La colina de las piedras blancas (38 page)

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Authors: José Luis Gil Soto

BOOK: La colina de las piedras blancas
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—Me lo han robado todo, ¿no? —pregunté conociendo la respuesta.

—Todo —me confirmó—. Por las ropas no debéis preocuparos, pues os daremos otras nuevas. Lo peor es el dinero y las armas. Yo no puedo hacerme cargo de eso, espero que lo comprenda…

—Lo entiendo —dije abatido—. ¿Cuándo partimos?

Quería abandonar aquel lugar cuanto antes. El mercader me explicó que saldríamos de inmediato para Leith. Apesadumbrado todavía por lo ocurrido, sin un solo maravedí y con la pierna otra vez lastimada, subí a uno de los carromatos de la caravana que abandonó la ciudad camino del puerto. Era mediodía cuando dejamos atrás Edimburgo, y en el mar se dibujaban las suaves olas del canal. Aparecía manso, muy diferente a las costas irlandesas. Recordé entonces las batallas contra Drake en aquellas mismas aguas, la desesperación de Medina Sidonia, las preocupaciones de Mendoza, Chico y los otros que no volvería a ver.

Pasamos la noche en Leith a la espera de que toda la mercancía quedase embarcada. Al alba, cuando el sol asomaba tras la masa de aguas tranquilas, nos acomodamos en la pequeña embarcación del escocés. Soltamos amarras y pusimos rumbo a Flandes, pero también rumbo a la libertad y a la venganza.

CUARTA PARTE

LA VENGANZA

Capítulo 49

D
esembarcamos en el puerto de La Esclusa una mañana apacible de primavera. Las nubes dejaban ver el sol a ratos y el viento soplaba en una ligera brisa mientras las aves se acercaban a picotear en la costa, rompiendo la monotonía de embarques y desembarcos de mercancías y viajeros. Amarramos con gran alivio, pues me había contado el escocés que tiempo atrás, cuando Cuéllar había hecho aquella misma travesía, habían tenido un mal encuentro con holandeses que, ante sus ojos, habían aniquilado a más de doscientos de los nuestros en un galeón que pretendía arribar a la costa.

Pedimos ayuda para descargar los fardos que habían de disponerse en dos caravanas, con el ánimo de ser llevados a Bruselas y a Amberes, los centros comerciales más importantes de Flandes. Yo había de marchar hacia el primero, lugar donde las tropas españolas tenían una importante guarnición al mando del propio duque de Parma, si las cosas no habían cambiado durante mi ausencia. Allí tenía puestos mis ojos, con la intención de tomar contacto con la oficialía, contar mi historia, reclamar mi soldada y pedir licencia para regresar a España en busca de un merecido descanso. Aunque no sería por mucho tiempo, pues luego tendría que volver al ejército o huir de la justicia si me descubrían tras la ejecución de mi venganza.

El cielo se cubrió por la tarde y recorrimos las leguas que nos separaban de Bruselas bajo una lluvia fina que no cesó durante los días siguientes. Los caminos estaban embarrados, con lo que se hacía difícil el tránsito de carros y caballerías. Sólo los hombres a pie podían buscar los mejores pasos y avanzar por las veredas, no sin el riesgo de irse al suelo en un mal resbalón.

Al poco de salir de La Esclusa —o Sluys, como lo llaman los neerlandeses—, adelantamos a un nutrido grupo de soldados que caminaba animosamente. Eran piqueros y coseletes, y al verlos rememoré los años en que yo mismo me había visto en tal coyuntura por aquellas tierras. Los saludé al pasar a su altura y me miraron extrañados. Caí en la cuenta de que mis vestimentas no eran las propias de un soldado español, sino de un mercader escocés, por lo que al hablarles en nuestra lengua se mostraron sorprendidos.

Cuando llegamos a las puertas de Bruselas, el comerciante pidió licencia para pasar con sus mercancías al interior de la ciudad. Una vez dentro, nos despedimos:

—Ha sido un placer viajar con vos —le dije.

—Lo mismo digo, señor Montiel. Espero que sonría la suerte a vuestra merced, y que obtenga la autorización para regresar a su país. Ya lo merece.

Luego me dirigí en busca del gobierno de nuestros tercios en la ciudad. No había querido pasar por el campamento, por miedo a que mi historia atrajese a los curiosos y eso me impidiese tomar contacto con el Alto Mando. Así que me dirigí al centro y pregunté al primer soldado español que hallé a mi paso. Me indicó que el duque de Parma se encontraba muy ocupado en preparar una campaña que lo obligaría a abandonar Flandes, lo cual me extrañó sobremanera. Ante mi insistencia me sugirió que saliese de la ciudad y me adentrase en el campamento y, si tenía en verdad algo importante que comunicar, pidiese audiencia al maestre de campo de alguno de los tercios acampados.

Me encaminé a las puertas por donde habíamos entrado, salí de la ciudad y me dirigí al campamento. Hacía tanto tiempo que había abandonado el último, en Lisboa, que echaba de menos aquel ambiente. Por todos lados se movían los soldados gritando y bromeando; otros, enfermos y abatidos por las humedades de Flandes, asomaban a las puertas de los barracones de madera, lamentándose por su mala suerte y pidiendo ayuda a sus camaradas; las mujerzuelas tentaban a los soldados ociosos, por ver si habían cobrado la soldada; los turnos de guardia se sucedían como de costumbre; las caballerías eran atendidas por los mozos; y, en definitiva, el campamento bullía con miles de almas deambulando de un lado a otro a la espera de ser llamados para ir con el duque donde quiera que fuese.

Reconocí al punto a los hombres del tercio de Italia, por su indumentaria y su estandarte. Pregunté por varios de los oficiales que conocía, pero nadie sabía darme razón.

—¿Me hacéis la merced de decirme dónde mora el sargento mayor del tercio o el capitán de la compañía? —pregunté a un soldado.

Me miró con curiosidad. No había hombre en aquel lugar que ignorase el nombre del maestre de campo, por lo que se extrañó de que fuese español y no supiera tal cosa.

—¿A quién tengo el honor de anunciar? —me preguntó con cierta sorna.

—Al soldado Montiel, de la compañía de don Álvaro de Mejía.

—Ya —dijo secamente, y no movió un solo dedo.

Permanecí inmóvil, sin inmutarme. El miró al frente y me ignoró completamente. Me indignó su actitud distante, pero cuando iba a reprenderle se oyó a un heraldo que anunciaba la presencia del duque de Parma. Los pífanos ordenaron con su sonido penetrante formar a todas las compañías. De repente, en lugar de formar para revista, todos corrieron a la explanada más allá de los barracones y se hincaron de rodillas.

Me vi arrastrado por la corriente de soldados, todos obedeciendo órdenes de cabos, sargentos y capitanes. Distinguí a varios oficiales que avanzaban junto a don Alejandro Farnesio. Venía éste vestido con mucha pompa, con gregüescos azules que más parecían trusas, con dos grandes bullones acuchillados sobre forro de color rojo. Además, lucía un coselete muy lujoso, con incrustaciones en oro y rematado con una exagerada gola.

Me dejé llevar por los hombres de una de las compañías y me arrodillé igualmente, con aquella vestimenta tan impropia. A mi alrededor, los soldados se mofaban de mi indumentaria.

—Mal sitio éste para mercaderes —dijo alguien tras de mí, lo cual me hirió en el orgullo; pero no me atreví a hablar, porque en ese momento el duque comenzaba a rezar un Avemaria acompañado por el capellán mayor del tercio.

Luego siguió una oración a Santiago, que terminó con un estruendoso «¡España! ¡Santiago! ¡España!» que me erizó el vello. Continuó el duque con una prédica que pretendía animar a los hombres que habían de seguirlo en su viaje:

—Es mandato del Rey que acudamos en apoyo de la Liga Católica, y los mandatos de nuestro rey son mandatos de Dios enviados a la Tierra —comenzó diciendo el duque—. Así que partiremos de inmediato para hacer frente a Enrique de Navarra, cuyas tropas han avanzado sobre París venciendo a la Liga —su voz se ensombreció en este punto—, a pesar de que habíamos enviado algunas compañías de refresco para hacerle frente. Así que han sitiado la ciudad y la tienen subyugada, al borde de la rendición.

El duque tomó aire, hinchó sus pulmones y continuó gritando a las tropas:

—¡Por Santiago y por España! ¡Vamos contra los que amenazan nuestra religión y nuestra nación! ¡Daremos su merecido a los sitiadores y levantaremos sus posiciones! ¡Por España! ¡Santiago!

—¡España! ¡Santiago! —gritaron los soldados en una sola vez, puestos ya en pie como respuesta a las palabras del duque.

Me enardeció a mí también aquella arenga. Si no hubiera sido porque mis deseos de regresar a la metrópoli eran tan grandes que superaban en todo a cualquier otra inquietud, habría partido con ellos hacia París.

Tras la proclama se deshizo la formación y cada cual acudió a su barracón y a sus oficios, todos afanados en preparar la inminente partida del ejército. El verano se echaba encima y las temperaturas se habían suavizado, lo que permitía a los españoles trabajar más cómodamente en aquel país de nieves, agua y frío.

Yo andaba preocupado porque veía que ante aquel frenesí no obtenía información alguna y se me escapaban las horas sin el recibimiento triunfal que había soñado. Me había hecho la idea de que sería protagonista por un día en el campamento, con todos queriendo saber acerca de mis desventuras. Era de suponer que desearían conocer cuánto había acontecido a la Armada, contado de primera mano. Y, sobre todo, lo sucedido a los náufragos que no salvaron la vida, narrado por los que tuvimos la fortuna de escapar. Pero no lograba mi objetivo y eso me desesperaba.

Me echaron del campamento a patadas. Unos soldados con malos modos me indicaron el camino de vuelta a la ciudad, aduciendo que había órdenes de que cualquiera que no fuera soldado saliera de allí, pues había llegado la hora de recogerlo todo y marchar.

No tuve tiempo de protestar. Me vi desplazado como un perro, expulsado junto a mendigos y meretrices, maltratado por los míos, sin que hicieran caso cuando les repetí una y otra vez que era soldado de la compañía de don Álvaro de Mejía. Así que pasé la noche a la intemperie de nuevo, dispuesto a acudir al campamento a primera hora, aunque me costase el pescuezo mi intento de hacerme oír.

Al despuntar el día me encaminé de nuevo a las puertas del recinto. No tuve problemas para adentrarme en aquellas calles de barracones y tenderetes, pero no veía a nadie apropiado a quien dirigirme. Buscaba un oficial, pero parecía que habían sido tragados por la tierra.

Entonces fui a topar con un sargento de una de las compañías, que se dirigía solícito hacia el lugar que ocupaba el furriel repartiendo la ración.

—¡Sargento! —grité.

—¡A la ración y a trabajar! —obtuve por toda respuesta.

Luego reparó en mí y al verme vestido así pensó que no era soldado, sino un inoportuno visitante en busca de algún negocio, por lo que continuó hablando:

—¡No estamos para perder el tiempo! Hable vuestra merced cuanto antes, que tengo prisa.

—¡Soy el soldado Montiel, de la compañía del capitán Mejía, y acabo de llegar de Irlanda, donde naufragué con la Armada ha cosa de dos años! —dije de corrido, medio gritando y con cara de indignación.

El sargento quedó mudo y con la boca abierta. Sus prisas se tornaron quietud. Me miró de arriba abajo, ponderando mis palabras, por averiguar si había de darles crédito.

—Tenga vuestra merced la amabilidad de esperar aquí —me dijo.

Esperé un buen rato. Al cabo volvió acompañado por un hombre que apuntaba canas, con la cara muy arrugada y curtida, medio escondida tras un gran bigote retorcido y una perilla abundante terminada en punta. El hombre lucía sombrero con plumas, jubón de tafetán, calzas y medias. Tenía al cinto una espada con grandes gavilanes dorados. Pero no ofrecía ni un solo signo de su graduación militar.

—He aquí —me señaló el sargento.

Su acompañante me observó con detenimiento. Como viera que no decía palabra, me decidí a hablar:

—Señor. Soy Rodrigo Díaz de Montiel…

—Mira hijo —me interrumpió—. Ya ves cómo estamos, afanados en la campaña que se nos avecina, sin esperarlo. Tenemos que preparar los pertrechos y partir hacia París. Te juro que si me mientes te mando ahorcar esta misma tarde.

Sus dudas me encendían el ánimo. Aquel hombre debía de ser el sargento mayor del tercio y no era cosa de enemistarme con él. Evidentemente un malentendido podía llevarme a la horca sin poder siquiera defenderme.

—Por mi honor de soldado español que no miento a vuestra merced. Soy Rodrigo Díaz de Montiel. En la jornada de Inglaterra navegaba en el galeón
San Marcos
, cuyo capitán era don Francisco de Cuéllar. Pertenezco a la compañía de don Álvaro de Mejía, el cual no sé si es vivo o muerto —dije sin titubear—. Lo juro por mi sangre.

Se mantuvieron en silencio. Luego se miraron.

—Que lleven a este hombre a mi tienda y que aguarde allí hasta nueva orden.

Me llevaron a una tienda de campaña muy engalanada. En su interior había varios hombres principales. Por sus galas, distinguí enseguida al sargento mayor del tercio, por lo que supuse que el hombre que me había recibido había de ser un alférez, aunque sus galas eran de hombre principal. Mi acompañante relató al sargento mayor lo acontecido y las órdenes que había recibido. El oficial aceptó de mala gana, pues venía yo a interrumpir la charla que tenía con los nobles que se arremolinaban en torno a su persona. Cuando el sargento dijo que era náufrago de la Armada no hicieron caso, pero cuando les contó que acababa de llegar de Irlanda y que había sobrevivido dos años en aquellas tierras a las masacres inglesas, todos se volvieron a mirarme.

En ese momento llegó el hombre con el que había hablado. Todos lo saludaron muy respetuosamente al verlo entrar. No cabía duda: era el maestre de campo.

—Acabo de hablar con el duque —me dijo—. No puede recibiros debido a la situación que vivimos, a punto de partir hacia París; aunque me ha expresado sus felicitaciones por vuestra aventura. Me ha dicho que conocía vuestra existencia por los contactos de los nobles de Edimburgo, solicitando el paso a Flandes con un mercader a costa de las arcas del rey. Y me ha ordenado que atienda vuestras peticiones, si resulta posible.

Todos pudieron ver mi sonrisa de oreja a oreja. Al fin mi historia era creída.

—Y ahora, si son vuestras mercedes tan amables, déjenme a solas con el soldado Montiel. Ha de contarme muchas cosas y dispongo de poco tiempo —ordenó.

Salieron de la tienda los principales, inclinándose ante mí ligeramente a pesar de mi inferioridad, de lo que deduje que les causaba admiración mi condición de superviviente de la Armada.

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