La colina de las piedras blancas (3 page)

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Authors: José Luis Gil Soto

BOOK: La colina de las piedras blancas
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El local era un sótano húmedo y oscuro, poco dado a relaciones que no fuesen con grilletes y torturas. Estaba, a pesar de lo avanzado de la noche, a rebosar de soldados y marinos de nuestra flota, la mayoría de ellos oficiales acompañados por mujeres de piel tostada o negra, pero también por algunas portuguesas, españolas e italianas. En menos de un amén nuestro grupo se disolvió en busca de mejor compañía, y me vi solo con una jarra de vino en la mano, mirando en derredor mientras admiraba el género de
A pérola preta
, que tal era el nombre de la mancebía.

No había transcurrido el tiempo de un Padrenuestro cuando se me acercó una mora de piel dorada y sonrisa aceptable, para lo que era frecuente en ese tipo de lugares. Nunca podré olvidarla, pues jamás he visto ojos como los de aquella mujer, de un color que no era ni miel ni ámbar, ni verde ni azul, ni gris ni marrón, ni claro ni oscuro, sino una mezcla de todos ellos. Los admiré a la luz de una pequeña lámpara que colgaba de la pared, en el rincón donde nos acomodamos junto a las cortinas raídas que separaban la estancia de las alcobas de donde procedían gemidos, gritos e incluso insultos proferidos por soldados en pleno goce.

La mora decía llamarse Lucinda, y en un latín mal pronunciado me contó una extraña y disparatada historia acerca de una galeaza encantada, donde un tritón la había transportado desde su tierra hasta Lisboa, permaneciendo inmaculada hasta el mismo momento de conocerme. Aunque la narración me hubiera producido risa en cualquier otro lugar, una profunda tristeza se apoderó de mí al verme ante aquella belleza a la espera de unos cuantos maravedíes por los servicios prestados. Descuidadamente me llevé la mano al jubón y palpé la bolsa de monedas que tenía a buen recaudo. Lucinda consiguió encender mi deseo en un instante, con caricias que sólo una mujer experta podría haberme regalado, mientras me susurraba al oído con voz melosa palabras que no alcanzaba a entender. Me señaló una de las alcobas vacías y volví a tocar la bolsa de monedas mientras me ponía en pie. Y entonces, aunque vuestras mercedes y cualquiera pueda poner en duda mi condición de intachable varón español, se vino a mi mente la imagen del convento de la Concepción de Llerena, donde había yo de enviar cuánto dinero me fuera dado ganar en aquella jornada. Y apartando de mí a la mora, salí presto a la calle, donde el intenso frío me acompañó en el deambular por las callejuelas que me llevaron de nuevo a ver la silueta del
San Marcos.

Cuando el sol levantó apenas un palmo, tuvimos noticia de que el capitán había sido llamado al galeón
San Martín
, nave capitana de la flota, junto al resto de oficiales de las diferentes compañías. El desorden era cada vez mayor en el puerto, donde se amontonaban sin concierto la mercancía y los utensilios, así como munición, cañones y otro armamento. Aunque la disciplina de los tercios impedía el pillaje, nadie podía asegurar que todo lo que llegaba tuviera un destino cierto, y desde luego no había maestre de campo, sargento mayor, capitán o alférez que pudiera decidir en qué embarcación había de cargarse cada barril, o instalarse cada culebrina o cada cañón.

Después de la noche en vela, los soldados, colgados del galeón por la cintura, echaban los higadillos por la borda, aun conociendo que si el capitán Mejía los sorprendía en tales oficios irían ellos tras los despojos, por más que se defendieran culpando de tamaña indisposición a la comida en mal estado.

Trascurrió la mañana sin que recibiésemos órdenes, ocupados en limpiar espadas, dagas, mosquetes y arcabuces, a la espera de que don Álvaro nos encomendase oficio para no permanecer ociosos.

Así estuvimos hasta el mediodía y, a medida que pasaban las horas, los hombres iban recuperándose de la borrachera e incorporándose a sus oficios con pocas ganas y peor semblante. Cuando finalizó la reunión de oficiales, el capitán nos reunió a todos y nos contó lo que había acontecido en el
San Martín
: el rey don Felipe había tomado la determinación de nombrar capitán general de los Océanos y, por lo tanto, jefe de nuestra Armada, al que hasta entonces había sido capitán general de Andalucía, que no era otro que don Alonso de Guzmán el Bueno, duque de Medina Sidonia, un fiel servidor del rey poco acostumbrado a empresas marinas, quien desde el principio mostró su desacuerdo con el nombramiento y su pesadumbre ante la negativa del rey a aceptar su renuncia.

Capítulo 4

L
a bandera del capitán Mejía era una de las doce compañías que componían el tercio de Nápoles, cuyo maestre de campo era don Alonso de Luzón. Por debajo de éste había un sargento mayor llamado Gonzalo de Sandoval, hombre con fama de ser eficacísimo en las artes tácticas de la guerra, en cumplimiento de su misión, que no era otra que la de organizar el tercio en todo, dejando para su jefe únicamente la capacidad de decisión.

Era don Alonso, además, el capitán de la primera compañía y don Gonzalo el de la segunda, con lo que los otros diez capitanes quedaban por debajo en cuestión de mando dentro del tercio, pero en igualdad en cuanto a organización de las compañías, las cuales contaban con doscientos cincuenta hombres cada una, siempre que el reclutamiento hubiera dado sus frutos como debía. Puesto que esto no era siempre posible, muchas de ellas quedaban mermadas en número y había que suplir tal carencia con mucho arrojo y valentía, con el fin de dejar bien alto nuestro nombre.

Cada uno de los capitanes nombraba a su propio alférez y se procuraba un sargento, un furriel, un capellán, un pífano y dos tambores. Don Álvaro había conocido a Idiáquez mucho tiempo atrás, y persuadido de su valía lo había llevado consigo. Igual había hecho con el sargento Juan Escalante, que venía de un pueblo cercano a Talavera y era hombre parco en palabras pero un genio militar harto disciplinado.

Por debajo de Escalante se formaban las escuadras, de unos veinticinco hombres cada una al mando de cabos de escuadra. Como ya he referido antes, nuestro cabo era Sebastián Orellana, el cual habíase ganado el puesto a fuerza de batallar en Flandes durante años y años, sin flaquear ni cuando faltaba la comida por semanas enteras. Era el trujillano difícil de ganar para la amistad, pero una vez que mostraba una fisura en su impenetrable corazón, deshacíase en atenciones y sellaba con sangre la unión con los que consideraba sus amigos.

A mí me correspondía un sencillo puesto de soldado en aquella escuadra de Orellana, pero todos me tenían en consideración y alta estima porque se sabía en la compañía que era deudo del capitán. Don Álvaro lo hacía saber abiertamente y en público, para que todos supieran que yo era su protegido y que en mi condición de hidalgo era cuestión de tiempo que escalase en la milicia y llegase a ocupar, tarde o temprano, la capitanía que me pertenecía por derecho. Mientras tanto, luchaba como soldado, acataba las órdenes y me mostraba diligente en cumplirlas, oficiando con sencillez en aquel duro camino que se me abría hacia la gloria.

Aunque no había mejores ni peores hombres en aquellos tercios, sino todo un conjunto de soldados temibles y valientes, no puedo sino sentirme orgulloso de haber pertenecido a la compañía de don Álvaro, pues dentro del tercio —y aun fuera de él— era reconocida como una especie de unidad especial. Esto, que nos había convertido en aventajados en cuanto a la soldada, nos llevaba a exponer nuestras personas en más de un mal trance, y teníamos a nuestras espaldas muchos compañeros que se quedaron para siempre en los humedales de Flandes, en el fondo del Mediterráneo o en tierras de moros. Y de todos ellos nos acordábamos con frecuencia y eran objeto de nuestros rezos, aunque nunca lo hubiéramos reconocido fuera de nuestro círculo, por no dar muestras de flaqueza con tanta añoranza y sentimiento.

Éramos, como digo, un grupo unido y fuerte. Además del cabo Orellana, formábamos la escuadra dos conjuntos homogéneos que en los tercios se conocen como camaradas, es decir, amigos que compartíamos utensilios, ropas, comida, armas y hasta la sangre si eso nos fuera dado. No es ésta una unidad reconocida en lo militar, pero de sobra aceptada y eficaz en la guerra. La nuestra estaba formada por los hermanos Juan y Hernando Mendoza, de Antequera; Pedro de la Vega, el de Osuna; Francisco Chico, manchego de Albacete; los extremeños García Cabeza de Vaca, Agustín de la Parra, Bernardo Vargas y Juan Díaz, a quien apodaban el
Carbonero
, pues se había criado entre carboneras y piconeras de encina; los portugueses Luis Pinto y Fernando Sousa; y, por último, los castellanos Miguel Medina y yo mismo.

Aunque era la nuestra una compañía de piqueros, hacíamos méritos para tomar los arcabuces, con el fin de obtener la ventaja de un escudo al mes, y con ese objetivo nos adiestrábamos a diario bajo las órdenes del sargento Escalante. Realizábamos prácticas de tiro, desmontaje, limpieza y montaje de piezas, para familiarizarnos con aquella arma tan útil y eficaz. El resto del tiempo nos dedicábamos a la espada, a la lucha cuerpo a cuerpo, ensayando movimientos y agilizando las extremidades, pues los largos periodos de inactividad acababan por entumecer brazos y piernas. Y así pasábamos los días, entretenidos en mantenernos fuertes, cuando no despachábamos tinto a jarras, o nos sumergíamos en tertulias interminables con Idiáquez y la pareja de ases, como denominábamos a don Álvaro y a don Francisco, que no se separaban si no era obligación.

En nuestras largas conversaciones soñábamos con escalar en la milicia, obteniendo soldadas como las de un capitán, que rozaba los cuarenta escudos. Cuando Mejía nos escuchaba decir tales cosas, terciaba algo molesto, pues al fin y al cabo lo señalábamos por obtener él tan suculenta bolsa mes tras mes. Don Francisco, sin embargo, había obtenido un entretenimiento de veinticinco escudos mensuales, por lo que aparentaba sentirse molesto para ver la reacción de su amigo.

Nosotros estábamos muy lejos de aquellos importes, ya que un soldado percibía tres escudos mensuales cuando las cosas iban bien. Sin embargo, había épocas en las que transcurría más de medio año sin recibir blanca, por lo que nos amotinábamos dispuestos a cualquier cosa.

Dado que nuestro sueldo era más bien escaso, habíamos de prosperar convirtiéndonos en arcabuceros, como he dicho, o en mosqueteros. Por ser cabo de escuadra se obtenía una ventaja de tres escudos, y por ascender a sargento, de cinco. Y así hasta nuestro maestre de campo, que percibía ciento doce escudos de a diez reales cada mes, ochenta por su persona y treinta y dos por ocho alabarderos a su servicio.

—No os lamentéis tanto —nos reprimía don Álvaro cuando acabábamos hablando de estas cuestiones—, que peor están los grumetes, con apenas seiscientos maravedíes.

El caso es que en aquella situación, con un futuro incierto, con familias a las que mantener o con la intención de contraer matrimonio a la menor oportunidad, todos nos hacíamos ilusiones, y luchábamos por obtener las ventajas que nos hicieran menos pobres. Y así pasábamos los días y las noches, en aquellos meses de incertidumbre en los que parecía que no íbamos a embarcar jamás.

Capítulo 5

C
uando se anunció la llegada del duque ya llevábamos varios días haciendo conjeturas acerca de la conveniencia de su nombramiento. Era sabido que no se trataba de un marino y que carecía de experiencia en el arte de guerrear en el mar, lo cual desanimó aún más a la marinería congregada en Lisboa, y también a la infantería, pues al fin y al cabo, nosotros, los soldados, dependíamos igualmente de él una vez embarcados y hechos a la mar. Sin embargo, su designación era acertada en cuanto a que nadie la cuestionaría en un ejército plagado de aristócratas y al que había acudido una buena representación de cada casa noble de España. El duque, que procedía de una de las más laureadas estirpes de Castilla, era venerado al margen de su acierto en el desempeño de la capitanía general de Andalucía.

Cuando entró en Lisboa y se aproximó al campamento y al puerto, pudo comprobar que el caos que reinaba era mucho mayor de lo que había supuesto al abandonar Sanlúcar para hacerse cargo de la flota. No había barco que hubiera sido cargado con criterio: en unos faltaban cañones, mientras en otros se amontonaban en cubierta piezas nuevas de bronce que ni siquiera podían ser colocadas por falta de espacio. Algunas pinazas llevaban a bordo cañones tan grandes que apenas dejaban sitio en el combés, y ciertos galeones se encontraban prácticamente desarmados, mientras en sus entrañas acumulaban tanta munición que podría haberse abastecido a varias galeazas durante toda la campaña.

Se paseó por el muelle y pudimos verlo de cerca cuando se detuvo ante el
San Marcos
, pensativo y rodeado de varios de los mejores marinos de la escuadra. Junto a él permanecían Pedro de Valdés, Miguel de Oquendo y Juan Martínez de Recalde, tres leyendas vivas de nuestra Armada que podían serle de mucha ayuda, si es que aquel desaguisado tenía remedio.

Era don Alonso un hombre de media estatura, bien plantado e impecable en el vestir. Su barba ocultaba en parte la gola que coronaba el jubón de terciopelo carmesí que asomaba bajo la ropilla, y al cinto llevaba una espada tan reluciente y bien labrada que no hubo hombre de nuestra compañía que no se fijase en ella. Llevaba gregüescos acuchillados de calidad, con forro dorado muy brillante. Parecía el duque meditabundo y poco expresivo, y a su rostro asomaba una especie de melancolía que venía a sembrar desasosiego entre la tropa. O nos engañábamos, o la experiencia de múltiples batallas y miles de almas yéndose al otro mundo sin más trámite nos decían que aquel hombre tenía miedo. Y si no fuese porque evidenciaba una notable inteligencia y le precedía su trayectoria intachable, habríamos pensado que estaba allí por no desairar al mismísimo rey.

Lo cierto es que, a pesar de su apariencia, el duque actuó con contundencia desde el principio. El mismo día de su llegada comenzaron a hacerse las cosas con el orden y la disciplina que se requieren en tan noble causa. Inmediatamente se rodeó de los más competentes oficiales que había desplazados en Lisboa y pidió al secretario de Santa Cruz que no abandonase la ciudad hasta que los papeles del marqués pudieran ser estudiados con detenimiento.

En pocos días se notó su trabajo. Inmediatamente envió un informe detallado al rey en el que pedía más artillería y más munición, así como la incorporación a la flota de los galeones de Indias anclados en Cádiz. Asimismo solicitó un aplazamiento de la partida y licencia para desembarcar parcialmente a las compañías que ya habían subido a bordo, pues entendía que era imposible mantener a todo un ejército de casi treinta mil hombres en permanente disposición de zarpar, hacinados en los navíos y consumiendo cuantos víveres estaban a su alcance, en menoscabo de la posterior utilidad que éstos tendrían durante la travesía.

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