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Authors: Enrique Moriel

Tags: #Ficción histórica

La ciudad sin tiempo (13 page)

BOOK: La ciudad sin tiempo
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—¿Y…?

—El médico que aparece en la foto es identificable. Se llamaba doctor Serra, especializado en Cardiología. Se presentó a unas oposiciones libres y resultó que el tío lo sabía todo. Hay siempre un modo lógico de ejercer la medicina, que es aplicar a la vez lo antiguo y lo nuevo, y parece que en esto nadie le superaba. Nadie. En las oposiciones obtuvo el número uno. Un médico de los que formaban el tribunal confesó que nunca había visto un caso así. El tal doctor Serra le describió una trepanación como hacían los cirujanos de las galeras en el siglo XV. Lo asombroso no fueron los detalles y la descripción del instrumental, sino que no se tenía noticia de ningún libro que lo explicase. En el tribunal llegaron a la conclusión de que aquel tipo lo había vivido, pero esa conclusión era tan absurda que al final se pusieron a reír.

Solana contempló con admiración al comisario.

—Ha hecho muchas averiguaciones en pocas horas —elogió.

—Digamos que el caso me ha apasionado porque nunca me había encontrado en una situación así.

—¿Y qué saben del doctor Serra en los archivos del Clínico?

—El doctor Serra acababa de estrenarse, como quien dice, cuando se produjeron las huelgas obreras de 1917, que en Barcelona causaron muchos heridos. El servicio de Urgencias trabajó a tope, y aquel médico novato lo hizo tan bien que mereció incluso una felicitación municipal.

—Por consiguiente sería ascendido…

—Iban a hacerlo cuando el doctor Serra decidió de repente que quería ejercer la medicina privada en Madrid. Se ve que su fama había llegado lejos, incluso aparecen varias menciones en los periódicos de la capital. Parece ser que muchos clientes de dinero querían tenerlo allí. Que el doctor Serra se dejase tentar me parece razonable, porque un médico de fama en la Villa y Corte podía ganar muchísimo dinero. E incluso entrar en el Palacio Real.

—Supongo, comisario —dijo Solana con admiración— que ya se ha puesto en contacto con el Colegio de Médicos de Madrid.

—Con mis compañeros policías de Madrid, que es distinto, aunque ellos han averiguado varias cosas bastante sencillas. Por ejemplo, que nuestro admirado doctor Serra nunca se colegió en la capital. Estuvo un par de semanas alojado en un hotel de lujo de Madrid, según él mismo notificó al Colegio de Médicos, pero sólo eso. Y de pronto desapareció. Así de sencillo. Desapareció. Mis colegas de Madrid y yo nos hemos dado cuenta enseguida de que es inútil buscar pistas, sencillamente porque no las hay.

El abogado Marcos Solana sentía frío hasta en las yemas de los dedos.

Estaba ante un hombre que no nacía ni moría, aunque en realidad nacía y moría cien veces.

No reconoció ni su propia voz al preguntar:

—¿Registro Civil?…

—En este caso, ni eso. No consta el lugar donde había nacido el doctor Serra, así que no sabemos dónde buscar. Pero veo que usted tiene ojos de alucinado, abogado, y yo quisiera tranquilizarle.

—¿Sí? ¿Cómo?

—Diciéndole que la desaparición es una de las circunstancias de la vida humana que se da con más frecuencia. Ya no le hablo de las guerras, donde una persona se esfuma en el aire y hay que esperar largos años para empezar a tramitar la presunción de muerte. No, no hace falta recurrir a eso. Cada día hay viejos que se pierden y de los que ya no se vuelve a saber, chavales que se van porque quieren estrenar una vida y lo más probable es que estrenen una tumba sin que nadie lo sepa. Chicas engañadas o raptadas que a lo peor yacen bajo el árbol junto al que iban a jugar con sus padres. Nunca más se vuelve a saber de esos ancianos, de esos chicos aventureros, de esas nenas en flor. Si lo sabré yo, que he de cerrar casos continuamente… No le extrañe, amigo mío, que a lo largo de tantos años hayan desaparecido un banquero y un médico.

—Pero no los dos con la misma cara y sin dejar ninguna presencia en el Registro Civil.

El comisario hizo un gesto de comprensión que al mismo tiempo era lo más parecido del mundo a un gesto de impotencia.

—Abogado… —preguntó en voz baja—, ¿cree usted en el diablo?

18
La cama de hierro

Me parece haber dicho que hubo dos circunstancias que lo cambiaron todo entre la calma y el olvido de Nuestra Señora del Coll: mi visita al Tribunal de la Inquisición y el conocimiento de una niña que quería morir.

No sé decir cuál de las dos fue más importante, pero empezaré por la visita a la Inquisición porque fue lo que sucedió antes. La visita me la exigió el párroco, dado que necesitaba completar sus archivos y yo era el único que sabía leer, y además conocía todos los hechos históricos que me plantearan. De modo que me dio una carta de recomendación, un pedazo de pan, unos gramos de tocino y me despachó con estas palabras:

—Tú comes poco, así que no te vas a morir de hambre. En cuanto a agua, por el camino encontrarás toda la que quieras.

En efecto, la llanura barcelonesa estaba surcada de regueros y torrentes que bajaban de la montaña, y muchas veces se construían casas y calles sobre los cursos de agua. Más tarde, en la lejanía de un tiempo que aún estaba perdido en las brumas, yo asistiría, por ejemplo, a la construcción de la Rambla de Cataluña sobre la riera de Malla. Pero entonces era algo que no podía ni imaginar.

Era un riesgo introducirme de nuevo en la Barcelona amurallada con un rostro que no había cambiado en absoluto, mas necesitaba obedecer para no ganarme la desconfianza del párroco. Y no me quedó más remedio que andar por un larguísimo camino hacia la calle de los Condes, donde estaba el Tribunal de la Inquisición. O mejor dicho, aún no estaba oficialmente allí. Una de las sedes más siniestras que se han dado en la Historia no tuvo como centro las dependencias del Palacio Real hasta el siglo siguiente, pero entonces se hacían ya allí muchos interrogatorios. Los locales estaban junto al salón del Tinell y destacaban en ellos unos arcos semicirculares que con los años fueron de los pocos elementos arquitectónicos que se conservaron. Toda la parte del palacio asignada a la Inquisición era lóbrega y siniestra, y tenía entrada directa por la calle de los Condes mediante una puerta que luego, con los años, vi sustituir por una sólida reja. Lo que no ha cambiado es el escudo que está sobre esa puerta y que ahora distingue el Museo Mares. Con el transcurrir de los siglos he vuelto allí para disfrutar de las obras de arte, y al observar las caras de los otros visitantes veo que no saben que entre las mismas piedras se escucharon acusaciones atroces, gritos de dolor y condenas a la hoguera. Me maravilla encontrarme en el museo con damas de la buena sociedad que necesitan una ración de cultura para sus tertulias y con viejecitas que hablan entre susurros, como si no se atrevieran a perturbar la paz secreta de los muertos.

Bien, pues por aquel entonces el Santo Oficio aún no tenía la sede oficial en aquel lugar, pero funcionaba. Me introduje en la ciudad por la Puerta del Ángel, donde antes tenía lugar el mercado de esclavos, y vi el de la plaza del Pino, que estaba tan vivo como antes de que yo abandonase Barcelona y en cuyas cercanías había bebido la sangre de las reses. Me di cuenta de que ahora estaba en una ciudad más rica, con más comercios y con los talleres de los gremios mucho mejor instalados, aunque se seguía trabajando en la calle. Había gentes mejor vestidas, pero el aire seguía siendo espeso y maloliente porque las calles eran tan estrechas como antes, y encima había aumentado la población. Barcelona se ahogaba, y empezaba a hablarse de construir pisos por encima de las calles, de forma que éstas se convirtieran en una especie de túnel. Al mismo tiempo se iban alzando nuevas edificaciones por la parte del Riego Condal, de modo que dudo que alguien supiera la cantidad de habitantes que entonces tenía Barcelona. Más allá de las murallas, en el Raval, donde yo había vivido, ya se amontonaba una verdadera multitud.

Pero el miedo que yo tenía era a que me reconociesen, por lo cual llevaba un sombrero que me tapaba en parte la cara, vana precaución, porque cada uno iba a lo suyo y, como seguiría sucediendo siglos más tarde, nadie se fijaba en nadie.

Una vez en el Tribunal, me presenté ante el secretario, que no mostró el menor interés por mí a pesar de que yo le hablaba en correcto latín. Me dijo que me esperara y fui recluido en una sala donde había dos largos bancos de piedra y más de diez personas en mi misma situación. Por el momento no supe qué hacían allí, pero pronto me di cuenta, con temor, de que estaban todos citados para sufrir un primer interrogatorio. Ante la Inquisición se presentaban muchos casos dudosos, generalmente por denuncias, y no era extraño que hubiese un interrogatorio preliminar sin la presencia de los verdugos y los expertos en tortura. Todo tenía un cierto aire civilizado, incluso culto, porque enseguida me percaté de que los reunidos allí eran gentes de una cierta enjundia. La Inquisición nunca interrogaba a los simples, a los que se limitaban a repetir la palabra de Dios, sino a los que juzgaban esa palabra. En mi país, ésa ha sido siempre una constante, sin que nada la haya hecho variar: todo aquel que piensa es sospechoso. Lo mejor es decir a todo que sí y aclamar al que manda.

Uno de los que se encontraban a la espera, por ejemplo, era cirujano, pero había estado años en las galeras del Rey como sospechoso de pirata sarraceno. Relataba con voz triste y monótona la suerte de los remeros, que estaban encadenados a los bancos y tenían que hacer sus necesidades en ellos, de manera que el fondo de cada buque destilaba podredumbre y era reconocido por el olor a millas de distancia. No había nada más sucio en el mundo, decía aquel hombre, que una galera, ni nada más dado a infecciones, por pequeñas que fuesen las heridas. En éstas llegaban a nacer gusanos, pero lo asombroso, decía el cirujano, era que las heridas con gusanos se curaban más que las otras, porque éstos se comían la parte podrida y dejaban la parte sana. Yo me sentía mareado sólo oyendo sus palabras. Y además, cuando había un incendio, los remeros no eran liberados, sino que morían abrasados vivos. Otras veces, si caían prisioneros, se les eliminaba de una forma rápida e higiénica: atados en masa en la playa, de modo que no pudieran nadar, eran arrastrados mar adentro por la galera vencedora hasta que se ahogaban en el fondo de las aguas.

Las personas que han recorrido el mundo necesitan ser escuchadas, y aquel antiguo cirujano no hacía más que hablar. Pero lo más horrible para mí fue cuando empezó a narrar operaciones en el cráneo. Decía que en la trepanación estaba la cirugía más ejemplar, pues ya los antiguos egipcios la practicaban, y que él sabía dónde horadar exactamente sin necesidad de alzar toda la tapa de los sesos. Con un solo golpe o un agujero, en los casos más rebeldes, descubría dónde estaban los humores maléficos, arrancaba o limpiaba una pequeña parte de los sesos y luego la volvía a tapar. El único inconveniente —reconocía— era que a veces los operados olvidaban su nombre, no conocían a sus compañeros o, sencillamente, se volvían locos. Yo no tenía idea entonces de que cada parte del cerebro regula una facultad distinta, mas aquel hombre las recitaba con una precisión absoluta, como yo mucho más tarde descubriría oyendo a otros médicos. Puedo jurar que desde entonces han mejorado los instrumentos y los métodos, pero que todas las ideas madre están ya en la medicina antigua, aunque los libros se han perdido y han muerto las voces de los que sabían explicarla.

Sin embargo, la brutalidad de aquellos relatos, las grandes carnicerías, las agonías interminables que fluían de la boca de aquel médico me producían a la vez náusea y horror. Él no sabía por qué iban a interrogarle, aunque parece ser que había hecho unas cuantas curaciones milagrosas y, por lo tanto, empezaba a tener fama de brujo. Mal asunto si ante la Inquisición demostrabas saber más de lo que sabía ella.

Otro de los citados era alquimista. Hoy se le llamaría químico con toda la amplitud de la palabra. Conocía las propiedades de la materia, sobre todo la orgánica, la que estaba relacionada con el carbono, de un modo que yo no podía ni imaginar. Tomé conciencia de que con aquellos hombres aprendía en pocas horas más que en toda mi vida, aunque yo no era consciente de lo que mi vida había durado.

Todo terminó de pronto.

En la sala entró un hombre vestido severamente y nos miró uno a uno con unos ojos helados y profundos que cortaban hasta los pensamientos. Naturalmente me miró a mí también, y me di cuenta de que me había reconocido al instante.

A la fuerza tenía que ser así.

El hombre que acababa de entrar era El Otro.

Ahora estaba en sus manos.

Supe en aquel instante que allí, en el palacio de la Inquisición, mi vida iba a terminar.

Habría podido decirse que El Otro iba vestido como un sacerdote, aunque no llevaba sotana. Aquella apariencia se la daban las ropas negras y cerradas hasta el cuello, el aire severo y su mirada glacial, que parecía la imagen de un Dios vengador. Iba peinado con el pelo muy corto, sin tonsura, y su rostro no había variado desde la primera vez que le vi. Al igual que yo mismo, El Otro tampoco parecía tener edad.

Se me quedó mirando un largo rato, como sorprendiéndose de que yo hubiera tenido la osadía de llegar hasta allí. Luego sonrió torcidamente, dándose cuenta de que me tenía en su poder. Y ante mi mirada interrogante susurró:

—Yo trabajo aquí.

Era lógico. ¿Dónde, sino en la Inquisición, iba a trabajar un individuo como él, cuya vocación era la muerte? Comprendí enseguida que me haría arrestar, me sometería al tormento en una de las salas interiores y reservaría lo que quedara de mi cuerpo para la hoguera del primer auto de fe.

Por primera vez en muchos años sentí miedo. Recordé que aquel tipo era el que había ahorcado a mi madre.

Pero en lugar de eso murmuró:

—Ven conmigo.

En algunas estancias el palacio de la Inquisición era incluso elegante, sobre todo el despacho al que fui conducido. Tenía muebles de sólida madera, sillones frailunos y, para evitar la desnudez de la piedra, unos tapices que a mí me parecieron de Flandes. Naturalmente, sobre la mesa había un gran crucifijo de marfil, que ya no me impresionaba —antes las cruces me daban miedo— porque estaba harto de verlos en las tumbas.

Se sentó al otro lado de la mesa y dijo con una calma gélida:

—Soy uno de los secretarios de la Inquisición, el más importante. No pronuncio condenas, pero soy el que decide en los interrogatorios hasta dónde llega la fe de las personas sospechosas.

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