La colina de las piedras blancas (37 page)

Read La colina de las piedras blancas Online

Authors: José Luis Gil Soto

BOOK: La colina de las piedras blancas
12.72Mb size Format: txt, pdf, ePub

—¿Y se sabe quién es el mercader y dónde mora? —pregunté con gran interés.

—Mi esposo, el conde, ha de saberlo. Pero habréis de aguardar a su llegada.

Como resultara que estaba encantado en aquella casa, comiendo, bebiendo, durmiendo y recibiendo las atenciones de Maureen, soportaba bien la espera, por lo que le dije a la señora condesa que aguardaría paciente ese momento y me despedí de ella con otra reverencia, sin hablar nada de aquel momento tan crítico del parto en el coche, por no incomodarla, tal y como me había advertido la criada antes de hacerme pasar. La condesa me dijo que a partir de aquel día la vería por la casa y que tenía la intención de invitarme a su mesa cuando llegase su esposo, lo cual agradecí largamente y me retiré a mis aposentos, tan ricos en muebles y adornos que, si no se me hubiese advertido desde el primer día que eran destinados a huéspedes, habría pensado que ocupaba yo la alcoba del mismo conde.

Capítulo 47

E
l conde de Rockford llegó dos semanas después de mi encuentro con su esposa. Venía agotado del viaje, por lo que se retiró a descansar tras su llegada; y a fe que tenía que venir cansado, porque necesitó otra semana más para reponerse, durmiendo, comiendo, bebiendo y sabe Dios qué cosas más. Con lo cual volví a impacientarme, pese a que seguía disfrutando, mientras tanto, de los deleites que me ofrecía la mansión.

Durante el tiempo que permanecí en la mansión de los condes visité varias veces la ciudad de Glasgow en compañía de los caballeros que vivían al amparo del conde. El principal de ellos era el que nos había franqueado el paso a O'Neill y a mí el día del parto de su señora. Se llamaba Patrick O'Connor, de origen irlandés, con quien hice amistad en el tiempo que permanecí en el palacete. Su cometido era el de ordenar las cosas de la hacienda de los condes, y por eso visitaba con frecuencia la ciudad, en busca de negocios y mercaderías.

Glasgow era el primer signo de civilización que encontraba desde Lisboa. Un gran centro comercial que experimentaba un pujante crecimiento por influencia de los mercaderes, quienes habían levantado a su costa buena parte de los edificios importantes de la ciudad. Esto se debía a la navegación por el río Clyde, que facilitaba la importación de mercancías de todo tipo, especialmente de tabaco y algodón, que eran muy apreciadas.

Sus calles y plazas eran muy diferentes de las que estaba acostumbrado a ver en España, incluso de otras que había visto en Francia, Italia, Holanda o en tierra de moros. Tenía universidad, la cual había sido fundada hacía más de un siglo, lo que hacía de Glasgow un centro, además de comercial, de conocimiento.

Mientras O'Connor hacía sus gestiones con los mercaderes yo deambulaba por la ciudad, que era también un importante enclave religioso. Me gustaba visitar la catedral, y asistir, si me era posible, a los oficios celebrados en sus capillas. Era un magnífico templo dedicado a San Mungo, cuya torre estaba coronada por una tremenda aguja.

Luego regresábamos a las tierras de los condes, hacia el suroeste, atravesando tierras labrantías y llanas como la palma de mi mano, lo cual me llamaba la atención porque siempre tuve la idea de que Escocia era tierra de montañas y lugares inhóspitos.

—Tenía la idea de que Escocia era por entero un lugar abrupto de norte a sur y de este a oeste —le reconocía yo a O'Connor.

—¡No hombre!, eso es más al norte y más al sur, pero no en la franja que va desde poniente hasta el puerto de Edimburgo. Todo esto es de buenas tierras, como ve vuestra merced.

A la vuelta de uno de esos viajes a Glasgow me encontré por primera vez con el conde. Era un caballero distinguido, algo mayor que la condesa, ataviado con buen género, luciendo brocados y gregüescos, y con excelente espada al cinto. Tenía un largo bigote puntiagudo y perilla recortada. Esperaba nuestro regreso ante la puerta de la mansión. Al vernos llegar se acercó a recibirnos:

—Así que vuestra merced es don Rodrigo, el soldado español que salvó la vida a mi esposa.

—Hice lo que hubiera hecho vuaced, señor conde. Nada más.

—Y nada menos.

Me abrazó con mucha alegría, dispuesto a celebrar su regreso y nuestro encuentro. Luego me comunicó que estaba invitado a su mesa, pues había preparado una recepción para algunos amigos y deseaba que yo compartiera aquel momento con él y con su esposa. Así que me dirigí a mis aposentos, me aseé cuanto pude y vestí ropa limpia.

Acudí a la parte de la residencia ocupada por los condes y me hicieron pasar a un gran salón. Allí estaba la condesa, radiante de felicidad, rodeada de invitados y sirvientes que se arremolinaban en torno a una mesa donde todo estaba dispuesto para servir la comida. Me recibió con la misma amabilidad con que lo había hecho la vez anterior, y su esposo fue dándome a conocer a todos y a cada uno de los asistentes, a los que íbamos saludando con breves gestos. Hasta que se detuvo ante un hombre distinguido, pero que por su forma de vestir y comportarse parecía más un mercader que un noble.

—Este es el señor Tullibardine —me presentó a su amigo—, uno de los mercaderes más importantes de Escocia. Ya he hablado con él y se encargará de preparar vuestro paso a Flandes.

—¡Oh! ¡Es un placer conocerlo! No sabe lo impaciente que estoy por regresar a España.

Entonces convine con él que embarcaría en Edimburgo, pero había de ser transcurridas tres semanas, cuando el hombre que hacía la ruta de Flandes tuviera suficiente mercancía para llevarla. Se trataba de un escocés que negociaba con tabaco, algodón, especias y tintes. Iría con él gracias al acuerdo al que habían llegado con Alejandro Farnesio, que seguía manteniendo el pago para repatriar a cualquier español que quedase vivo en las costas de Irlanda y Escocia.

—¡Tres semanas! —exclamé contrariado.

—Lo siento, no puede ser antes. No obstante, si lleva vuestra merced casi dos años fuera de su casa, no creo que tres semanas supongan un contratiempo —me recriminó algo molesto el escocés.

—No, desde luego. Entienda que estoy muy impaciente, ahora que mi vuelta a aquellos reinos es inminente.

Luego seguimos charlando de cómo eran las relaciones entre Escocia e Inglaterra y de si era posible pasar a Flandes sin parar en los puertos ingleses. Entonces él me contó que se hacían varias escalas, pero que el riesgo era mínimo para un mercader y muy alto para un soldado. De modo que había de pasar yo desapercibido durante la travesía.

Trascurrieron las tres semanas muy lentamente, como ocurre siempre que se desea vehementemente la llegada de un día concreto del almanaque. A pesar de que andaba muy atareado en satisfacer a la insaciable Maureen y era reclamado con frecuencia por los condes, las horas que pasaba solo se me hacían eternas. Continuamente me imaginaba la sorpresa de mis compañeros soldados al verme y la de mi madre cuando al fin pudiera regresar a España. Entonces me asaltó la duda de si podría abandonar Flandes de inmediato o tendría que ponerme a las órdenes del duque de Parma hasta que algunas tropas fueran relevadas y volviesen a Italia para embarcarse rumbo a Barcelona o Cartagena.

En estas cavilaciones me perdía mientras me devoraba la incertidumbre. Hasta que llegó el día señalado para partir. Vino un lacayo a anunciarme que recogiese mis cosas, y entonces le dije que no había traído yo equipaje alguno y que ninguno tendría que llevarme. Se dio media vuelta y al cabo de un rato volvió:

—La señora me ordena que le haga a vuestra merced un equipaje con ropas nuevas, calzado y lo necesario para una larga temporada —me anunció.

Tanta atención me resultaba excesiva para mis méritos, pero en cierto modo los condes se veían en deuda conmigo y lo pagaban con artículos que no suponían quebranto alguno para su fortuna, pero que para mí eran regalos caídos del cielo, después de tanto mendigar un simple sayo de piel raída.

—No podré llevar mucho peso encima. Ha de ser algo liviano —rogué.

Me preparó un petate con una muda y me vistió con jubón, ropilla, gregüescos acuchillados, calzas nuevas y zapatos de gamuza, todo ello de gran calidad y muy bien confeccionado. Luego me entregó una pistola, una daga española y una espada.

—¿Todo esto es para mí? —pregunté atónito.

—Sí. Y esta bolsa también —me dijo mientras me entregaba una bolsita repleta de monedas de oro—. Podrá vuestra merced cambiarlas en Edimburgo por moneda española, o por florines, si así lo desea.

—Pero… ¡esto es una fortuna! —protesté.

—Son órdenes del señor conde.

Cuando todo estuvo dispuesto fui a despedirme de Maureen, la cual sollozaba y se me abrazaba susurrándome al oído:

—¿Y ahora quién va a cuidar de mí?

—Alguien habrá, hija… alguien habrá —la consolaba con voz melosa.

Luego, cuando dejé a la moza llorando a lágrima viva, acudí solícito a agradecer a los condes cuanto habían hecho por mí y me recibieron en una sala junto a la entrada. Estaban en pie, esperándome. Me desearon suerte, y el conde soltó una larga prédica acerca de la necesidad de que los españoles garantizásemos la pervivencia de la verdadera fe. Luego nos despedimos, pero antes de que subiera al coche que había de llevarme a Edimburgo la condesa se acercó para hablarme así:

—Fui dichosa al encontraros. Mientras viva, cada vez que mire a mi hijo, me acordaré de vos.

Sabía que no volveríamos a vernos en la vida y tal circunstancia me apenaba. Pero aun así le dije que las vidas se cruzan en los caminos de Dios y que no sabíamos si tal vez algún día su hijo se cruzara con alguno de los que yo aún no tenía. Así de caprichosa podía ser la existencia.

Y me alejé de la residencia de los condes de Rockford sin volver la vista atrás, pues mi mente y mi esperanza estaban puestas ya en el puerto de Leith, junto a Edimburgo, donde habría de embarcarme para recorrer el mismo canal donde la Armada había sucumbido frente a Inglaterra.

Capítulo 48

E
dimburgo era una gran ciudad llena de vida, porque en ella florecía el comercio. A diferencia de Glasgow, había allí algo que al principio no podía distinguirse claramente; pero luego, a fuerza de observar era evidente: Edimburgo era la residencia del rey y eso hacía que alrededor de la corte se instalaran nobles, ricos mercaderes, artesanos y militares. Y también pedigüeños, embaucadores, truhanes, buscavidas y matones.

Sabía que no pasaría muchas horas en aquella urbe, pues enseguida me pondría a disposición del mercader que me llevaría a Flandes y habría de partir para Leith de inmediato. Por eso quise sacar provecho al escaso tiempo que tenía y recorrí cuanto pude de sus calles y plazas, tan deprisa que chocaba de vez en cuando con algún pendenciero que, ojo avizor, se entretenía en busca de quien cayese en sus garras.

—¡Dónde vais tan deprisa! ¡Esperad, que yo tengo lo que buscáis! — me gritaba uno.

—¡Extranjero! ¿Cambio de moneda? ¿Tal vez una prostituta que alivie vuestro frenesí? —me ofrecía otro.

Yo huía de todos sin mirar atrás, con la vista fija en los edificios, intentando retener cuanto me era posible de un lugar que no volvería a visitar nunca más. Mi inquietud me llevaba a recorrer cuantas más calles mejor, sin atender a los peligros que podía haber en el camino. Me sentía seguro con pistola, daga y espada, y no me importaba que me saliese al paso aquella gente.

Cuando me dirigía a la catedral con el ánimo de rezar por mi viaje, recordé que uno de los buscones que me había cruzado me había propuesto el cambio de moneda. Como no sabía a qué puerto de Flandes iría a parar ni si luego podría hacer el cambio, me adelanté al horario previsto y fui en busca del mercader, pues él podía conocer a algún cambista que me hiciese tal merced sin engañarme. Al volver sobre mis pasos no recordé dónde había establecido el punto de encuentro. Despistado, comencé a vagar cada vez más deprisa por callejuelas, plazoletas iguales unas a otras y tugurios de mal aspecto. Al salir de una de las plazas, me adentré en un callejón sin salida. Me dispuse a salir de allí pero, mientras me giraba, escuché a mis espaldas el tintineo de varias espadas rozando el suelo: tres enmascarados me cortaban el paso, dispuestos a despacharme y llevarse cuanto llevaba encima.

Sin darme tiempo a empuñar mi pistola, me vinieron con bravuconería, hasta que los tuve a un palmo, con sus tres hojas relucientes ante mi gaznate.

—¡Dios bendito! —grité mientras intentaba zafarme y evitar una mojada fugaz.

—¡Es español! —exclamó uno en latín—. ¡Sin cuartel!

Tres a uno era mucha desventaja. No había posibilidad de salir de allí con vida, por lo que no merecía la pena batirse si se podía negociar.

—Si buscáis dinero os daré cuanto llevo —dije con dificultad.

En un rápido movimiento me despojaron de la pistola. Entonces desenvainé la espada mientras reculaba para ponerme fuera del alcance de las suyas, pero mi defensa era inútil.

—¡Sin cuartel! — volvió a gritar el mismo.

Detuve estocada tras estocada, hasta que una de ellas me causó gran daño en la misma pierna que había tenido maltrecha durante tanto tiempo. El dolor me hizo flaquear y perder el equilibrio, y de pronto sólo pude ver una inmensa oscuridad.

*

—¿Es grave? —dijeron a mi lado.

—No. Aunque la herida parece profunda, es limpia. Sanará en poco tiempo.

Conseguí abrir los ojos como si mirase por una rendija. Estaba tumbado sobre una cama y un cirujano me curaba el corte de la pierna. Junto a él distinguí a otro hombre que observaba atentamente mientras decía:

—Lo encontramos en un callejón, desangrándose y en carnes. Ni rastro de ropa, armas, ni… dinero.

Intenté incorporarme al oír aquello. Me habían despojado de todo cuanto me habían dado los condes con gran generosidad. Mi imprudencia y las ganas de ver mundo me habían llevado a deambular solo, cuando podía haber solicitado del mercader la ayuda necesaria para conocer la ciudad.

—¿Lo conocíais? —preguntó el cirujano al otro hombre.

—No lo había visto antes, pero lo esperaba. Viene de parte de Tullibardine y los condes de Rockford. He de llevarlo a Flandes, pues es español.

Supe entonces que aquel hombre era el mercader con quien había de embarcar. Cuando me curaron y pude recobrar el habla, le agradecí que me hubiese salvado la vida.

—Mis sirvientes y yo salimos a buscaros, pues intuimos que os había ocurrido algo. El cochero me avisó de que os había dejado a la llegada, y que teníais la intención de visitar la ciudad. Cuando nos dijo que viajabais con dinero encima, nos alarmamos y salimos a buscaros.

Other books

Copycat by Erica Spindler
Muerte de tinta by Cornelia Funke
Cadmians Choice by L. E. Modesitt
Black Dawn by Desconhecido(a)
Slave Next Door by Bales, Kevin, Soodalter, Ron.