Read La colina de las piedras blancas Online
Authors: José Luis Gil Soto
—No me gustaría matar a un compatriota sin verle la cara —le dije con la respiración entrecortada por el cansancio, mientras paraba su espada amenazante una y otra vez.
Sus movimientos me llevaban poco a poco hacia un árbol que había frente a la puerta de la taberna. Veía yo un bulto a los pies del tronco y no me hacía gracia acercarme sin saber qué o a quien me iba a encontrar allí, con lo que giré rápidamente y me puse de frente al árbol, teniendo la puerta cerrada de la taberna a mis espaldas. El español, fuera quien fuese, era diestro en el manejo de las armas y no podría yo jurar que no se hubiese ganado tal maestría en Flandes o contra el Turco, y viniese ya de vuelta de desencantos y estocadas.
—A mi tampoco —me dijo medio riendo—, pero os la veré por la mañana cuando acudan los cuervos a probar vuestra carne maloliente.
En ese momento se abrió la puerta de la taberna y la luz del interior le cegó por un instante, justo el tiempo de atravesarlo de parte a parte y verle la cara de espanto, llena de cicatrices ganadas, sin duda, durante años de batalla. Un español harto de no cobrar su paga, con los huesos quebrados por la humedad de Flandes y con la vida malgastada de tanto buscar la hidalguía a base de escaramuzas y trincheras. «Lástima —me dije—que tengamos que terminar así».
De la taberna salió Agustín de la Parra dispuesto a enfrentarse a los sicarios vendiendo cara su vida. Cuando nos vio rodeados de cadáveres dio un respingo, incrédulo. Tras de sí, la mora Lucinda sonreía en una mueca estúpida, divertida o embriagada, no sabría decir con certeza, pero bella como el día que la conocí en
A pérola preta.
—Vayámonos al barco ahora mismo —le dije secamente.
—Muerto —me contestó—. Me voy muerto. O con mi mujer.
De sobra sabía el extremeño que nos habían prohibido embarcar mujeres en aquella empresa, por lo que la sugerencia de subir a bordo muerto era poco menos que insinuar que estaba dispuesto a jugarse el pellejo. Y puesto que ya no había sicarios, había de vendérnoslo a nosotros.
—Nos hemos jugado la vida por vos. O venís, o subís muerto, como bien decís. Quién os meta la estocada no se descubrirá nunca. A ojos del capitán será culpa de la mora.
Desenvainó la espada con la derecha y la daga con la izquierda, y se vino contra mí muy decidido. Sin dar cuartel, los hermanos Mendoza se le echaron encima y lo desarmaron con poco esfuerzo, mientras Pinto desaparecía en la oscuridad con la mora. Tuvimos que golpear a De la Parra para relajarlo, dejándolo sin conciencia y cargamos con él al hombro, como si fuese un costal de trigo.
Nos dirigimos al barco con prisas, pues podían echarnos en falta. Habíamos de dejar el fardo en el galeón y luego ir a recoger a Mejía a la nave capitana. Si terminaba la cena y no aparecíamos para escoltarlo, estábamos perdidos. Así que, sin preocuparnos de Pinto, volamos calle abajo en busca del puerto.
Cuando llegó la hora de escoltar al capitán, esperamos junto al
San Martín
sin que hubiese llegado el portugués. Don Álvaro se daría cuenta de tal circunstancia y nos sería difícil disimular tan inexplicable descuido. Contemplamos cómo se despedían los oficiales mientras bajaban al encuentro de las escoltas para volver a sus galeones. Cuando vimos que don Álvaro de Mejía abandonaba la nave y se nos acercaba, nos miramos con preocupación, preguntándonos con un gesto quién tomaría la palabra cuando preguntase por Pinto.
El capitán llegó a nuestra altura sonriente. El vino había causado estragos entre los oficiales, a juzgar por las risas y los guiños que se prodigaban en las despedidas. Cuando nos cuadramos en el saludo que correspondía, miró a un lado y a otro, y la risa se le borró del rostro.
—¿Dónde está Luis Pinto? —preguntó de repente sin signo alguno de borrachera.
Teníamos los músculos tensos, las miradas perdidas en el agua del Tajo, sin saber qué responder. Mi cabeza daba mil vueltas en pos de una respuesta convincente, pero el silencio empezó a ser largo en exceso.
—Aquí estoy, mi capitán.
El portugués, algo desarrapado, salió de la nada a nuestras espaldas, y su saludo devolvió la sonrisa a la cara de don Álvaro, que olía a vino y tabaco, mientras nosotros apenas podíamos disimular el hedor a sudor, sangre y, nuestro camarada Pinto, también a mujer.
N
o olvidaré jamás, hasta el mismo día de mi muerte, la mañana en que desplegamos velas. Era un amanecer de finales de mayo y el sol azotaba desde bien temprano las lonas y se reflejaba señoreando la desembocadura del río. Más de ciento treinta barcos se habían armado con mayor o menor fortuna y comenzaron a levar anclas paulatinamente, a medida que se iban dando las órdenes de maniobra. Antes de zarpar, Medina Sidonia había convocado en su barco a todos los mandos y había ensayado con ellos los sistemas de señales para la comunicación entre naves. También había trazado por última vez la ruta por la que habíamos de dirigirnos a Inglaterra y explicó cuál había de ser nuestra actitud ante el ataque de la flota de la reina Isabel.
Era digna de ver aquella Armada. En primera línea iban diez galeones de Portugal —con el
San Martín
del duque como nave capitana— junto a diez de Castilla, que navegaban bajo el mando de don Diego Flores de Valdés. Además, abriendo igualmente la flota, cuatro galeazas de Nápoles, mandadas por don Hugo de Moneada.
En segunda línea avanzaban hacia la desembocadura del Tajo cuatro grupos de diez navíos cada uno: enormes mercantes, bien armados y cargados hasta las vergas de armas, munición y hombres aguerridos. Se trataba de cuatro escuadras: la vizcaína, a las órdenes de don Juan Martínez de Recalde; la guipuzcoana, bajo el mando de don Miguel de Oquendo; la andaluza, con don Pedro de Valdés a la cabeza; y la levantina, bajo el mando de don Martín de Bertendona.
Además de estos buques de guerra, la flota contaba con más de treinta barcos ligeros y mucho más rápidos como eran pataches, zabras y fragatas, y con otros tantos de mayor tamaño que cerraban la expedición y que hacían labores de carga y aprovisionamiento: urcas, carracas y galeras.
No hubo hombre, por rudo y veterano que fuese, que no sintiera emoción al ver aquella flota avanzar hacia alta mar. Desde el puerto recibíamos señales de victoria y gritos de ánimo en todos los idiomas de la cristiandad y al pasar frente al fuerte de San Julián recibimos las salvas de despedida. Entusiasmados, devolvimos el saludo dando vivas al rey, a Portugal y a España.
Cuando más animados estábamos, blandiendo espadas y agitando morriones, el viento comenzó a soplar fuerte de poniente, por lo que el capitán mandó arrizar trinquete, mayor y mesana, pues la cebadera ni siquiera había sido desplegada en el corto espacio que habíamos recorrido.
Lo que habíame parecido el fin de aquella inactividad que estaba matando al ejército, se tornó en el principio de un martirio: durante tres semanas nos vimos obligados a permanecer anclados frente a Belem, embarcados y sin posibilidad de bajar a tierra, con desgana y poca salud, pues muchos empezaron a enfermar por ingerir la comida que hedía en las bodegas y que, dicho sea de paso, era la única que había.
Durante aquel tiempo no estuvimos ociosos. El capitán Paredes mantenía la disciplina a bordo, ordenando a los marineros controlar el barco, que se zarandeaba como consecuencia de los fuertes vendavales que soportaba. A pesar de su peso en plena carga, el
San Marcos
se movía como una mosca sobre las olas, y los hombres que no estaban acostumbrados a hacerse a la mar parecían permanentemente embriagados, asomados por la borda mientras perdían media vida en cada basca.
Éramos más de trescientos hombres los que habíamos de convivir en el galeón durante la travesía, todos compartiendo un reducido espacio a todas horas, tanto si se trataba de trabajar en cubierta como si teníamos que comer, limpiar, ensayar abordajes, asearnos o dormir. Así que, como digo, aunque no era fácil intimar con todos y cada uno de los marineros o soldados que me rodeaban, sí me fue dado conocer a muchos de ellos, con sus historias, sus cuitas y sus anhelos.
Fueron numerosos los soldados que sirvieron con nosotros en aquella jornada. De buena parte recordaré siempre sus nombres; de otros, hasta los pormenores de su vida, sus cuitas y anhelos. Mas son una mínima parte, pues del resto nunca supe gran cosa, y pasaron sin pena ni gloria, si es que no es suficiente gloria haber muerto o, aún más, sobrevivido a tan desgraciada empresa. Los que nombro en este relato entablaron más o menos amistad conmigo y también entre ellos, pues en aquellas tres semanas durante las cuales permanecimos a la altura de Belem, y el resto del tiempo que estuvimos a bordo, compartimos plato, armas, males, penas, alegrías, inquietudes y, en definitiva, vida. Y en muchas ocasiones, también muerte.
Aunque escasamente, también tuvimos algunas oportunidades para mezclarnos con los aristócratas que se habían embarcado junto a nuestra compañía. El marqués de Peñafiel y otros señores de alta cuna buscaban la gloria a bordo del galeón, dispuestos a entablar batalla igualmente, no exentos de valentía y arrojo, a pesar de la forma de vestir y comportarse, más parecidos a damiselas que a soldados de los tercios del rey.
El caso es que aquellas semanas sirvieron para que la tripulación se conociese, y surgieran amistades y también enfrentamientos, aunque éstos últimos siempre permanecían ocultos al capitán, porque a nadie le apetecía colgar de un peñol. Puestos a morir, era preferible hacerlo como hidalgos y no como delincuentes, y eso lo sabíamos todos como nuestro propio nombre. De modo que cuídeme mucho de no dar motivos al segundo del barco, el singular Martín Ledesma de Guzmán, que seguía sin dirigirme la palabra, lo cual me preocupaba aún más que si me hubiera devuelto la estocada en un mal encuentro, bajando al sollado o a la sentina. Pero no hubo palabras ni gestos, y mi temor crecía día tras día, sin que me decidiese a contar el episodio a ninguno de los que se preciaban de ser mis amigos. Hasta que al fin quise dar el paso y hacer partícipe de mis miedos a Idiáquez, tal vez el más sensato, inteligente y comprensivo de todos:
—¿Qué os parece Martín Ledesma? —inquirí cuando ambos contemplábamos el atardecer desde el castillo de proa.
Idiáquez se entretenía observando los movimientos de los marineros en la jarcia de labor, pues el tiempo había mejorado y era cosa de horas que volviésemos a desplegar velas.
—Creo que es un gran servidor del rey y un buen marino. He tenido ocasión de charlar con él e incluso compartir mesa. Ayer me invitó el capitán a su cámara y tuve a mi lado a don Martín. Es un hombre ambicioso. Pero valiente, cabal y razonable.
Sorprendióme la respuesta. Pensé que tarde o temprano sabría que Martín procedía de Llerena y que allí precisamente había dejado yo a mi madre y a mi hermana, con lo cual sopesé la conveniencia de sincerarme, pero al final dije:
—Espero que así sea. En una campaña como ésta es fácil que en algún momento tenga que hacerse con el mando del galeón —hice una pausa mientras pensaba que ojalá no se diese tal caso—, y entonces vamos a necesitar que demuestre su valía.
Permanecimos luego un rato en silencio, viendo cómo el mar de jarcias, palos y velas se iba amoldando a la nueva situación. Las voces que procedían de los maestres y contramaestres se repetían en cada barco como en un eco, lo que anunciaba que efectivamente partiríamos al fin, con la desazón de sabernos débiles por falta de comida y bebida, cuando aún no habíamos siquiera desembocado en el mar.
A
gustín de la Parra había permanecido en absoluto silencio desde que volvió en sí, de modo que no sabíamos si estaba bien o mal; si recordaba lo sucedido o lo había olvidado todo como consecuencia del golpe que hubimos de propinarle para acarrearlo de nuevo al barco. Sea como fuere, no abría la boca, y nos miraba taciturno y con una pizca de recelo, mientras nosotros nos preguntábamos unos a otros muy por lo bajo qué le estaría ocurriendo y si conservaría la cordura o si, por el contrario, de un momento a otro armaría el arcabuz o el mosquete y nos descerrajaría un tiro entre ojos para abrirnos la cabeza como un melón. Hasta que una mañana, muy temprano, alguien dio la voz de alarma, advirtiendo su presencia agarrado a un flechaste con una sola mano bajo la cofa del mayor, dispuesto a dejarse caer a cubierta y acabar así con su vida. Quiso Dios que uno de los marineros lo evitase, y viniese con él a donde estábamos el resto, y supimos al fin que no se había quedado mudo ni había sufrido más trastorno que el del corazón, que es en esta vida el peor de todos los trastornos.
—¡Bellacos! ¡Animales sin escrúpulos! ¡Malnacidos! —nos gritaba—. ¿Qué habéis hecho con mi mujer?
Se revolvía como un jabalí herido, soltando mandobles con diestra y siniestra, mientras lo sujetaban varios hombres para hacerlo razonar. Cuando, exhausto, dejó de bracear, me acerqué a él y le dije:
—Mira bien que si el capitán llega a enterarse de todo esto nos cuelga a unos cuantos de una verga. Y aunque tú estés deseando pasar a mejor vida, ninguno de estos camaradas queremos vernos en deshonra —hice una pausa y lo miré fijamente a los ojos—. De modo que alégrate de haber conservado la vida gracias a que expusimos la nuestra en aquel callejón, y olvida ya a esa mujer, que ni es tu esposa ni puede serlo, pues no es más que una fulana que te ha cautivado con sus ojos de serpiente y te ha hecho perder el seso.
Entonces, sacando fuerzas de donde no las tenía, en un arrebato de ira, se soltó de sus custodios y me propinó una coz en el bajo vientre que vino a dar con mis rodillas en la tablazón, y me dejó medio mareado y sin saber ni dónde estaba. Cuando me repuse lo habían sujetado de nuevo y me fui para él soltando un feroz resoplido.
—Hemos peleado juntos en Flandes. Pasamos malos ratos en Levante, viendo cómo en galeras los esforzados y buenas boyas se abrían las carnes al remo. Y… ¿hemos sobrevivido para esto? —le dije muy malhumorado, mirándolo fijamente a los ojos semiabiertos que me miraban con desprecio.
Entonces le devolví el golpe seco que me había propinado y vi cómo por sus mejillas rodaron dos lagrimones como puños, tragándose el dolor y el orgullo. En ese momento, cuando me disponía a volver a la carga para hacerlo recapacitar, un murmullo nos advirtió de la presencia del alférez Idiáquez y cada cual ocupó su puesto, dejando a De la Parra en el suelo.