Read La clave de las llaves Online
Authors: Andreu Martín y Jaume Ribera
—No —mintió.
—Me alegro, porque aún tengo que pedirte otro favor.
Me clavó una mirada que equivalía a un «¿Vale que esta noche te voy a enviar a la mierda?» y la mantuvo como añadiendo: «¿A que no te atreves?».
—Es mi hija, Mónica. Estoy muy preocupado y creo que sólo tú puedes ayudarme. Tenéis la misma edad…
Apartó la vista, vencida contra su voluntad. Otro campo en el que no me podría negar nada. Aquello ya era un abuso. Aquello era indignante. No permití que dijera nada. Le conté, esta vez sí con pelos y señales, cómo había conocido a Esteban, el experto en theremin…
—¿Qué?
—El theremin, un instrumento electrónico… El único que no se toca con las manos, aparte de la voz humana…
—¿Pues con qué se toca? —Parecía que me invitaba a una respuesta procaz.
Conduje el relato hacia mi desconfianza del supuesto genio de la música. Me habían pedido dinero, y me temía que aquel sujeto fuera un aprendiz de estafador que estaba practicando con mi hija, aprovechándose de su buena fe.
Golpeó levemente con los cubiertos sobre la mesa. «Lo que me faltaba por oír.»
—¿Tú te crees que, si no fuera un músico auténtico, tu hija no se habría dado cuenta? —protestó.
—Bueno… Mónica puede estar obnubilada. Cuando se enamora, pierde de vista el mundo.
Resopló, incrédula. Pero ella no conocía personalmente a Mónica, y yo sí, de manera que no nos íbamos a poner a discutir.
—¿Y qué se supone que tengo que hacer? —me desafió.
Yo me mostraba desolado y confuso.
—Te estoy pidiendo tu opinión.
—No, no me estás pidiendo mi opinión. Me estás pidiendo que me acerque a ese chico, que le investigue, que te tranquilice diciéndote que es un pedazo de pan.
—… O que me avises —le apunté—, en caso de que sea un jeta.
Sacudió la cabeza.
—No.
—No tengo derecho a insistir —desvié mi atención hacia la comida—. Perdona.
Silencio. Los dos comiendo aquel derroche de substancias nitrogenadas, proteínas, hierro, calcio, fósforo, yodo y colesterol, aumentando alegremente nuestro nivel de ácido úrico.
—… Porque, además —dijo ella, inesperadamente—, ¿cómo se supone que iba a encontrarle? ¿Y cómo iba a reconocerle? No me dirás que has traído una foto del tío con sus datos al dorso…
—¡No, no, claro! —En el tono de «¡Por quién me has tomado!» mientras pensaba «Es que no tenía ninguna foto».
—¿Entonces…? —Como quien dice: «No digas tonterías».
Otro silencio, y yo, con la sensación de estar haciendo el ridículo:
—Me dijo que se habían conocido en una ferretería. Él trabajaba en una ferretería del barrio donde vive Mónica, en la izquierda del Ensanche, Casanova esquina Aragón, donde hay una gasolinera. No debe de ser difícil encontrar la ferretería. Pero ahora le han despedido porque discutió con el dueño, un caso de acoso sexual. Al menos, eso es lo que él cuenta. Supongo que no se habrán olvidado de él. Se llama Esteban.
—Esteban, Esteban —dijo Beth—. Hay montones de Estébanes.
—No he dicho nada.
Ya no había manera de remontar la noche. Ella recordó de repente que llevaba la invitación en el bolso, y la sacó, y la dejó sobre la mesa.
—Ah, mira, ten —dijo.
Y yo:
—Te lo agradezco mucho, Beth. No sabes cómo te lo agradezco.
Y ella:
—Ostras, Esquius. Es una putada.
—Lo sé.
—Es un sacrificio de tres pares de narices, ¿eh, Esquius?
—Ya lo sé, ya lo sé. Te lo compensaré. Te conseguiré una entrevista personal con Joan Reig. —No añadí: «… Aunque a lo mejor tendrás que esperar a que acabe de cumplir condena por el asesinato de dos prostitutas».
No se lo creyó ni se hizo ilusiones. Cuando nos despedíamos, en la calle («¿Quieres que te acompañe a casa?», «No, gracias»), me dijo, con inquina:
—Si yo me enterase de que mi padre detective investigaba a mi novio, le retiraría la palabra para siempre jamás.
Repliqué, humilde y humillado:
—Sí, sí, claro.
Y nos separamos sin darnos un beso.
Sábado, 13
Al día siguiente, sábado, al despertarme, permanecí mirando el techo durante un buen rato.
Aparte de asistir a la acostumbrada comida familiar de cada sábado con mis hijos y nietos, no tenía nada más que hacer.
El domingo, tenía que ir al campo de fútbol, para encontrarme con Tete Gijón para que me contara cosas de Reig y hasta el lunes no se me presentaría la oportunidad de hablar con el futbolista en la discoteca Sniff-Snuff, de manera que, entretanto…
No podía dejar de pensar en Mónica y Esteban.
Aquel mediodía, cuando nos encontráramos en casa de Ori, seguro que me preguntaría si ya le había hecho la transferencia de los doce mil euros, o querría saber si había estado pensando en ello y a qué conclusión había llegado, y yo aún no sabía qué decirle.
Retrasé al máximo la salida de casa. Hice mis ejercicios de gimnasia, me duché sin prisas, elegí la ropa como si tuviera que asistir a una cita en la que se jugara mi futuro, me preparé un desayuno reparador a base de licuar toda la fruta que tenía en el frigorífico y, después de echar una ojeada a mi colección de películas policíacas y admitir que no eran horas de plantarse delante del televisor, me encontré al volante del Golf por la Gran Vía hasta Casanova y subiendo hasta Aragón. Había un aparcamiento subterráneo allí mismo, delante de la gasolinera.
Me preocupaba la posibilidad de tropezarme con Mónica, pero siempre podría decirle que, si estaba por el barrio, era para hablar con ella. No se extrañaría. Teníamos un tema de conversación pendiente. El theremin.
También me preocupaba que me estuvieran siguiendo, y, más concretamente de encontrarme cara a cara con el tal Cañas en una situación en la que yo no pudiera pedir refuerzos. Aunque los hubiera despistado el día anterior, si tenían recursos, podían haber llegado a mi dirección a través de la matrícula del coche. Pero ningún vehículo sospechoso entró en el aparcamiento detrás de mí, nadie me esperaba en la calle, nadie venía pisándome los talones, ni de cerca ni de lejos.
Una señora mayor que paseaba a un perro me indicó dónde podía encontrar la ferretería más próxima. Subiendo por allí, a la izquierda.
Estaba justo donde me había dicho. Ferretería Iso. No muy grande. Al entrar resultaba oscura e inhóspita, y flotaba en ella un olor punzante y ácido, como si todo el hierro que contenía estuviera oxidado.
Clavos, tornillos, perforadoras, bisagras, herrajes, cerrojos y llaves, cajas fuertes, escaleras, herramientas para fontaneros, electricistas, carpinteros y jardineros, material de limpieza, lubricantes, aceites, pinturas. Todo oxidado y un poco desordenado, y hacían copias de llaves al momento.
Detrás del mostrador, cerca de la entrada, había una mujer alta, esbelta, con la piel del mismo color que el óxido que la rodeaba y los ojos grandes, misteriosos y un poco húmedos. Tenía un libro en las manos, una novela romántica titulada
Aquel frío verano
, pero al abrirse la puerta se le escapó la mirada hacia el exterior, como con ganas de salir de aquel agujero y divertirse un poco. La segunda mirada me la dedicó a mí, como si yo fuera un viajero que tuviera que traerle noticias de un mundo colorido y dinámico del que ella estaba desterrada. Un personaje como los de sus libros, tal vez. Vestía una bata gris y, no sé por qué, se me ocurrió que debajo no llevaba ninguna otra prenda de ropa.
Me recibió un hombre no mucho más alto ni más limpio que una rata, con ojos estrábicos de rata, hocico de rata, bigotes de rata, vestido con una bata gris color de rata y aburrido como una rata de laboratorio que lleva años perdida en el mismo laberinto. No me pareció una persona impetuosa, de las que se dejan arrastrar por sus instintos y sus pasiones. Más bien me pareció que carecía por completo de pasiones. Si se habían producido agresiones sexuales en aquel establecimiento, posiblemente no era él el culpable.
—Usted dirá.
Empecé diciéndole la verdad:
—Me llamo Ángel Esquius, soy investigador privado —y se lo demostré recurriendo a mi documentación auténtica. A partir de aquel momento, liberé la imaginación—: Estamos —así, en plural, como si me refiriese a la Interpol—: estamos siguiendo el rastro de un delincuente común, con antecedentes y una orden de busca y captura, que nos han dicho que trabajó aquí. —Me pareció que mi discurso le aburría profundamente. Estaba pensando en otra cosa, el hombre. A punto de dormirse—. Un tal Esteban.
—¿Esteban? —El nombre le traía recuerdos confusos—. ¿Esteban qué más?
—Esteban García, pero…
Se sumergió de nuevo en la modorra.
—Ah, no… No me suena.
—… Pero suele utilizar nombres y documentación falsos.
—Aquí trabajó uno que se llamaba Esteban Merlet.
—Puede ser él. ¿Cómo era?
Era pedirle demasiado. Seguramente, para aquel roedor múrido todos los humanos éramos iguales. Demócrata de toda la vida, neutral, apolítico, amigo de todo el mundo, incoloro, inodoro e insípido. Entretanto, la mujer de la caja, la presunta víctima de la agresión sexual, se había evadido de nuevo en la lectura de su novela. El argumento debía de consistir en un cúmulo de desgracias, y acaso eso explicara la humedad de su mirada.
—¿Tuvo algún problema con ese Esteban Merlet? —cambié el enfoque.
—Ah, sí… —«Ahora que lo menciona…»—. Lo echamos a la calle.
—¿Por qué motivo?
—Me pegó una hostia.
—Ah. —Y nada más. Sin rencores, sin historias sin histerias. Como si cada día le pegaran hostias, pobre hombre—. ¿Y lo denunció a la policía?
—No.
—¿Por qué le pegó la hostia?
Dios mío, el hombre-rata puso cara de no recordar el motivo. Si fingía, lo hacía bien y era de justicia reconocerle facultades para la interpretación dramática. Se rascó la caspa de la cabeza y se dirigió a la mujer de la caja.
—¿Por qué me pegó la hostia Esteban, Viqui?
La cajera levantó la cabeza y frunció el ceño, rebuscando en su memoria.
—¿Porque estaba de mala leche porque tenía que venir a trabajar los sábados? —Sin la menor convicción, como si jugara al Trivial y tratara de ganarse un quesito de chiripa.
—Sí que recordo una discusión de este estilo —admitió el hombre—. ¿Pero fue el día de la bofetada?
—Ah no, claro —rectificó la mujer—. A Esteban tampoco le gustaba trabajar los sábados, pero, en realidad, la discusión sobre este tema la tuviste con aquel otro, el de las patillas y el hierro en la boca… y aquel no te atacó, sólo te escupió. Sí, hombre, aquél, el… el… ¿cómo se llamaba?
—¿Ramón? —sugirió el hombre-rata, después de un esfuerzo de concentración.
—No, no… Ramón, no…, Un nombre parecido…
—¡Román, se llamaba Román! —certificó el hombre-rata. Su rostro adquirió una cierta expresión, feliz de poder proporcionarme un dato útil. Y la mujer afirmaba con la cabeza, igualmente satisfecha.
Aborté una frase que empezaba con un «Pero…». No valía la pena. Si las partículas de metales que se desprendían de sus artículos de ferretería les habían afectado el cerebro y los habían vuelto amnésicos, no había nada que hacer; y si realmente allí tuvo lugar un acoso sexual y la misma víctima se hacía la despistada para conservar el trabajo, menos aún. Mejor concentrarse en aspectos prácticos.
—¿Tiene los datos de ese Esteban Merlet? Su número de teléfono, su dirección…
—Espere, que se lo miro.
Se desplazó, obediente como un muñeco de cuerda, hacia una puerta con cortina que comunicaba con la trastienda.
La lectora de novelas románticas y yo nos miramos como si nos conociéramos desde hacía mucho tiempo y un secreto horrible impidiera que habláramos en privado.
La ratita de cuerda reapareció trayendo un papel arrugado en la mano. Era imposible que se le hubiera arrugado en el trayecto desde la trastienda hasta allí. Quizá lo había rescatado de la papelera. Era un albarán y había escrito un nombre, una dirección y un número de teléfono al dorso.
—Supongo que todos los datos deben de ser falsos pero, como mínimo, sí que contestaba al teléfono si le llamabas.
Agarré el papel. La casa de Esteban Merlet no estaba lejos de allí.
—Gracias. Efectuaremos las investigaciones oportunas.
Dediqué una leve reverencia a la mujer misteriosa del rincón. Ni siquiera me vio porque ya había vuelto a su novela. Posiblemente, el hecho de tener que convivir con el hombre-rata la empujaba hacia mundos edulcorados de ficción.
Salí al mundo real y caminé dos travesías por aquel barrio de calles cuadriculadas, todas iguales, a mitad de camino entre el modernismo, la modernidad y el populismo de las tiendas de ultramarinos sobrevivientes y las mercerías dirigidas por viejecitas decrépitas, con furgonetas mal aparcadas en los chaflanes y señoras con carritos de la compra hablando con los quiosqueros sobre el frío que hacía y la posibilidad de que este año tuviéramos unas Navidades blancas.
El portal donde vivía el llamado Esteban Merlet estaba entre un taller de coches donde se realizaba la ITV y un supermercado. Era una puerta de madera alta y estropeada, que aún no se había favorecido de las ventajas del Barcelona ponte guapa. Pulsé uno de los timbres del portero automático, al azar, y dije a quien me respondió:
—Revisión del ascensor.
Me abrieron sin replicar.
Accedí a un zaguán pequeño y oscuro de donde arrancaba una escalera estrecha y empinada. No supe encontrar el interruptor de la luz, de manera que, una vez cerrada la puerta, inmerso en la oscuridad más absoluta, recurrí a mi linterna lápiz que siempre llevo junto al bolígrafo. Localicé la hilera de buzones y, en seguida, el correspondiente a Eugenia Rius Oltra y Esteban Merlet Rius. Esta clase de buzones se abren sin ofrecer la menor resistencia. En el interior, había una carta de un banco. La cogí. La violación de correspondencia es un delito, lo sé. Por eso me llevé un cierto susto cuando, de pronto, a mi espalda se abrió la puerta de la calle y sobre mí cayó la luz del día, sólo velada a medias por la presencia de la persona que llegaba. Seguro que le sorprendió encontrarse con un hombre en la oscuridad.
—Oh, gracias —dije, humilmente—. No encontraba el interruptor.
A contraluz, vi a una chica de una veintena de años con un carro de la compra lleno a rebosar que apenas pasaba por la puerta y una bolsa de farmacia en la otra mano.