Read La colina de las piedras blancas Online
Authors: José Luis Gil Soto
—¡Blaithin! —lo intenté por última vez, mientras mis compañeros se desesperaban en la oscuridad por miedo a ser descubiertos.
Pero la muchacha se alejó hacia la casa y ya no tuve más oportunidades. Con su beso aún impregnando mis labios miré alternativamente hacia la chica que ya alcanzaba la puerta del torreón y hacia las sombras que se movían inquietas en la penumbra. Al fin, el gallego Antón avanzó hacia mí, me asió del brazo y tiró fuertemente. Corrimos por detrás de las cabañas hacia las puertas de la fortaleza. Íbamos acezando, tropezando con enseres y armando más ruido de la cuenta, hasta que llegamos a las inmediaciones de la salida y nos ocultamos tras las rocas de aquel lado. Pero de repente, cuando nos dimos cuenta, la guardia entrante llegaba a ocupar sus puestos y, tras las piedras del otro lado no había ni rastro del capitán y los otros tres camaradas, que habían conseguido escapar.
—¡M
ala hornada ésta! ¡Mala hornada!…, ¿qué pasó?
El
Carbonero
no daba crédito a lo ocurrido; no podía explicarse nuestro retraso, y se movía de un lado a otro gesticulando, como siempre, haciendo aspavientos a diestro y siniestro, recriminándonos con sus ojillos que no hubiésemos podido seguir a Cuéllar y a los otros.
—Éste, que se entretuvo con la zagala —me acusaba Sebastián Hernández.
—Aquí, como en la guerra, somos una misma cosa —le recordó el gallego Antón, que luego miró a Sancho Silva esperando un gesto de aprobación.
Como yo no dijera nada, todos dieron por buena la explicación. En realidad había sucedido así. Mi interés por Blaithin era tal que me había impedido escapar, y ahora ya era tarde. Cuando MacClancy se enteró de la evasión del capitán junto a tres más de los nuestros, puso el grito en el cielo y nos mandó llamar. Nos advirtió severamente que no se nos ocurriera hacer algo parecido y, además, intentó amedrentarnos y asustarnos diciéndonos que probablemente, a aquellas horas, ninguno de nuestros compañeros se encontrara con vida. Que aquellos caminos estaban tan llenos de estorbos y peligros que se necesitaba un numeroso grupo de guerreros para transitar por ellos.
Me pasé varios días tumbado en mi jergón, sin poder levantar cabeza, hastiado y arrepentido de mi actitud pueril y temeraria. Había causado un gran mal a mis camaradas, impidiéndoles regresar a España por ahora y complicándoles las cosas para el futuro. Por más que pensaba en Blaithin y en su cercanía, por más que intentaba consolarme con la posibilidad de permanecer junto a ella, seguía martirizándome por cuantos pensamientos asaltaban mi sesera. Entre otras cosas porque ni yo mismo sabía qué quería para mí. Si la muchacha estaba enamorada del modo en que yo lo había percibido, sólo contemplaba la posibilidad de marcharme con ella de regreso a mi patria. Pero si ella se negaba a venir conmigo —o, peor aún, su padre se lo impedía—, estaría en una encrucijada de la que no podría salir.
¡Cuan perverso es el amor! Se comporta este sentimiento como un carcelero, te priva de la libertad que de por sí tiene el hombre, te atenaza y oprime, te inmoviliza… Sentía yo por aquellos días un dolor en el pecho que no podía localizar, me apretaba contra el jergón y me obligaba a desplomarme de nuevo si osaba levantarme. Cuando pensaba en ella se me nublaba el pensamiento y dejaban de existir para mí otras cosas de este mundo material. Sólo cuando mis obsesiones acudían a la memoria podía contrarrestar tan fuerte pasión, y entonces me sentía morir por no saber si atender a mis principios o a mis emociones.
Sucedió entonces que, estando en mi cabaña sumido en tan profunda melancolía, noté que alguien deslizaba la puerta. Lo primero que me llegó fue un fuerte olor a asado y condimentos, y entonces supe que me traían comida. Me giré para ponerme panza arriba y me cegó la luz que penetraba por el hueco de la entrada; aun así, pude ver la silueta de una mujer. «¡Blaithin!» —me dije—. Cerró la puerta mientras yo me levantaba de un respingo y cuando la tuve delante, tan cerca que podía rozar sus mejillas, di un salto hacia atrás; tenía ante mí a la mismísima Niahm, emanando un cautivador aroma, como si estuviese untada entera de romero, jazmín y rosas.
—¡Qué sorpresa! —exclamé al pronto.
—¿Esperabas a otra persona, Rodrigo?
Me sonreía. El azul de sus ojos brillaba extraño allí dentro. Me miraba fijamente, como un felino mira a su presa. Aquella rara forma de observarme me tenía desconcertado.
—¡Oh!, no. En realidad no esperaba a nadie… —afirmé torpemente—. ¿Es para mí?
—Hace días que no apareces por ningún lado. Desde que perdiste la posibilidad de huir con tus compañeros te has sumergido en la tristeza y has venido a recluirte aquí —me reprochó.
—¡No!, yo no quería salir de aquí, los caminos son tan peligrosos… —mentí.
Niahm me encontraba inquieto, y eso se notaba. A pesar de que intentaba mostrarme tranquilo, su visita me había cogido desprevenido. No sólo no esperaba su presencia allí, sino que la conversación no me resultaba cómoda, con esa acusación directa de haber querido escapar, esa mirada tan rara y su forma de vestir. ¡Claro!, su forma de vestir… No había caído en la cuenta de que Niahm tenía puesto el mismo vestido que Blaithin el día en que me besó. Resultaba tan joven, tan alegre, tan… atractiva.
—Sí que querías. Y pretendías llevarte a Blaithin contigo.
Quise responder, ruborizado ante tal afirmación, pero no pude. Cuando fui a defenderme, se aproximó a mí y me hizo retroceder hasta una mesa que tenía a mis espaldas. La luz entraba en un hilo a través de los huecos de la madera y las rendijas de las ventanas. ¿Qué edad tendría Niahm? ¡Oh, Dios mío, qué belleza la suya! Sentí un enorme deseo de abalanzarme sobre ella y poseerla sobre mi jergón, pero venían a mí las imágenes de Moira apoyada en la entrada de la alcoba de su hermana Eileen, viéndonos retozar como animales. Niahm seguía aproximándose a mí, hasta que fui a dar con mi trasero contra la mesa.
—¿Qué quieres de mí? —le pregunté nervioso—. Por favor… eres tan bella que…
Se pegó por completo a mi cuerpo, hasta besar la cruz celta que me regaló y que llevaba colgada al cuello.
—Soy la esposa del gran señor, pero antes que cristiana soy celta, mis ancestros y mis raíces vienen de la tierra y de los bosques, donde los hombres y los animales son la misma cosa —dijo susurrando en una musiquilla, aproximando sus labios a los míos.
Yo rezaba en mi interior. Rezaba un Padrenuestro para no cometer una locura, pero aquella mujer se había empeñado en hacerme sucumbir de nuevo ante el pecado. Ni mi mente, ni mucho menos mi cuerpo, estaban preparados para asumir tal arremetida.
—Soy hembra… —continuó diciéndome, y ya no pude reprimir mis deseos.
Excusen vuestras mercedes que no narre lo que vino luego, pues sólo recordarlo me hace perder la compostura. Me reconozco pecador, pero considero que no hay varón que pueda resistir a tales tentaciones… Sólo diré que yací con ella largamente y que su sabiduría me proporcionó tanto placer que me hizo olvidar quién era y de dónde venía. Cuando caímos rendidos, quise pedirle explicaciones:
—¿Por qué, Niahm? ¿Por qué? Eres la esposa del gran señor MacClancy, la madre de Blaithin, por quien sabes de sobra que perdí la oportunidad de huir de aquí para regresar junto a mi familia. ¿Por qué?
Entonces ella volvió a sonreírme, y me dijo mientras se ajustaba el vestido para marcharse:
—Ningún varón que haya yacido con otra mujer podrá jamás desposarse con la hija del gran señor MacClancy. Y a mí va a ser difícil convencerme de que tú no lo has hecho.
Se dio media vuelta y se marchó dejándome petrificado, inmóvil y abatido. Y, por qué no decirlo, harto fatigado.
V
ino la primavera con lluvias persistentes. Día y noche llovía sobre el lago, sobre el castillo y sobre los campos, con fuertes vientos que venían del océano para estrellarse contra los muros y las montañas cercanas. Todo estaba encharcado a nuestro alrededor, lo que hacía que no pudiéramos siquiera plantearnos la posibilidad de huir de allí.
Blaithin me buscaba cada mañana y cada tarde. Cuando yo no estaba ayudando en las tareas propias de hombres —acarreando leña, cuidando los ganados, limpiando las cuadras o engrasando goznes y cerrojos con aceites y mantecas—, la acompañaba a la iglesia o compartía con ella largos paseos en los que conversábamos de nuestras cosas. Le interesaba cómo era nuestra cultura, nuestra nación y nuestra gente; me exponía sus curiosidades acerca de la forma de vestir de las damas españolas; me interrogaba sobre el oficio de soldado; y se admiraba cuando le contaba cómo nuestro rey era dueño y señor de medio mundo. Luego, ella me ponía al corriente de cuanto sabía de sus orígenes celtas, de su idioma, de las tribus que señoreaban aquellas regiones y de la represión que sufrían por parte de los ingleses. Me narró cómo se habían quemado iglesias, monasterios y conventos; cómo multitud de tribus se habían apoderado de buena parte del territorio; y cómo su padre estaba atemorizado porque tenía el presentimiento de que moriría en poco tiempo, martirizado y sacrificado por los hombres de Fitzwilliams.
Cuando nuestros encuentros tocaban a su fin cada atardecer, sus ojos se tornaban melancólicos y me tomaba de las manos mientras desviaba su mirada al lago de aguas enrojecidas por el sol de poniente. En una de esas ocasiones, hacia el final de la primavera, la lluvia de la mañana había dejado el ambiente limpio y puro. Los pajarillos amenizaban nuestra conversación y mi corazón latía fuerte por la cercanía de mi amada. Ella apartó como siempre su vista hacia los reflejos de las aguas y comenzó a hablar en un tono muy triste:
—Nunca antes había sentido lo que siento. Hasta que tú llegaste no supe qué era el amor, y hasta que te vi abrazado a aquella pastora no podía imaginar que ese sentimiento hiriese tan hondo.
No quise interrumpirla hasta que terminase de hablar, por lo que yo también miré hacia la orilla, por no intimidarla con mi embeleso.
—Cuando la noche de la fuga de tus amigos me preguntaste si iría contigo a tu país, no pude darte una respuesta. Ahora creo poder hacerlo —hizo una pausa y bajó los ojos hasta perder la mirada en un punto indeterminado—. La situación política en Irlanda es incierta; Inglaterra está ocupándola para imponer su religión, a costa de crueles asesinatos de hombres, mujeres y niños. No respetan a los ancianos, ni nuestras tradiciones, ni nuestra forma de ver la naturaleza. Si me fuera yo a otro reino podría salvaguardar mi vida y perpetuar la sangre de mi familia; pero los perdería a ellos para siempre. Los abandonaría en tan delicado momento. No puedo irme.
Blaithin se echó a llorar en mi regazo. Su llanto era tan amargo que mis lágrimas brotaron igualmente. Intenté hablar, pero tenía un nudo en la garganta y no era capaz de decir palabra. Sus lamentos decían que me amaba, que quería estar siempre conmigo, que me entregaba su vida y su belleza, su frescura. Se entregaba ella entera y yo no podía soportar tanta dicha y tanta desgracia a la vez.
—¿Te quedarás aquí conmigo para siempre? —me preguntó sollozando, irguiéndose para hacerme la pregunta con los ojos anegados en lágrimas.
—¡Oh, Blaithin!, sólo soy un soldado, hecho a la guerra, a los campamentos y a las mujerzuelas —me sinceré—. Soy un mal cristiano que alberga odio y deseo de venganza en mi interior. Me he prometido volver a mi país en socorro de mi madre y de mi hermana que, como conoces, se encuentran en delicada situación. Sabes que no hay nada en el mundo que desee más que estar contigo y por eso te pedí que vinieses a España, pero…
Volvimos a llorar a la par, abrazados a la tenue luz que aún nos dejaba el día, bajo una luna que aparecía creciente en el horizonte, en un cielo libre de nubes por primera vez en toda la estación.
—¿Qué podemos hacer entonces? —me preguntó buscando una respuesta imposible.
—Tal vez tus padres nos impidieran cualquiera de ambas posibilidades —insinué por conocer su opinión.
—¡No! Mis padres quieren lo mejor para mí; y lo mejor es estar con el hombre al que amo. Nunca se opondrían a mis intenciones.
—Pero ya te he dicho que los soldados, en los largos períodos que pasamos en los campamentos de Flandes y en los puertos del Mediterráneo, frecuentamos lupanares donde dar rienda suelta a nuestros instintos… —reconocí de nuevo, arriesgándome a perderla en el intento de evitar las presiones de su madre.
—Ya me lo has dicho, y me entristece. Pero tú no me conocías aún y sé que después de que se hayan unido nuestros destinos, si me tomas como esposa, no volverás a hacerlo —intentó tranquilizarme, y luego añadió—: Pero jamás se te ocurra reconocer eso ante mis padres, puesto que ellos no aprobarían nuestro matrimonio si llegan a saber que has yacido con otra mujer.
Durante el verano hicimos varias incursiones más allá de los límites de las tierras de los MacClancy. Aprendí entonces cuáles eran los clanes católicos, los protestantes y los que cambiaban según soplaba el viento. Supe que estábamos rodeados de peligros, pero que más allá de las montañas, traspasadas las agrestes tierras despobladas del otro lado, había un nativo llamado O'Cahan que dominaba parte de la costa y que se mostraba abiertamente amigo de los españoles. En sus dominios anclaban con frecuencia los barcos que iban rumbo a Escocia y se me antojó el único remedio a mis males. Como todavía tuviera yo la esperanza de huir con Blaithin a mi lado, trazaba en mi cabeza los planes de evasión, pero descartaba uno detrás de otro por no ver fácil abandonar el castillo con ella a cuestas.
Tales pensamientos me torturaban. Tan pronto tenía la certeza de querer salir de allí, aunque fuese sin ella, como me venía su figura al pensamiento y me negaba a marchar solo. Llegué a valorar positivamente la posibilidad de sincerarme ante MacClancy y Niahm, pidiendo perdón por mis pecados y solicitando me diesen en matrimonio a Blaithin. Sin embargo, la reacción de una mujer que había sido capaz de seducirme con tal de que no apartase a su hija de su lado, era imprevisible. Incluso podía acusarme de haber sido forzada, como hizo Eileen, y entonces sería el propio señor quien me ahorcase, o me cortase la cabeza con su hacha, o me arrastrase atado de manos a su caballo. ¡Ah!, ¡qué difícil se me hacía la elección!
Le pedía mucho a Dios que me despejase el camino y me aclarase la mente, pero no hallaba la salida. Allí me encontraba bien, entre aquella gente que me estimaba. Aunque había perdido la confianza que en otro tiempo tuviera con Niahm, después del episodio de la cabaña, no dejé de tenerla con su esposo, con el que de vez en cuando departía acerca de los acontecimientos habidos en todos los países del mundo. Le conté las hazañas de nuestros hombres en el Nuevo Mundo, las maravillas que contaban de Cortés, Pizarro, Alvarado, Soto… Todos ellos hombres de hierro, que habían conquistado tan extensas tierras para nuestro emperador, las cuales habían sido heredadas por nuestro rey. Lo puse al corriente de las riquezas que venían de Indias y de los perjuicios que Drake causaba en el Atlántico a los galeones españoles. El, aunque salvaje, sabía muchas cosas de las que yo lo creía ignorante, y me contó que antes de haberse visto obligado a recluirse en el castillo, había sido hombre de mundo.