La ciudad sin tiempo (7 page)

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Authors: Enrique Moriel

Tags: #Ficción histórica

BOOK: La ciudad sin tiempo
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La ciudad, al extenderse, devoraría aquellos campos que de momento parecían no tener fin. El único relieve cercano, que ocultaba la desembocadura del río Llobregat, era la montaña del viejo cementerio judío, Montjuïc, de cuyas canteras se sacaba la piedra para las iglesias y las casas nobles de Barcelona. Desde allí eran acarreadas por mulas, aunque años antes los porteadores, los «bastaixos», las habían transportado sobre sus espaldas para levantar el templo de Santa María del Mar.

Aquél era mi mundo, y un pequeño monstruo como yo tenía que haberse sentido bien en él. Al fin y al cabo, era el reino del pecado. Pero sabía que algo se había roto para siempre en mí, que ni siquiera sabía en qué rincón exacto estaba enterrada mi madre y que, con su desaparición, se había roto mi vínculo con la vida. De modo que sentí en mis mejillas una lágrima.

Era absurdo.

No recordaba haber llorado jamás.

Tuve que andar de espaldas porque quería seguir viendo lo que había sido mi hogar. Lo último que vi fue que los rayos de la luna daban de lleno sobre «la carassa».

11
La cara

La nueva Rambla del Raval se ha llevado por delante muchas calles, igual que tiempo atrás lo hiciera la Vía Layetana y, más tarde, los bombardeos franquistas, que arrasaron las que estaban delante de la catedral. Pero así como la Vía Layetana se llenó de edificios nobles y hombres con chistera, en la Rambla del Raval nadie parece haber buscado la nobleza. Entre las grietas de las calles penetra al fin un poco de sol y aire limpio, pero sus ocupantes suelen ser magrebíes, indios, filipinos y hombres y mujeres que han cargado a sus espaldas toda la miseria del mundo. Los catalanes que hace años lucharon por la libertad en esas calles ya han desaparecido, y de la libertad tampoco se habla gran cosa.

Una de las calles que, por el momento, ha permanecido más o menos intacta es la de Espalter, junto a la nueva plaza de Salvador Seguí. Antaño esa plaza también estuvo ocupada por un pequeño laberinto de calles y bares sombríos donde había bebidas de garrafón, hombres de ojos vidriosos y mujeres que esperaban a que alguien les pagase una cama.

Marcos Solana, abogado de ricos, era allí ocasionalmente abogado de pobres. Al menos dos veces al mes acudía a la asociación de vecinos para resolver gratis las dudas legales que le planteaban todos los que dormían bajo un techo que se les estaba cayendo a pedazos sobre la cama.

Esa mañana le acompañaba Marta Vives, una joven pasante de su despacho que sólo ansiaba aprender y que por eso le seguía en sus visitas al barrio. Si la frialdad de los libros le había enseñado que el Derecho poco tiene que ver con la humanidad, aquellas calles calientes le enseñaban que la humanidad poco tiene que ver con el Derecho.

Marcos Solana era joven, atractivo e incluso pretendía ser atlético (corría cada año el maratón y llegaba sin saber dónde tenía las piernas). Marta Vives era joven, atractiva y atlética, aunque ella de verdad, porque figuraba en la selección catalana de salto de pértiga. Además, era historiadora, pero la historia no le daba para comer cada día, y por eso utilizaba su segunda carrera, la de abogado, para tratar de ganarse la vida. Su padre siempre le dijo que, en lugar de eso, se dedicara a vender pisos, pero su padre ya estaba muerto.

Fue ella la que dijo:

—Te he pedido que me acompañases hasta aquí al salir del juzgado porque en esta zona va a haber nuevos derribos. Ya sabes que preparo un libro sobre el acoso inmobiliario, y pretendo que tú me orientes en algunas cuestiones. Sobre todo quisiera que me presentaras a algún vecino afectado.

Mientras hablaba pensó avergonzada: «Con muchas pasantes como yo, este hombre se arruina».

Pero todo se le podía perdonar a una mujer joven —según el concepto de los abogados, que aún se llaman jóvenes a los cuarenta años— que tenía una inmensa cultura, unas sólidas piernas y, según se decía, una acreditada inocencia sexual.

La calle Espalter es corta, tiene un dudoso porvenir y la forman edificios viejos que, a su vez, están construidos sobre las ruinas de otros edificios más viejos todavía. No sería extraño que bajo sus cimientos apareciese un cementerio.

—Yo he estudiado muy bien la historia de esta zona —dijo Marta Vives— y sé que los cimientos de los edificios están instalados sobre otros edificios que ya no existen, y hasta diría que sobre una constelación de muertos. Bajo algunas viejas plazas de Barcelona hay cementerios cubiertos por la nueva civilización. No hace mucho se descubrieron calaveras cerca de aquí, junto a la iglesia románica de San Pablo. Los antiguos cementerios parroquiales tienen, sencillamente, una capa de asfalto encima.

Mientras subían por Espalter dejaron a la derecha la plaza de Salvador Seguí, un sindicalista asesinado por los pistoleros de la derecha muchos años antes, según decían en el barrio los pocos que no le habían olvidado. La piqueta lo destruía todo y las nuevas edificaciones arrasaban desde las camas hasta los ataúdes, desde las cocinas hasta los balcones donde un día ondeó una bandera federal, desde los bidés de las prostitutas hasta las camas de las monjas. Estaban aún en tierra de felaciones, pero antes fue tierra de conventos. Marta, durante sus meses sin trabajo, y sin poder soportar la ciudad viva, se consolaba pensando en la ciudad muerta.

No sabía hasta qué punto eso mismo lo había tenido que hacer mucha otra gente.

—Pasa en todas partes —continuó—. Bajo el Borne, que fue mercado principal durante años y años sin que nadie se preocupase de mirar bajo las piedras, han aparecido las casas de la ciudad de 1714, la que fue destruida durante la guerra de Sucesión. Seguro que bajo alguna de las casas que están derribando aparecen ahora las ruinas de otras.

—No sé por qué te interesa especialmente eso —dijo el abogado mirando al vacío.

—Porque me he especializado en arqueología —susurró Marta—. De ese modo, con tantas carreras, tal vez gane en un día lo que gana en dos horas un electricista.

Pero no se sentía dolida al decir eso. Marta Vives sabía que las cosas siempre tienen otra dimensión.

La casa que señaló estaba a medio derribar, o tal vez sólo a medio reformar, porque la estructura se mantenía en parte. Del interior, sin embargo, apenas quedaba nada, excepto pilas de cascotes, pedazos de mosaico y restos de vigas sobre las que en su tiempo descansara la inocencia de una cuna. La muchacha se detuvo y señaló lo que quedaba de una puerta. A través de ella, unos obreros marroquíes sacaban los restos y los cascotes.

—Seguro que han acabado echando a los vecinos —dijo Marta— y los que vengan después de la reforma pagaran diez veces más. Es una historia repetida en este barrio, y por eso quisiera hacer una investigación. Acabaré pidiendo que me den trabajo en una revista de arqueología de ésas que duran sólo dos meses.

—No creo que te haga falta, porque en mi despacho acabarás teniendo un porvenir —dijo Marcos con una sonrisa—. Pero me parece que aquí te interesan menos los vecinos vivos que los cascotes muertos.

—En este caso sí, tal vez sí. Como detrás de esta casa había otra medio enterrada, quizá saquen algo de interés. Me extraña que ningún técnico municipal vigile las excavaciones. Pueden destruir a martillazos parte de nuestra historia.

—Los propietarios de las obras tienen buen cuidado de que no venga ningún técnico municipal. Si se descubre algo valioso, les pararán los trabajos y entonces el negocio se irá al diablo. De todos modos, espero que tú no lo denuncies —añadió Marcos riendo.

—¿Por qué?

—Porque seguramente yo tendría que hacer un recurso contra la paralización de las obras. Y quién sabe si, a lo peor, hubiera encargado que lo redactases tú.

Rieron un momento ante aquel escenario de fachadas carcomidas, ventanas por las que apenas podía asomar una cabeza, cascotes y polvo. Años antes, la plaza de Salvador Seguí había consistido en un dédalo de callejas con bares, chicas de cincuenta años en espera de una oportunidad, portales por donde no pasaba un ataúd y prostíbulos tan baratos que parecían financiados por la asistencia pública. Ahora, en esa misma plaza, algunos críos jugaban al fútbol, los trileros instalaban sus mesas y alguna chica de cincuenta años seguía esperando su oportunidad.

Pero ya no había españolas, viejas madres de familia que morían con el acento de sus tierras y el recuerdo de sus vírgenes comarcales, sino negras mal vestidas que, por lo visto, habían encontrado la libertad en Europa.

—En estas zonas, los restos arqueológicos son el terror de los constructores —insistió Solana— porque el ayuntamiento les puede paralizar las obras. En cualquier caso, aquí no hay restos tan importantes como los del barrio gótico o la muralla romana: lo máximo que se encuentra aquí son viejos cementerios de gente que murió de hambre. Pero ningún concejal hace ya caso de una calavera.

Se detuvieron ante el pedazo de pared derruida por donde eran sacados los cascotes. Piedras sin interés, pedazos de mosaico, fragmentos de viga que habían sostenido los siglos de las casas. De pronto, Solana hizo un gesto de atención.

—Mira.

Entre dos obreros sacaban un fragmento de piedra que era distinto de los otros. Se trataba del dintel casi entero de una vieja puerta sobre el cual estaba esculpida una cara.

Solana tomó del brazo a Marta Vives.

Y volvió a decir:

—Mira.

Era una «carassa», lo cual significaba que en el edificio sepultado bajo la casa actual había existido un prostíbulo de la Edad Media. No era fácil hallar piezas así, y por lo tanto el descubrimiento, por sí solo, ya causaba admiración. Pero Marcos Solana sintió en aquel momento algo que no era admiración precisamente.

Sintió miedo.

Sus ojos se entrecerraron.

Sus dedos temblaron levemente sobre el brazo de la muchacha.

Bisbiseó:

—No puede ser…

Pero era. Solana tenía la memoria suficiente para recordar muy bien el dibujo que había sido hallado en el jardín de la torre de la Bonanova, la torre del difunto Guillermito, cuando una vieja criada se desmayó de horror. Recordaba con claridad los rasgos del dibujo y podía compararlos con «la carassa» que ahora tenía enfrente. Los rasgos eran exactamente los mismos. El dibujo hallado en la parte más rica de la ciudad era una reproducción exacta de la escultura hallada en la parte más pobre.

Preguntó a los obreros que la sacaban:

—¿Dónde la han encontrado?

—Ahí abajo. Debajo de los cimientos de esa casa que derribamos había otra mucho más antigua. Pero casi no quedaba nada más que la puerta.

—¿Y esa cara estaba al descubierto?

—¡Qué va!… Estaba enterrada. ¿No ve la cantidad de escombros que hemos tenido que sacar de encima?

Marcos Solana se estremeció de nuevo. Eso significaba que el que hizo aquel misterioso dibujo y lo dejó en el jardín de la Bonanova no tenía delante «la carassa» para copiarla. Eso significaría ni más ni menos… que la había dibujado de memoria.

Dibujar de memoria una cara que llevaba enterrada hacía siglos…

La muchacha susurró:

—¿Qué te pasa?

—Nada. Es algo que estoy recordando ahora.

—Yo diría que te has asustado…

—Sí.

—Pues el descubrimiento tiene importancia, pero no para asustar a nadie. Significa, sencillamente, que hemos descubierto una casa de putas de antes del descubrimiento de América.

—Y dentro de cinco siglos la gente descubrirá tal vez los restos de las casas de putas que ahora tenemos a nuestra espalda. Pero no es eso lo que pienso.

—Pues ¿qué?

Alguien que debía de ser un encargado de obras les interrumpió:

—Apártense.

—¿Qué van a hacer con esta piedra? —preguntó Solana.

—Tenemos que dejarla aparte para que la vea un técnico del Ayuntamiento. Cuidado, apártense, que pesa.

Los dos lo hicieron. Al menos, pensó Solana, en aquella obra eran cuidadosos con los restos. Volvió a tomar del brazo a su pasante y ambos se alejaron unos pasos de allí, aunque el abogado seguía con una mueca que le desfiguraba la cara.

En cambio, ella no parecía afectada en absoluto. Parecía preocuparle mucho más el aspecto artístico de lo que acababan de hallar que el misterio que tanto preocupaba a Marcos Solana.

—Supongo que «la carassa» será conservada en algún museo —dijo—. Lo merece.

—Más de lo que imaginas. ¿Te has dado cuenta de que representa el rostro de una persona joven?

—Yo más bien pienso que representa a una persona sin edad. Y pienso también en los siglos que han pasado y los misterios que habrá detrás de esa cara —opinó Marta.

—Uno de ellos me parece el más importante: alguien que no la había visto la dibujó de memoria.

Dio la sensación de que Marta Vives no le acababa de entender. Pasaron sobre los cascotes en dirección a la Rambla del Raval, donde siglos antes estuvo la corte de los milagros de la ciudad vieja y donde ahora la ciudad nueva seguía fabricando un milagro cada día. Gentes que cinco años antes no habían oído hablar de Barcelona estaban fabricando una Barcelona que dentro de cinco años nadie reconocería.

Sonaron unas campanadas lejanas. Solana pensó:

«La iglesia del Pino».

Seguro que el que esculpió «la carassa» había oído sonar, siglos atrás, aquellas mismas campanas.

Quizá deseando ignorar la angustia secreta de Solana, Marta susurró:

—Ayer archivé los últimos papeles de la herencia de Guillermito Clavé. Su viuda será muy rica.

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