener miedo jamás; lo que es natural, como el diablo, no debería darle miedo.
La muchacha vaciló.
—¿El diablo es algo natural? —preguntó con una voz que no parecía la suya.
—Pues claro que sí: se lo digo yo, que durante años he enseñado Patrología en el Colegio de Roma. El diablo es uno de los elementos naturales de la Biblia, si bien con diversos nombres y con características que mueven a la duda. El demonio es uno de los personajes más confusos de la religión, pero sin duda tiene presencia en ella. Debería usted ver su figura como algo muy habitual.
Marta Vives confesó:
—No acabo de entender la idea.
—Porque tal vez esa idea merezca una explicación más larga. Pero contésteme antes a una pregunta: tengo la sensación de que esta casa la asusta, de que estaba asustada antes de verme aquí, junto a la ventana. ¿Por qué?
—Me dijo un historiador que el cadáver del sacerdote aún no había salido de la casa.
La voz de Marta sonó temblorosa al susurrar esas palabras.
A veces, tenía la sensación de ser todavía una niña con los miedos que llegan desde el pasillo, con los crujidos de las maderas y la luz que entra por los resquicios de las puertas. Todo aquello era ridículo —pensaba—, pero sabía que, de no haber encontrado al padre Olavide allí, se habría puesto a chillar.
Al otro lado del patio nacieron de pronto unas luces más intensas. Las sombras que había más allá de la ventana cobraron vida… Algo tembló en el aire y en las cornisas se organizaron matrimonios de gatos.
El padre Olavide susurró:
—¿Eso significa que murió aquí y nadie lo supo?
—No lo sé. Aquel historiador me dijo que no constaba su entierro en ninguna parte, y que su cuerpo no parece estar en ningún sitio.
—En las grandes ciudades hay muchos hechos que no constan en los registros, o que tal vez no se saben encontrar. También es cierto que muchas personas mueren en sus casas y nadie se entera hasta que, de pronto, en una habitación aparece una momia. Cuando yo era un joven sacerdote, en ocasiones me llamaban para bendecir restos de cuerpos que quizá llevaban años en el infierno. Bueno, reconozco que ésta no es una frase muy piadosa… Pero al tratarse de un sacerdote, el obispado habría hecho algo. O el ayuntamiento, al aceptar el legado y hacerse cargo de la casa. Eso es lo que dice la razón, aunque de todos modos…
Marta notó que alguna palabra había quedado colgada en el aire. Con un leve temblor en los labios preguntó: