Read La clave de las llaves Online
Authors: Andreu Martín y Jaume Ribera
—… Y como detective sí que tienes que buscar el truco…
—¡No hay peor espectador que él! Cuando hay un mago en la tele, siempre le digo «¡Vete, lárgate porque aún te vas a poner de mala luna!».
—… porque los ladrones…
—Y, efectivamente: si pilla la trampa del mago, dice que es un chapuzas y, si no se la pilla, se queda mosqueado, como si una inteligencia superior acabara de demostrarle que es un imbécil…
Hice un gesto brusco y taxativo.
—… De acuerdo, me he equivocado con el ejemplo. Los ladrones sí que quieren engañarte, sí que te quieren tomar el pelo…
—Perdona, pero es como si leyeras un libro con la exclusiva finalidad de encontrarle faltas de ortografía, o erratas de imprenta, o incoherencias en el texto.
—… Tienes que ser más lista que los ladrones…
—Como si fueras al teatro sólo para ver cómo se equivocan los actores, o como si contemplaras un cuadro sólo para verle las desproporciones…
—¡… Porque los ladrones sí que te quieren enredar, joder! —Mi grito provocó tintineo de cubiertos en diferentes rincones del restaurante.
Y un silencio denso. Beth conteniendo la respiración y paralizando el gesto.
—Perdona —dijo al fin.
—Y tú eres detective y tienes que impedírselo.
—Sí, perdona —dijo Beth, en voz baja—. Es que es un tema que tenemos pendiente mi padre y yo. Dime. Un mago. Trato de descubrir el truco. Sí. Al menos, mi padre lo hace. ¿Qué más?
Parecía que volvíamos a la normalidad.
—Pero normalmente no consigue descubrir el truco, ¿verdad?
—No, claro que no, a menos que el mago sea un desastre.
—¿Y sabes por qué no lo consigue? Pues porque entra en su juego. El mago cuenta con que el público estará intentando descubrir el truco y ya ha tomado las medidas oportunas para impedirlo.
—¿Qué hay que hacer, entonces?
—Olvídate del mago. —A mí también me habría gustado poder olvidarme del motorista, que no parecía tener nada mejor que hacer que fumar un cigarrillo tras otro—. Quédate con el resumen de lo que ha pasado y plantéate cómo te las apañarías si tuvieras que hacerlo tú. «Se trata de hacer levitar a una chica que está echada sobre una mesa situada cerca de una cortina», por ejemplo. Seguro que hay pocas maneras de hacerlo y, cuando encuentres la tuya, será posiblemente la misma que utilice el mago.
—¡Quieres decir que tengo que preguntarme cómo robaría yo esos artículos de los almacenes!
—Exacto. Deja de vigilar a clientes y cajeras y ponte en la piel del ladrón. Ahora que conoces todas las dificultades, piensa qué harías tú si quisieras llevarte sin pagar las cosas que roba él en un lugar protegido de esta manera.
Se me quedó mirando con devoción. Estaba firmemente convencida de que mi coeficiente intelectual era comparable al de un Einstein, porque a Biosca le había dado por asegurarlo hacía un tiempo. Se lo creía y ahora acababa de tener ocasión de comprobarlo una vez más.
—Eres fantástico, Esquius —dijo, absolutamente arrebatada—. Siempre tienes la fórmula exacta, la solución ideal… Supongo que incluso podrías decirme el nombre y los apellidos del ladrón, como si lo viera. Pero no lo harás porque quieres que lo resuelva yo solita, ¿verdad? Como en aquel caso de las hermanas Fochs. —Hice un gesto que no significaba nada pero que se podía confundir con la modestia. Se conformó—. Está bien. Acepto el reto. Te tendré informado. Y ahora… ¿Qué querías?
—Tengo que hablar contigo de dos cosas importantes. ¿A qué hora sales?
—En principio, hacia las once, cuando la gente de la limpieza ha sacado todos los contenedores a la plaza, no me puedo ir de aquí. Pero si Octavio es tan amable de sustituirme… A las nueve puedo estar fuera.
—Ahora iremos a convencer a Octavio. A las nueve te invito a cenar.
—De acuerdo. Me tienes intrigada.
—Pero, antes, me tienes que ayudar a despegarme un monigote que llevo pegado a la espalda.
Tuvo un sobresalto.
—¿Te siguen?
—No mires ahora. El de las melenas y el casco de motorista.
No miró.
—¿Por qué?
—Ya te lo contaré esta noche, cuando cenemos.
—¿Es peligroso?
—Digamos que me tiene un poco intranquilo. ¿Vamos?
Cuando salimos del restaurante, de reojo vi que el Greñas también se ponía en movimiento, se levantaba, recogía el casco mirando hacia otro lado. Mientras bajábamos por las escaleras mecánicas, Beth me indicó, con un movimiento de cabeza, que venía detrás de nosotros.
Continuamos bajando hacia el cuarto piso.
—Mira lo que haremos —dije—: Ahora, nos vamos a separar. Yo lo distraeré. Haré que me mire. Entretanto, tú te acercas a él por detrás, y le metes cualquier artículo en la mochila. Yo saldré a la calle. Cuando él salga detrás de mí por el arco detector, sonará la alarma. Entonces, le echáis el guante y yo me escabullo. ¿De acuerdo?
—No —hizo ella. Y sacó el móvil—. Nos ha visto juntos, a ti y a mí. Es mejor que no nos relacione con el incidente. Le pediré a Octavio que nos eche una mano. —Ya había marcado el número, ya esperaba la respuesta mientras fingía un interés extremo por una colección de grifos y adornos de baño que colgaban de la pared—. ¿Octavio? Soy Beth.
Le pedí el aparato. Sonreía. Quien nos viera de lejos pensaría que éramos padre e hija preparándole una broma telefónica a mamá.
—Déjame, que le devolveré el buen humor.
—Espera un momento. Aquí tengo a Esquius, que quiere hablar contigo.
—¿Octavio? —No veía al Greñas por los alrededores.
—¿Qué pasa, Esquius? —escupió el tipo duro, rezongón.
—Cambia de tono, Octavio, que quiero hacerte feliz. Estoy seguro de que te gustaría mucho que Joan Reig te firmara un autógrafo, a que sí.
Beth se me colgó del brazo y pegó un salto. Ella junto a mi oído derecho y Octavio en el oído izquierdo, a través del móvil, gritaron a coro:
—¿Joan Reig?
—¿El futbolista?
—¿Reig, Reig, el superReig?
—¿Pero qué estás diciendo?
Me expliqué:
—En la investigación que estoy llevando, tendré que encontrarme con Reig. Podéis venir conmigo, si queréis.
—¿Lo dices en serio? —tronaba Papá Noel convertido en niño maravillado.
—Pero antes tendrás que hacerme un favor, Octavio.
—¡Lo que quieras! ¡Joder, claro que sí! ¡Le pediré un autógrafo y le endiñaré un pepinazo en los huevos, por la manera como jugó el domingo y para que espabile! ¡Qué cabrón! ¡Y encima le renuevan el contrato, al hijo de puta! ¡Cuenta conmigo! ¡Me jugaré la vida, si hace falta!
—Bueno, pues escucha… Hay un tío, uno alto y delgado, con melena, cazadora de nailon negra y casco de motorista…
—Sí, sí, sí. Qué.
—Que me está siguiendo y me lo quiero quitar de encima.
—¡Cuenta conmigo! ¿Dónde estáis?
—En la cuarta planta. En la sección de cuartos de baño.
—¡No os mováis!
—Pero espera…
Todo fue demasiado rápido a partir de aquel momento. Resultó que Octavio estaba precisamente en la planta cuarta, muy cerca de donde estábamos nosotros, y de pronto se materializó pasando por nuestro lado en forma de tornado rojo y blanco, un Papá Noel arrasador que, al grito de «Hou, hou, hou», tocando una campanita y perseguido por una panda de críos excitados que le pedían caramelos, embistió como un alud navideño al hombre de los cabellos largos. Lo agarró del codo, como hacen los policías en el momento de una detención.
—¡Ven aquí, amigo mío! —oí que decía—. ¡Quiero ver lo que llevas en esa mochila!
En aquel momento, el Greñas estaba hablando por el móvil. Arqueó las cejas y miró a Octavio como si creyera que era realmente Santa Claus que le traía un regalo.
Pensé: «Suerte que ha acertado y no se ha tirado sobre cualquier otro ciudadano».
También pensé, con un escalofrío: «¿Y si este hombre no me estaba siguiendo? ¿Y si no era el que he visto en la calle de María Auxiliadora, delante de la casa de Lady Sophie?».
Pero no me ocupé de buscar respuestas para aquellas preguntas. Aprovechando la confusión, me escabullí entre mamparas de ducha, atravesé la reproducción de un lavabo adaptado para enanos y me dirigí hacia la puerta de los ascensores. Llevaba colgada del brazo a Beth, que pugnaba por adaptar sus zancadas a las mías, mucho más largas.
Un griterío infantil, ensordecedor, que parecía capaz de romper todos los cristales de los almacenes, atrajo nuestra atención, nos obligó a detenernos y volvernos para ver qué pasaba. Lo vimos de lejos, reflejado en uno de los innumerables espejos que nos rodeaban.
El Greñas se había resistido a la avasalladora entrada de Octavio y, al mismo tiempo que se desprendía de su zarpa, le había pegado un tortazo. Papá Noel («hou, hou, hou» y la campanilla tintineando por los aires) había despegado sus pies del suelo y había ido a parar dentro de una bañera. Automáticamente, el ejército de los niños, al ver agredido, abatido y humillado al hombre más bueno y emblemático del planeta, se sublevó y pasó al ataque. Vimos cómo sucumbía el Greñas rodeado por una turbamulta liliputiense que le golpeaba con todo lo que tenía a mano. Vimos caer a mi perseguidor en medio de una furia destructora de chillidos agudos.
Beth y yo continuamos nuestro camino sin poder contener la risa.
No quise entretenerme esperando el ascensor. Bajamos por las escaleras. Un piso, dos pisos.
Beth saltaba escalones a mi lado, jadeando y emitiendo grititos de excitación.
—¿Es verdad lo que has dicho de Joan Reig? ¿Es verdad que lo vas a conocer? ¡Oh, Ángel, llévame contigo!
Tres pisos. Al llegar a la primera planta, clavé el freno repentinamente. Beth chocó contra mí.
—¿Qué pasa?
Allí estaba. La confirmación de mis sospechas. Lo habíamos hecho bien. Llevaba gorra y gafas oscuras, pero reconocí su tórax voluminoso en precario equilibrio sobre aquellas piernecitas zambas, y las heridas en la frente y la nariz y en otros puntos del cuerpo que conservaban el recuerdo de nuestro primer encuentro. El Hombre Obús, el Hombre Bala, el Hombre Lechuza. ¿Cómo le había llamado Lady Sophie? Cañas. Allí lo teníamos, abriéndose paso entre la multitud de compradores, enfocado, teledirigido hacia las escaleras mecánicas y sin preocuparse de mirar a su alrededor. Supuse que el Greñas estaba hablando con él por el móvil en el momento de recibir la acometida de Papá Noel, y ahora corría para ver qué le había ocurrido a su compañero.
Y para partirme la cara. Por si acaso, no me moví hasta que desapareció de mi campo visual, escaleras arriba.
—¿No puedes venir ahora conmigo? —pregunté a Beth.
—No, aún no. Tengo trabajo, aquí.
Le di un beso en la mejilla.
—Pues te espero a las nueve y media en el Epulón.
—¿En el Epulón? —se sorprendió—. ¿Qué celebramos?
—Ya te lo contaré.
Salí a la calle.
Beth fue puntual. Volvimos a encontrarnos a las nueve y media en el Epulón, rodeados de paredes cubiertas de citas bíblicas («¡Comed, amigos, bebed, embriagaos de amor!, Cantar de los Cantares, 5,1», «¡Sembrad y segad, plantad viñas y comed sus frutos! Isaías, 37, 30», cosas así), en medio de una decoración barroca de objetos de culto (casullas, custodias, cálices), a la luz de velas y con cantos gregorianos de fondo. Yo ya estaba allí y la vi llegar, tan decidida como siempre, zigzagueando entre las mesas. Un lujo, su compañía. Venían ganas de encontrarse con algún amigo o conocido que, días después, comentaría: «Caramba, Esquius, qué bien acompañado estabas la otra noche. ¿Quién era aquella chica tan guapa?».
Se sentó delante de mí observándome con intensidad inquietante.
—Eres la pera —dijo—. «Ponte en la piel del ladrón», dices. —Por un momento, pensé que me estaba tomando el pelo—. Siempre tienes la palabra justa. Todavía no he captado lo que querías decir, pero ya lo sacaré, ya.
—No lo dudo —le dije.
El Epulón no es un buen restaurante, pero deslumbra. Apuesta por la cantidad más que por la calidad, los platos son tan provocativos y excesivos como la decoración y buscan el primer impacto visual con una cierta grosería. Pero está cerca de la agencia y allí lo tienen mitificado como templo gastronómico insuperable. Había citado a Beth allí con toda la intención. Tenía que seducirla.
La especialidad de la casa, que es el marisco, me hizo pensar en el contenido del estómago de María Borromeo el día de su muerte. Comida afrodisíaca. Beth manifiesto que le entusiasmaban las ostras, las cigalas, los langostinos, las gambas y las almejas. Decidí que sería mejor abordar el tema que me había llevado hasta allí antes de que se desnudara y se me echara al cuello, ávida de caricias.
No había mucho que contar, porque no quería hablarle del asesinato de las prostitutas, de manera que todo se resumía a mi necesidad de hablar con Joan Reig y de la imposibilidad de hacerlo pidiendo una cita previa. En realidad, tenía que formular con perfecta precisión, tenía que enredarla en palabras, simpatía y transcendencia, hasta que terminara comprendiendo que tenía que darme aquella invitación que le permitiría asistir al pase de ropa interior masculina en que participaría su futbolista preferido.
Se le apagó la sonrisa y se le llenaron los ojos de tristeza.
—¿Qué?
Si yo hubiera sido otro, se habría cerrado en banda, con aquella firmeza que yo le conocía de sobra. Me habría enviado al cuerno, a freír espárragos, me habría cerrado la puerta en las narices. Quizá incluso me habría tirado la servilleta a la cara, se habría levantado y me habría dejado solo, expuesto a las sonrisas de perversa satisfacción de todos los que me miraban con un ápice de envidia en los ojos. Pero a mí no me lo podía hacer. No me lo podía negar. Y estaba pensando que yo no podía hacerle aquella mala pasada, no tenía ningún derecho, porque yo sabía perfectamente que ella no se podría negar.
—¿… Pero por qué no se lo pides a Amelia? —fue la única resistencia que se le ocurrió—. A mí me has dicho que me llevarías a verlo…
—Porque ella es una administrativa y no podría entenderlo nunca. Tú, en cambio, eres detectiva, y conoces las exigencias de la profesión. Y también conoces a Amelia y tienes recursos para conseguir que ella te dé su invitación.
Quería recuperar el sonrisa, pero no lo conseguía. Se aplicó al consumo de marisco tan intensamente que me recordó a Esteban y sus cigalas.
—¿Te has enfadado? —pregunté, al cabo de un rato.