La ciudad sin tiempo (4 page)

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Authors: Enrique Moriel

Tags: #Ficción histórica

BOOK: La ciudad sin tiempo
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—Cierto.

El abogado Marcos Solana siguió:

—Podría resumirlo todo diciendo que lo que no está en el universo no está en el hombre. El universo aún no lo dominamos, por supuesto, pero estamos siguiendo algunos caminos para hacerlo.

—También es cierto.

—Sin embargo, hay dos cosas que el hombre no ha encontrado nunca en el universo, y por lo tanto no tiene sobre ellas experiencia directa. Una de ellas es el alma. Nadie ha visto jamás un alma, nadie la ha pesado o medido, y sin embargo creemos en ella de una forma muy general. Otra es la inmortalidad. No hemos visto jamás nada eterno, pero hemos trasladado la eternidad incluso a fórmulas matemáticas.

—Todo eso es religión —murmuró el padre Olavide—. Dele el nombre que quiera, pero es religión: sin alma no hay eternidad. Yo no tengo derecho a poner en duda ni lo uno ni lo otro, aunque supongo que usted se refiere a algo distinto.

—Así es. Me refiero a que el hombre puede crear conceptos sobre cosas que nunca ha visto o sentido: por ejemplo, puede crear el número cero, que es una abstracción total. Y puede crear el concepto de infinito, que también lo es. ¿Qué vínculo tiene esto con las religiones? Ninguno. Por eso he pensado muchas veces que si el hombre concibe la eternidad es porque de un modo u otro la eternidad existe.

La viuda se puso entonces en pie. Seguía siendo una radiografía, pero ahora, con el movimiento, tenía al menos tres dimensiones. Miró a los dos hombres y cerró los ojos.

—Mi marido creía exactamente eso —dijo—, y muchas veces me hablaba de la eternidad. Quería estar ligado a ella de alguna forma, al margen de sus sentimientos religiosos, que quizá en el fondo no tenía. Pero sin embargo, hay en los detalles de su entierro algo que les sorprenderá, amigos míos, y que figura en su testamento. Cuando lo abran, lo leerán. De todos modos, es ahora cuando voy a decírselo. Quiere ser enterrado junto a una extraña piedra negra que le compró hace muchos años a una especie de buhonero que dijo haberla sacado de un antiguo cementerio que…

Y se interrumpió antes de seguir hablando.

Porque en aquel momento un grito ululante, que no parecía proceder de una garganta humana, llegó desde el fondo de la casa.

6
La sangre de los mercados

Un clérigo muy piadoso, que visitaba a mi madre de vez en cuando y la bendecía después de fornicar, me tomó cariño y me hizo participar en las rogativas por la lluvia, ya que los huertos no se podían regar. Aunque existían grandes proyectos, me explicaba aquel hombre mientras se vestía: por ejemplo, un plan municipal de 1401 proyectaba traer agua desde el Llobregat, que era un río cristiano y constante, mientras que el Besos, al otro lado de Barcelona, era caprichoso e indigno de confianza. Pero sólo la misericordia del Señor podía salvarnos, porque ambos ríos estaban muy lejos y además recibían aportaciones indecorosas, como, por ejemplo —decía el clérigo—, la orina humana. Y además —añadía— en esos sitios es imposible que sea orina de santo.

Nosotros mismos vivíamos en la más absoluta fetidez. La gente orinaba en cualquier sitio y las defecaciones mayores se hacían en la casa, en un corral contiguo donde había algunas bestias. No era raro que cinco o seis personas lo hicieran conjuntamente, unas al lado de otras. El excremento se mezclaba con la paja y a veces era motivo de riqueza, porque los labradores de los campos contiguos lo compraban para abono. Según la abundancia y calidad, subían y bajaban los precios.

De todos modos, la casa en que vivía era, según aprendí más tarde y con gran sorpresa, una casa docta. No sólo venían a fornicar los clérigos, que a veces hablaban largo rato con las pupilas y les daban consejos sobre la vida eterna, sino que en algunas ocasiones los representantes de los gremios se reunían en una de las habitaciones para discutir de los asuntos del trabajo, y las mujeres como mi madre se enteraban de muchas cosas. Siempre supuse que los representantes de los gremios se reunían allí porque eran tan pesados que sus esposas los habían echado de casa.

Así aprendí, por ejemplo, que los habitantes de Barcelona eran mucho más libres que los labriegos de las cercanías, porque no estaban sometidos a la obediencia feudal. Pero en cambio comían peor, y si querían ejercer un oficio debían someterse a las normas de los gremios. Estos eran implacables, y además nunca se ponían de acuerdo. ¡Cuántas veces he oído sus discusiones a la luz de un candil mientras mi madre contaba las monedas que tenía ahorradas para instalar mi cara en el dintel de la entrada! ¡Cuántas veces me he dormido durante horas sobre el camastro mientras ellos no cesaban de discutir…!

Era un cambalache. Cada uno de los gremios quería tener el derecho a fabricar determinadas piezas sin que pudiesen fabricarlas los demás: por ejemplo, los carpinteros querían intervenir en la fabricación de espejos, basándose en que cada espejo digno de ese nombre llevaba un marco de madera. Pero los vidrieros decían:

—¿Ah, sí? ¿Es más importante el marco que el cristal?

Y los fabricantes de tintes y pinturas:

—¿Y para qué serviría un cristal si no lo convirtiera en espejo el mercurio?

De tanto oírlos, llegué a entender muy bien que aquellos hombres defendieran con ahínco su oficio, pues habían llegado a él tras grandes sufrimientos. Superados largos años de aprendizaje, se les sometía a un riguroso examen, y aún después, cuando ya eran maestros, sufrían frecuentes inspecciones oficiales y se les obligaba a repetir las piezas mal hechas, por complicadas que fuesen. Creo que si alguien llega a escribir la historia del trabajo en mi ciudad llegará a la conclusión de que la época más dura y honrada fue la de los gremios, pese a que luego he conocido otras que no sé si en cierto modo fueron peores. Mi madre, en cambio, decía riendo que aunque ella hiciera el trabajo mal no la obligaban a repetirlo, lo mismo que le pasaba al verdugo.

No sabía ella con qué amargura recordaría luego estas palabras.

Mi madre —quizá porque ya había perdido a dos hijos— me amaba con locura, de un modo irracional, visceral, con un amor que no estaba hecho de los sentimientos de su corazón, sino de la sangre de sus venas. Y yo pronto me di cuenta de que no merecía ese amor.

Era sumiso y callado, es cierto, pero presentaba dos gravísimos problemas:

El primero era que yo tenía cara de viejo. A los cinco años ya se me habían formado unas facciones de veinte que, eso sí, fueron ya inalterables. Así que exhibía una cara de persona mayor, lo cual, en opinión de las otras putas, las matronas y los clérigos, era indicio de evidente brujería. Y por eso mi madre empezó a tener fama de bruja. Y por eso «la carassa» que llegó a haber sobre la puerta no era la cara de un niño, sino la de un hombre, un hombre con una sonrisa sardónica. El escultor que la trabajó debió de ver algo en mí y así me hizo, aunque mi madre se opusiera. El escultor dijo: «Hay cosas que yo veo y que usted no verá jamás».

Tal vez el artista que trabajó mi cara vio lo que no veía nadie, vio el segundo gravísimo problema.

Creo que jamás lo desveló nadie. Pero tal vez me equivoco.

El caso era que yo, un chiquillo insignificante, mamé de mi madre hasta los cinco años, hasta hacerle sangre en los pechos; cuando a ella se le retiró la leche, hizo que me amamantasen otras. Pero lo que no sabía era que por las noches, mientras los clientes la maltrataban, me deslizaba por las murallas, antes de que cerraran las puertas, y pasaba horas en el interior de la ciudad, hasta que amanecía y las abrían de nuevo. Durante ese tiempo llegaba casi a rastras hasta los pestilentes mercados, donde eran sacrificadas las reses. Allí la suciedad era impresionante. Peor resultaba aún, sin embargo, en los mercadillos del exterior de las murallas, donde todo era más barato pero no existía el menor control higiénico, y donde las reses enfermas —las que normalmente no eran admitidas en el interior de la ciudad— eran sacrificadas sin vigilancia alguna. La sangre, las pieles, los despojos y las basuras se amontonaban en cualquier rincón junto con los restos de la degollina. Una vez allí, y a causa de mi pequeño tamaño, me era fácil deslizarme entre los tenderetes y beber algo de la sangre de los animales sacrificados, que goteaba hasta el suelo. Nunca me sorprendieron, y aun en el caso de que lo hubieran hecho es posible que no me hubiese ocurrido nada. Eran bastantes los que bebían sangre recién vertida por consejo de los físicos, los cuales creían curar así desde la tuberculosis hasta la esterilidad, desde las fiebres hasta la impotencia.

Cuando mi memoria repasa aquellos años, pienso que la vida era insoportable, y si logré superarlo todo fue gracias a los horarios de mi madre, que siempre intentaba estar conmigo, y a su cariño. Digo lo de los horarios porque no existían: ella siempre estaba a disposición del dueño de la casa, y muchas veces no podía controlarme. Eso le impedía darse cuenta de que yo siempre intentaba salir después de ponerse el sol. Estar a su lado durante las horas claras del día lo interpretaba como una muestra de cariño, y ahora pienso que en realidad lo era.

Aunque el cariño de verdad me lo tenía ella, y eso hizo mi existencia soportable. Pero de pronto todo cambió. Fue a los siete años cuando cometí mi primer error, un error que transformó mi vida, porque empezó con sangre y terminó con sangre.

7
Un grito en el silencio

Sentado en una butaca de su elegante despacho, Marcos Solana recordó el alarido oído la noche anterior en casa del difunto. Entre un silencio barcelonés que los ricos pagan a peso de oro y la quietud de las palmeras, el grito parecía haber atravesado todos los muros. Cuando él y el padre Olavide alcanzaron la planta baja, una de las criadas más antiguas había caído al suelo y estaba al borde de perder el sentido. Pero no había sufrido ninguna agresión. Simplemente había visto algo que no encajaba en su cerebro de mujer sencilla cuya familia, por la gracia de Dios, ya llevaba tres generaciones sirviendo.

La vieja criada había visto llegar desde el fondo del jardín, a través de la oscuridad, al médico que atendió a su padre muchos años antes, cuando éste murió. El padre había sido mayordomo de la finca, y por aquel entonces la criada era una niña que dormía en el sótano, aunque tenía el privilegio de corretear por el jardín y colgarse del cuello de los enormes perros de guardia.

Y ahora recordaba con nitidez aquel rostro, el del hombre que había visto atender a su padre. Pero desde entonces habían transcurrido más de cuarenta años, de modo que era imposible que el médico tuviese la misma cara. Y además, ella sabía que ya estaba muerto.

Una vez recuperada, le habían hecho describir la cara de aquel extraño visitante de la noche. A esas alturas, Marcos Solana estaba ya seguro de que era el mismo médico que había visto en la vieja fotografía del Hospital Clínico.

Pero los hechos incomprensibles no habían terminado aquí.

Al día siguiente, habían encontrado en el jardín una lámina con un dibujo que la tarde anterior, sin duda, no estaba allí. Se trataba de un papel pequeño y especial, marca Guarro, poco granulado, en el cual había un apunte. Quien hizo ese apunte tuvo que realizarlo en la oscuridad, lo cual dejaba claro que era alguien que veía bien por la noche.

El abogado recordaba el boceto perfectamente. Se trataba del rostro de un hombre, pero no de un hombre actual, sino más bien la reproducción de una estatua. ¿Podía ser un rostro romano? ¿O medieval? En cualquier caso había en él algo de pétreo, antiguo y, por supuesto, muerto. Y, sin embargo, nada había tan vivo como el rostro de aquel hombre.

Reía. Estaba desmelenado, parecía de corta edad y sus ojillos rapaces, llenos de vigor, miraban con insistencia. Se trataba, evidentemente, de alguien satisfecho: satisfecho siglos atrás, se estaba diciendo el abogado. Y lo curioso era que él, aficionado a los museos, experto en arte y conocedor de casi todas las estatuas que hoy pueden verse en el país, no recordaba absolutamente nada que tuviese relación con esa cara.

Sin duda, el misterioso dibujante había trazado sus rasgos por la noche y de memoria, pero según un modelo que existía o había existido alguna vez.

Y ahí terminaba todo.

O mejor dicho, no terminaba nada.

8
Una horca en la rambla

La historia que empezó con sangre arranca con la historia de una niña.

Yo acababa de cumplir los siete años. No conocía mi edad, pero mi madre la había calculado contando las lunas, sin saber que el experto en lunas era yo. Tampoco sabía mi madre que me sentía atraído por la sangre y por la oscuridad: junto a ella sólo comía el pan y las verduras que nos daban en la casa, pero eso no me daba fuerzas ni ganas de vivir. La verdadera vida la encontraba por las noches, entre la sangre que goteaba de las reses.

Hasta que hice algo distinto: ataqué a un ser humano. La niña era una mendiga de las murallas, seguramente hija de una esclava como yo, y dormía cerca de las Atarazanas cuando me abalancé sobre ella; creo que no llegó ni a verme porque le tapé los ojos mientras le mordía el cuello. No quise matarla, juro que no quise matarla pese a lo fácil que me habría sido dejarla sin sangre. Pero ocurrieron dos cosas.

La primera fue que alguien de las cercanías acudió al oír un gemido. En aquella época los barceloneses dormían con un ojo abierto, siempre alerta, y se ayudaban a la menor señal de peligro, pese a que pocos extraños lograban entrar en el laberinto de sus callejas. La primitiva ciudad romana —dos calles principales que se encontraban en forma de cruz— había sido sustituida por un verdadero rompecabezas que pocos forasteros lograban dominar y que daba seguridad a sus habitantes. De modo que no era extraño que alguien me sorprendiese.

La segunda se debió sencillamente a mi imbecilidad. Aunque el sitio me parecía lo bastante oscuro, realicé el ataque bajo uno de los balcones que se alquilaban para ver los espectáculos y donde siempre había alguien en las noches de calor. Esos balcones tenían tal demanda que mucha gente pedía permiso para ampliarlos, porque la ciudad era cada vez más rica y la afición a las diversiones crecía, pero el Consejo de Ciento, que deseaba una Barcelona discreta y tranquila, se negaba a que pudieran hacerse más grandes. Así que me vieron y dos hombres comenzaron a perseguirme. Conseguí huir por la Puertaferrisa, aprovechando que salía un viático, pero los tipos siguieron detrás de mí.

La imbecilidad consistió en dirigirme al Raval, más allá de la muralla, y correr al lupanar donde estaba mi cara esculpida sobre un muro y donde trabajaba mi madre. Tampoco me daba cuenta de que mis manos se habían empapado con la sangre de la niña e iba dejando un reguero de gotas, fácil de seguir para unas gentes acostumbradas a la oscuridad. El caso fue que me encontraron refugiado en brazos de mi madre.

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