La colina de las piedras blancas (27 page)

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Authors: José Luis Gil Soto

BOOK: La colina de las piedras blancas
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El resto eran casas de piedra habitadas por las principales familias, así como otras menos consistentes, levantadas con adobe, paja, madera y otros materiales como juncos o escoberas. También había una pequeña iglesia con un tejado de gran inclinación, alto y tan espigado que llamaba la atención sobre el resto de los edificios.

Desde el torreón de los MacClancy, en el islote, había que subir por la pendiente para acceder a la parte más alejada del agua, en las proximidades de la iglesia y de las casas que la rodeaban. Desde allí, en lo más alto, e incluso desde fuera del fuerte, ladera arriba, las vistas del lago eran una de las maravillas que Dios ha regalado a los hombres para su disfrute en esta vida de mero tránsito.

En aquel pequeño paraíso encontramos acomodo y, por primera vez en varios meses, descanso y comida en abundancia. Desde el primer día fuimos engullidos por la pequeña sociedad de los MacClancy y pasamos a participar de sus oficios, sus problemas y sus alegrías. Yo dediqué la primera semana a reponer fuerzas y descansar, con el permiso del señor y de su esposa. Ésta, que era hermosísima y mucho más joven que él, sintió gran lástima al verme llegar tan quejumbroso y dedicó buena parte de su tiempo a cuidar mis heridas y a darme de comer lo mejor que caía en sus manos. Lo hacía junto a una de sus hijas, una bella muchachita que a mí me tenía encantado.

La esposa de nuestro amo se llamaba Niahm, y como digo era tan hermosa que dolía mirarla. Tenía la tez muy blanca y los ojos de un verde azulado como el agua del lago donde vivía. Sus cabellos eran de un rojo encendido y caían largos por los hombros hasta rozarle los senos, firmes y proporcionados. Llevaba siempre vestidos de colores, ceñidos y que dejaban ver parte de sus piernas, al igual que el resto de las mujeres de aquella villa, lo que volvía locos a los españoles que allí estábamos, pues ya he dicho que no es costumbre en nuestra nación ver a mujer alguna de esa guisa, salvo si es pública y recibe buenos reales por sus servicios.

Niahm canturreaba constantemente y sonreía al hacerlo. Su voz sonaba melosa y mágica, entonando letras ancestrales de los celtas, que venían a ser hechizos. Y eso hizo conmigo y con el resto de mis camaradas: nos hechizó de tal modo que no hacíamos más que contemplarla doquiera que apareciese. Cuando paseaba por la orilla del lago, acompañada por sus hijas, hermanas y amigas, no sabíamos dónde mirar, pues si ella era hermosa, tampoco las demás pasaban desapercibidas: tan blancas, armónicas y dotadas por la naturaleza.

Una mañana, habiéndome yo repuesto de mis heridas y ganada parte de la carne que había perdido, me hallaba en compañía del capitán Cuéllar caminando por el interior de la muralla, contemplando el lago y la ladera que subía desde la orilla en busca de las montañas que se divisaban en lontananza. Del otro lado del castillo había prados verdes y densos juncales, que permanecían encharcados hasta en el estío.

—Montiel —me dijo muy solemne, enmarcado en un bello arco iris que parecía salir de las aguas—. Hoy he tenido conocimiento de una tragedia.

Había notado desde bien temprano que el capitán se mostraba meditabundo y algo ido, y aquella revelación venía a darme razón de su actitud.

—¿Qué ha ocurrido? ¿Es grave? —quise saber con premura.

—Si hubiésemos llegado a embarcar cuando acudimos en busca del navío que había de llevarnos a casa, ese mismo al que subieron nuestros compañeros por andar más deprisa que nosotros, no estaríamos vivos ahora.

—¿Qué? —exclamé incrédulo.

—Era en realidad una galeaza. Naufragó poco después de zarpar. Una tempestad se la llevó por delante. Don Alonso Martínez de Leyva murió ahogado.

Cuando nombró al capitán general de la caballería de Milán, segundo de la Gran Armada, un tremendo escalofrío me recorrió la espalda y fue a clavárseme en la nuca.

—¡Qué tremenda desgracia! ¡Nada menos que Leyva, uno de los hombres de confianza del rey! ¿Y no sobrevivió ninguno de ellos?

—No. Más de mil hombres se habían hacinado en la
Girona
como única esperanza de salvarse. Pero estaba muy dañada y fue a estrellarse contra los arrecifes.

—Don Alonso vagaba por la costa al mando de más de quinientos hombres. Supongo que a ellos se unirían los náufragos de algún otro navío. Con él estaban don Alonso Ladrón de Guevara, don Tomás Granvela. ..

—¿Granvela también? ¡Oh, Dios mío! ¡El sobrino del cardenal Granvela!

—Sí. El mismo. Y también iba don Luis Ponce de León. Y Manrique de Lara.

Al nombrar al parcial de don Alonso, con quien coincidiera yo durante mi estancia en la cabaña de la familia de Moira, sentí gran lástima por él. Era muy probable que hubiera logrado unirse a Leyva y que luego hubiera muerto ahogado junto a él. ¡Pobre hombre!

—Qué desastre… qué desastre —repetía Cuéllar una y otra vez.

—¿Y cómo se ha enterado vuaced de esa nueva? —le pregunté con curiosidad.

—Aquí casi todos se expresan correctamente en latín. Uno de los correos de MacClancy ha llegado esta mañana contando lo ocurrido al norte.

Recordé entonces que había renegado del Creador cuando llegamos el capitán y yo a la ensenada y comprobamos que el barco había partido dejándonos desamparados. Al reservarme otro destino y librarme de la muerte segura, el Padre me había dado una lección que no podía olvidar jamás: ¿cómo puede un mísero hombre criticar las obras de quien todo lo puede?

En esos momentos Cuéllar me hizo una señal con los ojos, desviando su mirada hacia algún lugar a mis espaldas. Se aproximaba un grupo de mujeres, a la cabeza de las cuales venía Niahm, acompañada por varias doncellas de las que habitaban el fuerte. También venía su joven hija, cuyo nombre aún no había aprendido yo, a pesar de haberlo oído varias veces en boca de su madre. Cuando llegaron donde nos encontrábamos, nos hablaron con naturalidad y se interesaron por nuestras cosas. Nos comunicábamos en latín, pues como me había adelantado Cuéllar, allí casi todos lo habían aprendido. Y aunque habitualmente hablaban en su idioma, con nosotros lo empleaban para entenderse.

—Así que vos sois capitán —le dijo a Cuéllar.

—Sí, lo soy. Y mi amigo es el soldado Montiel.

Niahm me miró sonriente, como lo había hecho durante mi convalecencia, y luego dijo con la misma sonrisa:

—Rodrigo —y me dedicó tan extensa mirada que me hizo estremecer.

Luego hablamos de cosas sin trascendencia. El capitán Cuéllar demostró ser todo un galante caballero, muy cautivador para con las damas. Hízoles gracias y trucos para tenerlas embelesadas. También les leyó la mano, y todas se lo rifaron, riendo a carcajadas sus ocurrencias.

Como viera yo que a mí no me prestaban atención, me enfurecí y me aparté un poco, lanzando piedras hacia el lago, con indiferencia. Al cabo, cuando llevaba un rato mirando de vez en vez al concurrido grupo —al que se habían sumado algunas mujeres más atraídas por la curiosidad y las risas—, se acercó a mí la hija de Niahm. Vino sigilosamente por detrás y me tocó en el hombro con su dedo.

—Rodrigo —me dijo, sin más.

—¿Qué quieres? —le dije muy secamente.

Por primera vez la contemplé de cerca. Era igual de bella que su madre, pero con los labios más perfilados y la nariz de más suaves formas que la de aquélla. Sus senos eran más firmes y bajo su vestido dejaba ver algo del muslo. Tenía edad para buscar marido —me dije—, y a fe que lo merecía.

—Rodrigo —repitió sonriente.

Me quedé mudo, sin saber qué decir. Entre sus labios apareció un collar de perlas blancas, pues no podría definir de otro modo tan impropia dentadura de una mujer de aquella región de bárbaros. La miré de arriba abajo, con descaro, y sentí una gran excitación al tenerla tan cerca. Entonces sonreí igualmente, arrepentido de haber sido descortés con tan bella criatura. Me incliné suavemente, hice una reverencia y dije:

—Rodrigo Díaz de Montiel, de la compañía de don Álvaro de Mejía. Soldado de los tercios de Su Majestad Católica, el rey don Felipe —me alcé hasta mirarla fijamente a los ojos verdes—. Para servirla.

Volvió a sonreír y me extendió su mano. La tomé y la besé, sin dejar de mirarla a los ojos. Y al hacerlo, ella rió en una carcajada muy sonora.

—Está bien que beséis mi mano. Pero lo que quiero realmente es que vos leáis en ella, como el capitán lo hace en la de mi madre.

Me sentí un tanto avergonzado.

—Yo no sé leer en la mano —dije excusándome.

—Ni el capitán tampoco. Pero así toma de la mano un rato a las mujeres hermosas que tiene cerca —me dijo—. Haced lo mismo conmigo, si es que os resulta agradable.

—Si ni siquiera sé vuestro nombre.

—¡Ah! Perdonadme. Me llamo Blaithin.

—Bla… —comencé a decir torpemente.

Ella volvió a reír. A cada momento me parecía más bella. Estaba radiante. Bajo sus ojos, unas manchitas salpicaban las mejillas sonrosadas. Tenía el cabello suelto, como su madre, y no con esa especie de pañuelo que tanto afeaba a las otras mujeres que había visto en Irlanda. Recordé entonces la hermosura de Eileen, despojada igualmente de aquella prenda durante nuestro encuentro carnal.

—Blaithin —me dijo.

Yo me había perdido en mis pensamientos. Al acordarme de Eileen y de aquel episodio, la imaginación voló hacia lujuriosos rincones, por lo que mi organismo reaccionó involuntariamente. Cuando sentí tal muestra de virilidad me ruboricé. Pensé de pronto que la muchacha se había percatado, y miré hacia donde estaba el capitán con las otras mujeres, por comprobar si alguien me veía. Por más que intentaba yo ocultar aquella reacción desproporcionada, mi cuerpo se volvía más y más indómito. Como un animal que no puede controlar sus instintos, ahuequé mi vestimenta para ocultar la entrepierna, enrojecí y me excusé torpemente, alejándome de allí y dando la espalda a la joven, la cual me miró con extrañeza y frustración.

A mis espaldas pude oír las risas de las mujeres, rendidas a la elocuencia del capitán. Y una vocecilla que me hería en lo más hondo: ¿esas son las formas que tenéis de tratar a una mujer, Rodrigo?

Capítulo 34

S
e nos iban los días en vivir apaciblemente, disfrutando del paisaje y del buen trato que se nos dispensaba en el territorio de los MacClancy, que no era otra cosa que una gran familia unida en la suerte y en la desgracia, acostumbrada a las arremetidas de los ingleses y de los clanes enemigos, siempre dispuestos igual a la guerra que a la paz. Junto a sus lechos dejaban cada noche las armas, por si había que salir a defender los ganados y las familias; y durante el día, mientras se trabajaba, no se olvidaba la impedimenta, que se mantenía cerca por si se llamaba al arma.

Nosotros, soldados hechos a la guerra y a las calamidades, no sufríamos esa tensión. Por el contrario, después de tanta desgracia y desolación, tras haber visto asesinar a nuestros amigos de la forma más miserable y cobarde que pueda darse en esta vida, nos habíamos acomodado en aquel fuerte y nos encontrábamos como en una granja, entre el cloqueo de las gallinas, el juego de los niños y las risas de las mujeres.

Cuando despuntaba el alba acudíamos a la iglesia a escuchar misa. El pequeño templo de altas bóvedas, de unos veinte o treinta pasos de largo, era coqueto y acogedor. En la fachada opuesta al altar había una gran ventana muy alargada, y varios altares adornaban la pared que había frente a la puerta. En su interior nos resguardábamos de la humedad que subía del lago, tal vez porque las lámparas estaban encendidas permanentemente y porque su orientación y sus altas ventanas favorecían la ventilación.

Tras la Eucaristía, íbamos por los talleres de herreros, carpinteros, picapedreros…, nos gustaba aquella existencia apacible y organizada. Y aunque participábamos como cualquier otro en los turnos de guardia, gozábamos de mucho tiempo para deleitarnos aprendiendo sus costumbres y algunas palabras de su extraño idioma, para luego decirlas al oído a las mujeres, que fingían escandalizarse.

—¡Venga, Montiel, acercaos a nosotros! —me decía el capitán, advirtiendo que yo me apartaba cada vez que él conseguía atraer la atención de Niahm y sus acompañantes.

Lo cierto era que sentía celos de don Francisco. Aquella facilidad para atraerse a las damas me parecía imposible y fuera de mi alcance. El, que era muy listo, se daba cuenta de todo, y escrutaba en mi ánimo para luego decirme:

—Aprovechad que las tengo rendidas, hombre. Venid también y decid cualquier cosa. A ellas les hace gracia nuestra condición de españoles, no sólo mis tonterías.

—¡Bah! A mí eso de leer la mano… —decía yo a modo de pretexto.

—Bueno… al menos tendríais que hacer caso a esa muchacha —me dijo con voz engolada—. ¿Cómo se llama? Bla… bla…

—Blaithin —me apresuré a decir.

—¡Eso! Mirad qué bien os habéis quedado con el nombre. Es porque os ha gustado, jovenzuelo —dijo entonando y clavando su índice en mi vientre, lo cual me hizo sentir infantil y avergonzado.

Luego me ponía como ejemplo al soldado Díaz, que estaba en relaciones con una irlandesa entrada en carnes y muy simpática. A todas horas podíamos ver a ambos recorriendo la muralla, ensimismados, perdidos de amor el uno por el otro. El
Carbonero
la abrazaba sin poder abarcarla con los brazos, y ella lo elevaba del suelo cuando le mostraba devoción.

Yo, sin embargo, no era capaz de acercarme a Blaithin, ni siquiera para disculparme por haberla dejado sin más explicaciones. No lo había hecho porque no se me ocurría pretexto alguno que aducir en mi defensa, pues no podía decirle la verdad. Tal vez ella, fruto de una cultura diferente, lo habría entendido; pero a mí no se me pasaba por la cabeza tamaña desmesura. Así que dejaba pasar el tiempo y ella se sentía cada vez más ofendida por mi actitud, hasta que un día me hice el encontradizo y le dije atropelladamente:

—Os pido disculpas por mi reacción.

—¿Vuestra reacción? ¿Qué reacción? —me dijo, y dejó mi mente en blanco.

—Bueno… yo… no sé.

—Claro. No sabéis. Eso es, no sabéis. El capitán sí que sabe cómo tratar a una mujer. ¡Qué suerte tiene mi madre, que lo tiene encandilado! —dijo airadamente, y se marchó sin darme opción a la réplica.

Cuando se perdió de mi vista me agarré los pelos y me tiré fuerte mientras cerraba los ojos y me golpeaba contra la pared.

—¡Soy un desgraciado! ¡Soy un desgraciado! —me decía a mí mismo.

En ese momento topé con alguien que me había visto hacer el idiota ante sus narices: Niahm. Allí estaba tan bella y sonriente como siempre. Esta vez su sonrisa se tornó en una risilla apenas reprimida con la mano. Los ojos le brillaban y sus mejillas parecían arder. Estaba tan guapa aquella tarde… Recorrí su cuerpo con la mirada, despacio, recreándome en cada curva. Perdí la vergüenza y el pudor y me dejé llevar de nuevo por la lujuria. Por si no había escarmentado con mi relación con una mujer casada, como era Eileen, ahora estaba a punto de cometer una locura, cuando oí al capitán que me llamaba: ¡Montiel! ¡Ven aprisa, Montiel!

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