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Authors: Andreu Martín y Jaume Ribera

La clave de las llaves (28 page)

BOOK: La clave de las llaves
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—¿Soriano? —dije—. Soy Esquius. ¡No haga tonterías, Soriano! ¡Se está equivocando! ¡El hombre de los cigarrillos es inocente!

—No joda, Esquius. Se lo come la envidia.

—No se me come nada, Soriano. Sólo quiero saber qué coño está buscando.

—Busco justicia. Mire, huelebraguetas de mierda, yo ya sé de sobra que alguien contrató a la putilla la noche en que la mataron, pero eso no significa que la matara el cliente. Está completamente equivocado si se cree que fue Felip Monmeló —¿Se le escapó?— quien la mató. El hombre que contrató a Mary Borromeo, sea quien sea, alejó a la chica de su casa —imaginé que se refería a la residencia de Monmeló en Sant Cugat— y la abandonó en plena carretera, cerca de la Colonia Sant Ponç. La chica, entonces, caminó hacia las casas de la colonia, hacia la civilización, a lo mejor pensando que por allí llegaría a la autopista, o que encontraría un taxi. Y allí se encontró con el asesino.

—¿Pero usted ha hablado con el que contrató a la puta?

—No hace falta, Esquius, no hace falta. A mí no me gusta comprometer a gente inocente.

—¡Óigame…!

No me dejaba hablar. No quería oírme.

—¿Qué sabe usted de asesinos en serie, Esquius? Ya le diré yo lo que sabe: ¡no sabe nada! Sólo sabe lo que ha visto en las películas. Y eso y mierda es lo mismo. Mierda. Usted, de asesinos en serie, sólo sabe mierda. —Me estaba contagiando su mala leche—. ¿Usted sabe, por ejemplo, en qué se diferencia el primer crimen de un asesino en serie de los otros crímenes? —Sí que lo sabía, o al menos sabía lo que él me iba a decir, pero callé—. No, Esquius. Ni se lo imagina. El primer asesinato siempre se comete en un lugar muy conocido por el asesino, porque es un acto improvisado, irreflexivo, instintivo, con un esbozo muy primitivo de ritual. Lo comete en un lugar próximo a donde vive o donde trabaja porque no lo ha premeditado, no tenía la intención cuando se ha encontrado con ello.

Después, los crímenes siguientes se irán haciendo más sofisticados, ya saldrá de casa previendo lo que piensa hacer, llevará el equipo de violador o de asesino en una bolsa, el esparadrapo para amordazar, los guantes, el mandil para no mancharse, perfilará mejor y perfeccionará y complicará su ritual. Se alejará por prudencia de lugares donde le conozcan. Pero el primer crimen, Esquius, el primer crimen es la clave de todo.

—¿Ah, sí? —murmuré para demostrarle que aún estaba pegado al auricular.

—Regresé a la primera escena del crimen, Esquius. Y la estudié escrupulosamente, como hay que hacer en estos casos. ¿Y sabe qué encontré?

Me lo había dicho Palop:

Más colillas de cigarrillos.

—Más colillas de cigarrillos del asesino, efectivamente. De la misma marca. Gran Celtas con boquilla. Hay poca gente que fume Gran Celtas con boquilla. Entonces confirmé mis sospechas. Alguien se había pasado muchas horas allí, fumando y rumiando escondido en las sombras. El lugar era solitario, oscuro, alejado del centro de la ciudad, en un barrio solitario, junto a un edificio medieval en ruinas, cerca de un vertedero… ¿Quién se pasaría horas en aquella oscuridad, fumando, sino un asesino agazapado, al acecho de la víctima propicia…? No son especulaciones ficticias: lo comprobé. Recogí aquellas colillas y las hice analizar. ¿Y sabe qué encontré?

—Que la saliva del filtro tenía el mismo ADN que las colillas encontradas en las bocas de las víctimas.

—Sí, Esquius. Lo has adivinado. Me gusta escuchar el tono sarcàstico del perdedor.

—¿Quién es el asesino, Soriano?

Había pocos coches en la autopista y yo corría tanto como me permitía el Golf, muy por encima de la velocidad autorizada. Estaba llegando a Barcelona. Nudo de la Trinitat. Ronda de Dalt.

—¿Quién es el asesino, Soriano?

No quería decírmelo. Se estaba divirtiendo mucho.

—¿Y sabe qué hice, después, cuando supe que el asesino en serie solía estar por allí? Volví otra noche y monté guardia, entre unos árboles cercanos. Y lo vi. Vi a un hombre que salía a fumar en la oscuridad. Sólo era una silueta en la penumbra, iluminada de vez en cuando por el centelleo de la brasa. Pero no me precipité. No quise estropear una operación tan sencilla. Esperé a que se terminara el cigarrillo y, cuando lo lanzó y se fue, recogí la colilla y pedí un análisis de urgencia. Yo había visto aquella colilla saliendo de la mano de aquel hombre, ¿me entiende? Una colilla de Gran Celtas emboquillado. Esta mañana, por fin, he obtenido los resultados del análisis y el ADN coincide con el de las colillas encontradas en los cadáveres de Mary Borromeo y de Leonor García. No sé si me sigue, Esquius, pero ya no hay duda, ¿se da cuenta? El ADN no miente. Usted se ha estado dejando llevar por fantasías y yo me he limitado a los hechos objetivos. Y si piensa decirme que el ADN sólo significa que su propietario estuvo allí y no que mató a la chica, explíqueme la coincidencia del mismo ADN y las mismas colillas en dos lugares tan alejados de la ciudad, precisamente dentro de la boca de dos putas asesinadas.

—Muy bien, bravo. Ahora escúcheme usted, Soriano. Puede ser que le estén utilizando.

—¡A mí…! —quiso intervenir.

—¡Escúcheme, joder! Hay gente a la que puede interesar encontrar a un asesino, a un cabeza de turco, cualquier asesino y cuanto antes, para cerrar el caso de una vez…

—¡A mí no me utiliza ni la madre que me parió! —berreó el policía—, ¿Me ha oído, Esquius? ¡A mí no me manipula ni la santa madre que me parió!

Y cortó la comunicación.

Traté de hablar con Palop. Fue en vano. No estaba en casa y tenía desconectado el móvil.

Y me encontré conduciendo por la Ronda de Dalt sin intención definida alguna. Cuando se me ocurrió una respuesta para la cuestión principal, se me escapó una sonrisa sarcàstica.

«Cómo eres, Esquius… Cómo eres.»

Si corría al encuentro de Soriano, evidentemente, sólo podía ser para salvarlo del ridículo.

Como si me importara mucho el ridículo que aquel memo hiciera o dejase de hacer.

Escena 2

Tal vez podría haber atajado por otro camino, pero no se me había ocurrido estudiar el trayecto a seguir. Por la Ronda de Dalt, a más de cien, seguramente fotografiado por todas las cámaras de control de velocidad, llegué hasta los túneles de Vallvidrera. Entonces, me di cuenta de que no encontraría la antigua carretera de Les Planes yendo por aquel camino y me enfurecí conmigo mismo. No sabía cómo llegar a la Colonia Sant Ponç si no era por la carretera de Vallvidrera que lleva a los merenderos de Les Planes. Me pareció que me perdería y que llegaría demasiado tarde, cuando Soriano ya hubiera metido la pata hasta la ingle.

No obstante, al salir de los túneles, distinguí el rótulo indicador de la salida que conducía a la avenida del Rectoret, al CMEE Villa Joana y a la Colonia Sant Ponç. Abandoné la autopista en aquel punto.

Llegué en seguida, en menos de cinco minutos, por una carretera asfaltada, bastante bien iluminada (aunque la mayoría de las farolas estuvieran fundidas), que no se parecía en absoluto al camino irregular, fangoso y pedregoso que yo había visto en las fotos de la escena del crimen. Aquélla era la ruta natural para llegar a la colonia. Cuando circulaba entre casitas bajas, de construcción modesta, y vi enfrente la fachada de la iglesia como único foco de luz de la población, comprendí que estaba accediendo a mi destino por un camino diametralmente opuesto al que habría tomado si hubiera podido elegir.

A la altura de la plaza de la iglesia, decidido a situarme en la parte posterior del templo, torcí a la derecha, dejé atrás las casitas y rodeé un par de almacenes. Se terminó el asfalto, empecé a saltar sobre un terreno plagado de baches, pasé entre unas huertas y, por fin, me encontré ante un denso pinar.

Supe que había llegado a mi destino porque había allí otro coche. Un K, tan desvencijado como suelen ser todos los K.

En cuanto me apeé del Golf, de la penumbra surgió Soriano empuñando su pistola.

—Hostia, qué susto —dije.

—Tendría que haber supuesto que vendría, Esquius…

—¿A quién quiere arrestar?

—¿Cómo ha sabido que estaría aquí?

—Aquí estaban las colillas, aquí es donde se supone que vive o trabaja el sospechoso, era aquí donde había que venir. ¿Quién es el asesino, Soriano?

—Me gusta que haya venido —sí que se le veía cara de satisfacción—. Me guata tener público para mis éxitos. Espero que aplauda.

Se aproximó a mí con esa postura de fanfarrón que popularizaron Bush y Aznar, el cuerpo echado atrás como para dar preferencia a los genitales, que siempre tienen que ir por delante.

—Se está equivocando, Soriano. Ha hecho demasiado caso a esos cigarrillos. En realidad…

Me interrumpió tocándome debajo del esternón con los dedos índice y medio de la mano derecha.

—Un momento, listo, que tú eres muy listo… —dijo, más odioso que nunca.

—No toques, Soriano.

—Ahora asistirás a la detención más sensacional de los últimos tiempos, Esquius. Y, después aplaudirás.

Le aparté de un manotazo los dos dedos impertinentes. Ha habido reyertas mortales que han empezado así.

—No toques, joder. Quién es.

—El padre Fabricio. Así le llaman.

—¿Un cura, el asesino de las prostitutas?

—¿Te hace gracia? —Estaba tentado de volver a tocarme la barriga y yo estaba dispuesto a romperle los dedos si lo repetía. «Como me vuelvas a tocar, te vas a joder»—. Es el único que compra Gran Celtas en el estanco de la Colonia. Uno de esos «curas obreros» de los años sesenta o setenta, que vivían en barrios pobres. Te puede parecer inverosímil, pero no lo es tanto. Este hombre, a medida que se ha ido haciendo mayor, también se ha ido volviendo raro. Dicen que siempre está encerrado en la parroquia, que echó a la mayordoma cuando lo destinaron a la Colonia, como si le estorbara la compañía, como emperrado en vivir solo. Es huraño, poco hablador y tiene estallidos de intemperancia.

—Y mata prostitutas —dije en tono neutro para no provocarlo demasiado.

—Te podría hablar de perfiles muy parecidos de asesinos históricos, casos estudiados por criminólogos y
profilers
americanos, pero ya entiendo que sería perder el tiempo.

—Soriano…

No me hacía caso. Acababa de echar una ojeada al reloj, había llegado la hora. Y me tocó.

Tuvo los soberanos cojones de volver a clavarme los dedos bajo el esternón.

—Ahora cállate, Esquius. —Y yo me callé, apretando los dientes, y pensé «Te jodes, Soriano. Bailaré sobre tu tumba. Quiero ver cómo te cubres de mierda arrestando a un pobre cura inocente, y quiero ver la cara que se pondrá cuando Palop te pegue una bronca que se te van a caer los pantalones»—. Calla y ven conmigo.

Me agarró de la corbata y tiró de mí hacia el interior del bosquecillo. Mis Sebago resbalaban sobre la pinaza. Íbamos sin linternas, la noche era oscura y teníamos que avanzar a tientas, orientados únicamente por una farola que había más allá de los árboles, en el lugar adonde nos dirigíamos.

Cuando ya llegábamos al límite de la arboleda, Soriano se detuvo y choqué con él. Me agarró de la manga y tiró de ella hacia abajo, haciendo que me agachara. Lo hice con mucho cuidado, procurando no arrastrar los faldones de mi abrigo negro acabado de estrenar. Como el policía se interponía entre mí y la farola del fondo, podía ver los movimientos de su mano, a contraluz. Ahora me exigía silencio, y que me estuviera quieto, ahora me indicaba «Espere». Parecía más pendiente de mí que de la persona a quien espiaba. De vez en cuando se relajaba y yo sólo podía escuchar su respiración pausada.

Delante de nosotros, reconocí el muro con aquellas pintadas multicolores, «Folla Feliz», y el Chupete Negro, y los grandes bloques de piedra unidos con parches de argamasa, que eran la parte posterior de la iglesia. La escena del crimen que había visto en las fotos del informe. Me imaginé a Mary Borromeo allí tendida, bajo la luz amarillenta de aquella farola. Sin ella, el decorado me parecía incompleto.

De pronto, procedente de nuestra derecha, me llegó un ruido muy tenue, casi imperceptible, pero que delataba una presencia humana. Había alguien más allí escondido, en el bosque, con nosotros. Presioné mis dedos sobre el hombro de Soriano. Soriano puso su mano sobre la mía y también me la apretó.

El ruido se repitió.

Se lo hice notar con una nueva presión de dedos. Sus dedos me indicaron que también lo había oído. Pero no se movía, no reaccionaba. Se me hacía extraño estar en la oscuridad, tan cerca y tan cómplice de Soriano, haciendo manitas, compartiendo en silencio aquellos momentos de tensión. Me sentí un poco despiadado allí, tan quieto y callado, esperando asistir al fracaso de aquel imbécil. Quizá era el momento de hablarle con franqueza, «Soriano, ¿pero no ves que te estás equivocando?», pero la presencia de alguien que también se escondía en la oscuridad, hacia la derecha, en el mismo bosque donde estábamos nosotros, dotaba a aquella situación de nuevos significados. Quizá debería revisar mis teorías y certezas. O, en todo caso, debería encontrar nuevas respuestas para las nuevas preguntas.

Estaba empezando a hacer elucubraciones, planteándome quién podía estar esperando al mismo hombre que nosotros, tan equivocado como nosotros, inquietándome más y más al sospechar que a lo mejor no estaban esperando a la misma persona, cuando la mano de Soriano me dio un golpecito y se apartó de mí.

En la escena del crimen había movimiento. Fuera del círculo de luz de la farola, contra las paredes viejas de la iglesia, se movía una sombra. Una persona. La llama de un encendedor nos la mostró un instante y, luego, apagada la llama, la punta roja de un cigarrillo, probablemente Gran Celtas emboquillado, quedó flotando, como un referente, en la oscuridad.

—Quédate aquí, Esquius —dijo Soriano.

Se levantó. Escuché el roce de la pistola en la funda y el chasquido metálico cuando la montó. Yo también me erguí, pero me quedé atrás, y no porque él me lo hubiera ordenado. Estuve a punto de gritar «¡Déjelo, Soriano!», o «No salgas, Soriano», pero se me ocurrió que él también había oído el ruido y no había hecho nada por averiguar de qué se trataba ni le había hecho cambiar de opinión. Él ya contaba con que hubiera alguien más en aquel bosque. ¿Otros policías, quizá?

Se alejó de mí, fue una sombra móvil entre las sombras estática de los árboles y salió a la luz de la farola gritando:

—¡Quieto! ¡Policía! ¡Queda detenido!

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