Read La colina de las piedras blancas Online
Authors: José Luis Gil Soto
—Gracias, mil gracias —me deshacía en pleitesías—. Pero… por favor, decidme a quien debo tal merced.
Sin embargo, nadie me decía media palabra. Cuando abandonaron la celda chirrió el metal de la llave que me hacía prisionero y mi inicial satisfacción se tornó en miedo, pues comencé a pensar que había ido a parar a uno de esos presidios ingleses de donde hacía algo más de un año habían salido mis amigos para ser luego asesinados con brutalidad. Aunque no me habían parecido ingleses mis carceleros, sino irlandeses, no era de extrañar que estuviese yo en tierras de un clan amigo de los luteranos y que me entregasen al día siguiente para que éstos hiciesen conmigo cuanto gustasen.
En mitad de la noche me despertó el ruido estridente de la llave, chirriando de nuevo. Un hombre muy fuerte, que venía acompañado por un joven barbilampiño, se acercó con una lámpara. Como yo permanecía inmóvil, pensaron que dormía.
—Alumbrad aquí — ordenó el hombretón—. Más cerca, aquí.
Apartó las mantas que me cubrían, y luego mi vestido. De repente me asaltó el temor de que quisieran sodomizarme, y me puse muy tenso, haciéndome aún el dormido. Pero aquel hombre sólo murmuraba algunas palabras ininteligibles y de vez en cuando apuntaba algo a su acompañante:
—Mira, ¿ves?
A lo que el otro respondía lacónicamente, con un gesto o un sonido gutural indeterminado, como afirmando. Al cabo, cuando habían reconocido mi cuerpo entero, me giraron para ponerme boca arriba, e hicieron lo mismo. Tenía yo tapadas mis partes con las manos, como si fuese mi postura normal y me las apartaron igualmente, para verme. Yo estaba a punto de estallar, ponerme en guardia o propinar un puñetazo a semejante entrometido, pero cuando me disponía a hacerlo escuché susurrar al muchacho:
—Mire, doctor, la pierna.
¡Así que era eso!: un reconocimiento médico en plena noche y aprovechando mi sueño. ¿Qué haría un médico en una cárcel? Aquello era muy extraño. Si querían darme muerte no hacía falta reconocerme. Una vez que abandonaron la celda y volvió a girar la llave, no hice más que preguntarme qué tipo de lugar era aquél, por lo que no fui capaz de volver a pegar ojo. Deseé que despuntara el día para averiguarlo.
—Venid conmigo —me ordenó una especie de mayordomo.
Me llevó por un amplio corredor alumbrado por bujías, sin más adornos que algún tapiz raído y algún cuadro descompuesto y oscuro en el que apenas podían distinguirse las imágenes que representaban. Desembocaba el amplio pasillo en un vestíbulo, y allí me pidió mi acompañante que tomase asiento y aguardase a ser llamado. Mientras esperaba miraba por todos los rincones, por ver si había alguna señal que me indicase dónde estaba, pero no había nada que me sirviera de orientación. Algunas armas colgadas a modo de adorno, flores secas en ramos deshechos, muebles viejos y vacíos…
—Pasad, por favor. Por aquí —me indicaron—. Decidme vuestro nombre y vuestra procedencia.
Anotaron mi nombre, origen y circunstancias. Luego me hicieron pasar a otra sala y me ordenaron que esperase de nuevo. Era aquélla una estancia amplia y adornada con tapices muy oscuros, en cuyas paredes se abrían varias puertas semiocultas tras cortinajes color carmesí. Me llamó la atención una librería al fondo, pero no quise acercarme a husmear, por miedo a ser sorprendido. Aquello, definitivamente, no era una cárcel cualquiera. Hasta el momento no me habían maltratado ni amenazado; simplemente se habían mostrado cautos, reservados y misteriosos.
Me preguntaba a qué señor de los que había oído nombrar pertenecería aquél castillo, mientras buscaba un resquicio o una señal que respondiese a mi pregunta; pero no hallaba tal rastro.
En ésas estaba, estrujándome los sesos por intentar recordar cualquier dato que me sirviese, cuando apareció tras unas cortinas un hombre bajo y gordo, ataviado de una extraña forma, con pieles puestas de cualquier manera, como si fueran prestadas. Me admiré al pronto de que estuviese rasurado, pues desde que había llegado a aquellas tierras era el primer irlandés que veía así.
—Tomad asiento, por favor, señor Montiel —me invitó con voz afeminada, señalándome una silla al otro lado de la mesa que había en un rincón—. Espero que hayáis descansado.
Tenía una amplia calva que le dejaba una tira de cabello blanco de oreja a oreja, rodeándole la cabeza por detrás. Desde luego no era un guerrero, ni lo había sido nunca, y su barrigón era más el de un fraile que el de un soldado.
—He descansado, gracias.
—¿Sabéis dónde estáis? —me interrogó mirándome a los ojos mientras jugueteaba con los dedos pulgares de sus manos entrelazadas y apoyadas en la mesa.
—No. No lo sé. Venía de las tierras de O'Cahan, muy cansado bajo la lluvia y muy maltratado por el viento.
—Y huyendo.
A esas alturas no podía ocultar tal circunstancia. Si venía de las tierras de un salvaje amigo de Inglaterra y yo era español, no había posibilidad de engaño, así que contesté con sinceridad:
—Huía de unos soldados ingleses que querían darme alcance para llevarme a Dublín.
—¿Hombres de Fitzwilliams?
—Supongo. Eran aliados de O'Cahan.
Me miró con el ceño fruncido, como si intentase escrutar algo más tras mis breves palabras; pero yo prefería que fuese él quien me sacase la información, hasta ver quién era y con qué intenciones me sometía al interrogatorio.
—¿Es vuestra merced náufrago de la Armada española?
—Lo soy.
—Y… ¿cómo es que casi dos años después del naufragio deambuláis aún por estas tierras? ¿No habéis conseguido pasar a Escocia o embarcar rumbo a España o Flandes?
—No. He permanecido cautivo del señor MacClancy durante mucho tiempo, junto a otros españoles.
—¿Podríais darme los nombres de esos españoles?
Pensé entonces que tal vez delataría la existencia de mis camaradas en el castillo de MacClancy. O, peor aún, era posible que Cuéllar y los otros estuviesen presos en algún lugar y yo viniese a aportar información que no debía. Entonces sacó papel y pluma y se dispuso a escribir los nombres. Al ver que yo guardaba silencio me dijo:
—No temáis. No estáis delatando a nadie. Simplemente quiero comprobar un extremo que resulta del todo imprescindible para garantizar vuestra seguridad. Si no me decís los nombres os soltaremos a vuestra suerte en las tierras de O'Cahan.
Yo no tenía nada que perder, pues en el peor de los casos seguiría tan muerto como el día del naufragio. Por el contrario, podía definitivamente salvar la vida gracias a aquel hombre, fuera quien fuese.
—Bueno… son soldados sin más fortuna que la paga que recibían del rey don Felipe. Incluso eso fue perdido en los naufragios. En realidad ni siquiera conozco todos los nombres…
—Vamos, hombre. Me decís que habéis pasado mucho tiempo con ellos… ¿y no sabéis los nombres? Habéis de ser sensato, por Dios bendito.
Nombré entonces a todos y a cada uno de mis compañeros, y al llegar al capitán abrió mucho los ojos, con lo que supe que le resultaba conocido. Eso no quería decir nada, sino que acrecentaba el misterio, pues no sabía yo si estaba vivo o muerto. Lo único claro es que había pasado por allí.
—Cuéllar…Cuéllar. El capitán Cuéllar…
—¿Lo conocéis?
Entonces se escuchó una voz que venía de detrás de las cortinas bajo las cuales había aparecido el hombre gordo que me interrogaba. Aquella voz sonó muy potente, y dijo:
—Es suficiente.
Al momento apareció un hombre alto y huesudo, con la cara chupada, los pómulos sobresalientes y la barba muy recortada. Tenía mirada inteligente y venía ataviado como si fuese un jefe más de los clanes irlandeses, pero tampoco parecía haber sido soldado jamás. Se acercó a mí y me saludó:
—Sed bienvenido, Rodrigo Díaz de Montiel. Estamos encantados de acogeros, como ya hicimos hace un año con el capitán Cuéllar y sus acompañantes. Y también con otros muchos camaradas vuestros que pasaron por aquí antes que ellos.
Me puse en pie algo extrañado, pero contento con la reacción del recién llegado. No cabía duda de que quien me había interrogado no era más que un lugarteniente de aquel hombre de porte magnífico.
—¿A quién debo el honor? —pregunté haciendo una leve reverencia.
—¡Oh! Disculpad. No me he presentado. Soy Redmund O'Gallagher, obispo católico de Dartry.
—¡Gracias a Dios! —dije espontáneamente y me arrodillé besándole las manos—. Pero…
Al ver que yo me mostraba sorprendido por su vestimenta, muy diferente a los hábitos y atuendos que solía vestir un obispo en toda la cristiandad, me dijo:
—Bueno… esto es porque no hay más remedio. Allá donde aparezca en público he de hacerlo camuflado para escapar de las garras de tanto hereje como anda suelto por estas benditas tierras de Dios.
Luego se retiró el hombre gordo que me había recibido y quedé a solas con don Redmund, quien se mostró muy interesado por mis correrías y mis aventuras, aunque muchas de ellas eran idénticas a las que había narrado en aquella misma sala don Francisco de Cuéllar un año antes. Este, junto a los demás compañeros, había venido buscando al obispo, pues al contrario que yo, habían tenido conocimiento de su existencia.
—Y bien, don Rodrigo —me dijo al cabo—. Supongo que vuestra intención es regresar a España.
—No hay nada que desee más.
—No os lo puedo garantizar, como es obvio —me dijo sonriendo—, pero intentaré facilitaros el paso a Escocia. Aunque os advierto que aquel lugar es mucho más peligroso de lo que vuestra merced imagina.
D
on Raimundo resultó ser un hombre bueno y sabio. Así le gustaba que lo llamasen los españoles y de ese modo lo habían tratado los que habían pasado por el castillo antes que yo. Le gustaba charlar conmigo y se mostraba curioso ante las cosas de la Santa Madre Iglesia en nuestro reino, admirándose de que hasta en España hubiesen proliferado los focos luteranos en vida del mismísimo emperador don Carlos.
Tanto disfrutaba el obispo con nuestras conversaciones que barruntaba yo cierto desinterés suyo por mi partida, a pesar de que me había hecho ilusiones de embarcarme de inmediato rumbo a Escocia. Me veía libre de ataduras, en aquella tierra amiga de mi nación y de mi rey, plagada de católicos que me ayudarían a pasar a Flandes para encontrarme con los tercios a los que había servido en otro tiempo. Así que la impaciencia fue un martirio más de los que estaba sufriendo en Irlanda, y como viera don Raimundo que me desesperaba, me decía:
—Hijo mío, templad vuestros nervios y aprovechad lo que de bueno hay entre estas cuatro paredes. Reponed vuestras fuerzas, sanad vuestras heridas y reconfortaos en Dios Nuestro Señor.
De modo que pasaban las semanas y seguía allí, encerrado en el castillo sin que pudiera salir a ningún lado. Toda la luz que veía era la del recinto amurallado, por donde paseaba cuando el tiempo lo permitía.
Ese contratiempo vino a permitirme reponer las fuerzas que tenía gastadas —tal y como me recomendó el obispo—, y a curar mis heridas y el hueso dañado de mi pierna, que tanta falta me haría en adelante. Además, pasé a buen resguardo el crudo invierno, lo que me salvó de nuevos riesgos y quebrantos de salud que me podían haber sepultado para siempre en tan inhóspita nación. Y, por qué no decirlo, puse en orden las cosas de mi alma, confesándome y oyendo misa a diario y compartiendo largas tertulias con los sacerdotes que habitaban aquel improvisado palacio episcopal. Porque ningún inglés sabía que Redmund O'Gallagher se encontraba allí, oculto bajo la apariencia de un irlandés más, y yo me holgaba mucho de ello.
Caí en la cuenta de que jamás había pasado tanto tiempo entre clérigos y tampoco antes había entablado conversación alguna con un obispo de nuestra Iglesia, con lo que ambas cosas eran en realidad un regalo, si no fuera porque, como digo, me roía la impaciencia. A pesar de todo, como viera yo que no había posibilidad de salir de allí de inmediato, ponderé la conveniencia de aprovechar el tiempo, y a fe que lo hice, pues me impregné durante la espera de las enseñanzas de mis anfitriones, repasé los Evangelios y de ellos extraje conclusiones que me hubieran sido ajenas si no fuera porque tuve quien me los explicase.
Una tarde, después de los rezos de vísperas, don Raimundo quiso hablar conmigo, como en otras ocasiones. Pero esta vez me fue para anunciarme lo que tanto tiempo llevaba esperando:
—Hijo mío —me habló cariñosamente—, tenemos la posibilidad de que os embarquéis junto a varios irlandeses camino de Escocia. Pero decidme… ¿no queréis que esperemos otra ocasión y, mientras tanto, permanecéis con nosotros hasta reponeros del todo?
—¡Oh! No, lo siento. Estoy muy agradecido por vuestra hospitalidad, pero he de regresar a España.
—¿Acaso os esperan esposa e hijos?
—No, no. En realidad quienes me esperan son mi madre y mi hermana. Están desvalidas sin mí y es posible que crean que he muerto.
—¡Claro! Eso es terrible.
Hablamos largo rato acerca de mis cosas, de mi madre, de mi hermana y de la lamentable situación de ambas, pero no mencioné a Ledesma. No estaba bien que anunciase yo a todo un obispo que mi intención era vengarme de aquel miserable en cuanto tuviese ocasión de hacerlo.
—¿Cuándo puedo partir? —le pregunté sin más rodeos.
—Inmediatamente. Mañana al alba podréis embarcar. Pero os prevengo: cuidaos de los escoceses, pues hay allí más luteranos de los que parece y escasean los que están dispuestos a ayudar a los españoles. Recurrid, llegado el caso, a los nobles y caballeros que aún abrazan nuestra fe.
Me despedí de cuantos pude, pues la comunidad era muy grande. El último fue don Raimundo, a quien veía sonriente por saber que me hacía gran merced con aquel viaje. Así que me incliné, besé sus manos para despedirme y luego me encaminé hacia el muelle, acompañado por algunos otros hombres que harían la travesía conmigo, y con varios soldados de la guarnición del obispo. Cuando llegamos al lugar convenido, vimos una pequeña barca que apenas tenía espacio suficiente para los que estábamos, pero no había otra cosa. Tenía poco y maltrecho velamen, pero sería suficiente para llegar a Escocia, según decían.
Al soltar amarras y separarme medio tiro de arcabuz de la orilla, sentí que me desprendía de algo que ya formaba parte, para siempre, de mi existencia. En Irlanda había experimentado el amor y el odio, y ambos sentimientos me los llevaba guardados muy dentro.