Read La colina de las piedras blancas Online
Authors: José Luis Gil Soto
A pesar de que había sufrido un sinfín de calamidades, aquel país había conseguido cautivarme. Me lamentaba de verlo consumido por la barbarie y la sinrazón de los ingleses, que acabarían apoderándose de la belleza de sus paisajes.
Traje a la memoria las aguas tranquilas de sus lagos, el fluir musical de los ríos y las cascadas, la armonía de sus aldeas y el rugir feroz del mar contra los acantilados. Aquella nación que crecía bajo la lluvia merecía la ayuda de Dios mismo. Y sus habitantes —aquéllos que nos proporcionaron refugio, nos dieron de comer y un lecho donde dormir—, tenían por fuerza que ser recompensados.
Y mientras me alejaba, sentí la nostalgia de los buenos momentos vividos en Irlanda, esa isla fantástica donde el Creador había obrado un prodigio y que yo había contemplado con los mismos ojos que ahora la veían perderse en la lejanía.
*
Estos pensamientos me ocupaban cuando se nos echó encima el mal tiempo. La barca no estaba para alardes y fue a menearse de tal manera que era casi imposible mantenerse a flote. Como nos empujaba hacia la orilla rememoré el momento de mi naufragio en Irlanda y se apoderó de mí un pánico que me atenazó los músculos, por lo que me desplazaba de un lado a otro sin ser capaz de sujetarme.
Fueron varias horas de dura lucha, con el aparejo roto y la barca a merced de las aguas, hasta que se calmó la mar y tuvimos posibilidad de acercarnos a un puerto de Escocia medio deshabitado, rodeado por playas desérticas que contaban con la única presencia de algunos pescadores y miles de pajarracos de todo tipo que iban y venían en busca de bichos arrastrados por las olas.
Había escuchado que el rey Jacobo VI de Escocia, hijo de María Estuardo, se había mostrado generoso con los católicos hasta hacía poco tiempo, pero que por causas que se desconocían había agachado la testuz ante la reina Isabel. A pesar de ello —y aunque había sido partícipe de las advertencias de don Raimundo—siempre esperé encontrar en el puerto escocés a alguien que, al verme español, me socorriera al instante, y me proporcionase comida y bebida en abundancia, un lecho donde descansar y los trámites oportunos para unirme a los tercios de don Alejandro Farnesio. Pero, en lugar de tan favorable situación, me encontré absolutamente desvalido, sin nadie que me hiciera más caso que a un perro.
Nadie tomó asiento de nuestra llegada y no había alma alguna que nos esperase. Así que nos adentramos en tierra, dejando atrás un faro medio abandonado, y fuimos dispersándonos hasta que me quedé solo: para los irlandeses no era buena compañía un español católico en tierras que sabían medio adoctrinadas en el luteranismo.
Los campos de Escocia eran bellos y fértiles. Se asemejaban a algunas zonas de mi querida España y a los grandes valles franceses que cruzábamos cuando, por el camino de los españoles, nos desplazábamos los tercios desde Milán hasta Flandes. Sin embargo, era todo más húmedo, pues no dejaba de llover ni desaparecían las nieblas, salvo en contados días en los que aprovechaba para tumbarme mirando al sol; pues siendo yo español, lo echaba de menos.
Mendigaba algún trozo de pan y sólo de vez en cuando me daban algo de queso medio podrido y unas bebidas muy fuertes que me estremecían el cuerpo entero y me hacían entrar en calor. Pero, lamentablemente, en la mayor parte de los lugares por donde transitaba no encontraba más que malas caras, negativas y rechazo, e incluso se me decía que no querían saber nada de españoles. Todo ello, a pesar de que pedía yo el socorro del rey de Escocia, aduciendo que el buen don Felipe tendría a bien compensar tal merced, pero nadie tomó en consideración mi presencia. Se me quedaban mirando, pasmados, y no movían un sólo dedo en mi favor.
Como viera que no había posibilidad de encontrar ayuda fácilmente, recurrí a los templos. Al contrario de lo que sucedía en Irlanda, todavía se podía profesar la fe católica abiertamente, lo que venía a garantizar la protección de los clérigos, en los cuales fui a poner la única esperanza de salvación que aún me quedaba.
La segunda atardecida en Escocia, tras haber pasado la primera noche a la intemperie, fui a dar con una villa poco poblada que tenía una iglesia diminuta. Pregunté por algún sacerdote y se me indicó que bajase unas escaleras y diese algunos golpes en la vieja puerta cerrada que había a sus pies. Así lo hice y, tras varios intentos, me abrió un anciano encorvado, que vestía atuendos raídos y brillantes de pura suciedad. Me miró con dificultad, pues superaba yo su altura con creces, y percibí en sus ojos glaucos la inmensa soledad de quien sólo espera la muerte.
Le hablé pausadamente en latín, exponiéndole mi situación. El me miraba inexpresivo, sin mover un músculo de su cara, no sé si por debilidad o por indiferencia. Tras unos instantes me dijo:
—Pasad, noble caballero. Sentaos a mi mesa y compartamos lo poco que hay en ella. Es todo lo que puedo ofreceros.
Supe enseguida que aquel hombrecillo no me sacaría de apuros. No era el tipo de sacerdote resuelto y avispado que buscaba, quien me había de llevar a las costas de Flandes. Sin embargo, aunque débil y apagado, tenía una conversación agradable, y de sus palabras saqué algunas conclusiones interesantes.
—Habéis de buscar a los nobles y caballeros de Edimburgo —me recomendó—. Sólo ellos pueden ayudaros. El resto anda corroído ya por la fe luterana y no hará nada por vos. Ni el mismísimo rey que se cruzara en vuestro camino. Así que no apeléis más a su clemencia ante nadie, que nadie os oirá.
La situación era peor de lo que había previsto. El sacerdote —del que nunca supe el nombre, por más que lo repitió hasta que tuve que asentir como si lo hubiese entendido—, me recomendó la ruta que había de seguir y las iglesias a las que tendría que acudir para acogerme y buscar refugio, llegado el caso.
*
A la mañana siguiente, después de haber descansado, haberme aseado algo y tener saciada el hambre, me despedí muy agradecido y seguí el camino que me había indicado. Puse rumbo a Edimburgo, pero eran tantas las leguas que me separaban de la capital, que no sabía si la alcanzaría antes de morir mendigando y viviendo de la caridad de sacerdotes y almas compasivas.
En uno de los poblados por los que pasé encontré a un comerciante que iba para la costa. Al ver su carro repleto de mercaderías me acerqué por si averiguaba algo acerca de la forma de pasar a Flandes. Cuando le hablé se me quedó mirando y me preguntó si era soldado español.
—Lo soy, de los tercios del rey nuestro señor, don Felipe segundo.
Me miró circunspecto. No tenía yo aspecto de soldado, por lo que intuí que había visto aquel buen hombre a otros venir de Irlanda de tal guisa, cubiertos de pieles y con el mismo objetivo que yo.
—No encontraréis ni un barco que os lleve a Flandes así por las buenas. Las travesías cuestan caras y no os la hará nadie que no obtenga el precio convenido.
Agradecí la información y luego proseguí mi camino, hasta caer rendido bajo un gran árbol que me sirvió de cobijo, como lo hicieron otros árboles, tapias, establos e iglesias durante varias semanas, en el transcurso de las cuales enflaquecí hasta palparme los huesos y estuve a punto de desfallecer viendo tan lejos mi regreso y tan difícil mi vida: la de un español en tierra de nadie, solo y desamparado.
M
e extrañaba mucho no haber caído en manos de bribones, bandidos y salvajes por aquellos caminos, aunque no tenía nada que ofrecer a ninguno de ellos. Lo cierto es que me libré de tales contratiempos y por ello me holgué mucho y agradecí que en mi desgracia tuviera algo de suerte, pues no hallar consuelo en la adversidad es de mal cristiano, y por tal no me tenía a pesar de mis muchos pecados.
Por el contrario, me encontraba por los caminos con otros hombres sin destino fijo, buscavidas que acudían a ferias de ganado y otros acontecimientos donde sacar partido a sus habilidades. Así fue como me topé con una especie de barbero que iba de poblado en poblado con su carro, su jaca y su perro. Se llamaba O'Neill, y lo conocí en una de esas largas pausas que tenía que hacer necesariamente para dar descanso a los pies. El, que hacía lo propio con su caballo y su trasero, paró a mi lado, más por obtener información acerca de los lugares por los que había pasado yo que por ganas de buscar conversación.
Descubrí en O'Neill a un hombre dicharachero y entretenido, muy al corriente de las cosas de Escocia y conocedor de los pormenores de su nación. Como resultó ser un gran conversador y me vio muy flaco y falto de fuerzas, compartió conmigo su comida. Engullí con avidez bolas de harina, una especie de bizcocho algo más blando que el de España, pan de avena y pescado en salazón. Me resucitaron aquellas viandas hasta el punto de alegrarme el día.
Después de comer y de conversar largo y tendido en la sobremesa, el escocés me confesó:
—Me encuentro realmente bien en vuestra compañía. Hoy me asentaré aquí y descansaré hasta mañana. Siempre es bueno hacerlo acompañado por un soldado que me libre de malhechores.
—Mas poco puede hacer un soldado sin armas —repliqué.
—No os preocupéis por ello, que yo voy provisto de un arsenal para defenderme.
Me explicó O'Neill que el luteranismo se había extendido por Escocia como lo hace el fuego en los bosques. El rey de Escocia no se había querido enfrentar a Isabel de Inglaterra por miedo a las represalias y a llevar a su pueblo a una guerra que habría resultado ruinosa. Había preferido un acercamiento a sus posturas, aunque sin comprometerse en exceso, acudiendo frecuentemente en auxilio de los enemigos de la reina. Esta actitud ambigua le había acarreado la enemistad de muchos nobles, que la consideraban una ofensa a la memoria de María Estuardo, la reina ejecutada por Isabel Tudor. Y era a esos señores, precisamente, a quienes había de ir a mendigar mi sustento, como me había dicho aquel sacerdote al que no había sido capaz de poner nombre.
*
A la mañana siguiente O'Neill me ofreció ir con él en el carro durante las próximas jornadas. Se apartaría de la ruta que tenía establecida para dirigirse a Edimburgo, plaza a la que había previsto volver cuando agotase sus posibilidades en el litoral.
—Pero no es necesario que lo hagáis por mí —le dije—. Podéis seguir vuestra ruta y yo caminaré hacia el este, como veníamos haciéndolo cuando nos encontramos.
—Sinceramente, espero pocas ventajas en el litoral, así que prefiero ir acompañado. Me gusta vuestra presencia, y así iremos charlando durante todas estas leguas. Estoy cansado de hablar con el caballo y con el perro.
Era O'Neill un hombre rechoncho, bien vestido, que peinaba el escaso pelo que tenía cubriendo su calva de un lado a otro y luego formando una espiral hasta terminar en la coronilla. Hablaba sin parar. Me contaba sus experiencias en los años de vida errante, durante los cuales había salvado —según decía— a mucha gente, haciendo sangrados y curas; y me mostraba sus habilidades, incluso en la elaboración de pócimas milagrosas que sanaban toda clase de males.
Durante días le serví de ayudante por granjas, pueblos y ciudades. Conocía bien los caminos y las rutas por donde debía ir, y en cada cruce decía:
—Iremos por aquí, pues hay un villorrio donde me fue bien hace dos años —y sonreía previendo ya sus ganancias.
Me procuró el barbero nuevas vestimentas parecidas a las suyas: calzas blancas, calzones oscuros y una ropilla sobre la que lucía una especie de jubón holgado. Aun así, era difícil disimular mi extranjería, porque mis facciones y lo negro de mi cabello me delataban allá donde fuese, de forma que siempre me preguntaban si era moro, español, portugués, italiano…
Cuando dejábamos atrás cada aldea, hacíamos recuento de los ingresos obtenidos por O'Neill y los guardaba él introduciéndose en el carromato y ocultándolos a mi vista. Luego dábamos cuenta de la comida que él mismo preparaba con mi ayuda y nos íbamos a dormir en jergones; a la intemperie si hacía buen tiempo, o en el interior del carro si llovía o hacía frío.
Una noche, mientras dormía apaciblemente, noté algo extraño a mis espaldas. O'Neill se removía inquieto y yo permanecía adormilado, hasta que sus movimientos fueron haciendo que me despertase por completo. Entonces advertí algo que me alarmó: el barbero tenía una de sus manos sobre mi trasero y con la otra intentaba aliviarse los fluidos corporales. Di un respingo y me encaré con él en la oscuridad, por lo que ni pudo ver mi rostro ni yo el suyo, pero intuí que se ponía nervioso por la sorpresa:
—¡Qué hacéis! —le grité.
—Yo…, no…, dormía plácidamente y me habéis despertado.
—¡Pues si volvéis a dormir de ese modo os mataré! —lo amenacé—. ¿Me oís? No tengo por costumbre yacer con sodomitas o afeminados.
El hombre jadeaba asustado, en parte porque lo estaba intimidando y en parte porque se sabía sorprendido de repente.
—No sé de qué me habláis, Rodrigo —negó asustado.
—Lo sabéis de sobra. He dormido junto a muchos hombres en los campos de batalla, en los barcos de la Armada y en otros lugares. ¡Y sabéis bien lo que estoy diciendo, O'Neill! —grité indignado por su actitud y por su negación.
—Yo…
—¡Escuchadme bien!, —grité aún más fuerte— ¡si hemos de estar juntos más tiempo no admitiré la más mínima muestra de desviación en vuestra conducta! ¿Me habéis entendido?
Guardó silencio, por lo que di por buena su actitud sumisa. Me tumbé boca arriba, mientras él permanecía inmóvil, sin atreverse a mover un dedo. Al cabo de un rato, cuando intentaba de nuevo conciliar el sueño sin conseguirlo, lo oí sollozar, y me dio lástima de que un hombre como él sintiera atracción por otro hombre.
A la mañana siguiente, al despertar, O'Neill se sentía avergonzado y no me miraba ni hablaba. Así que determiné tomar yo la iniciativa:
—Escuchadme, amigo. Lo de anoche está olvidado. No obstante, cuando tenga la posibilidad seguiré el camino a pie. No puedo dormir más a vuestro lado.
Entonces me miró muy tristemente, con las ojeras propias de no haber pegado ojo en toda la noche y negó con la cabeza sin decir nada. Ambos sabíamos de sobra que nuestra separación era cosa hecha, así que le ayudé a recoger las cosas y subí en el pescante a su lado, sin decir palabra.
Pero cuando llegamos a un cruce de caminos en el que estaba dispuesto a apearme y seguir en solitario, vimos cómo una comitiva de gente principal se había detenido en aquel lugar. Varios soldados de una guarnición, bien ataviados y muy armados, se descomponían moviéndose de un lado para otro, como si un gran contratiempo les hubiese sucedido.