Read La colina de las piedras blancas Online
Authors: José Luis Gil Soto
Pero no todo se consigue con gallardía. El viento y las acometidas de Howkins nos habían ido arrastrando hacia la costa, donde encallaríamos como la
San Lorenzo
en poco menos de una hora si un milagro no lo remediaba. Desde el amanecer nos batíamos sin un solo respiro, sufriendo estragos en nuestras naves sin que nos dieran tregua por un solo momento. Nuestras balas se acababan, estábamos exhaustos y nos batíamos contra un número de barcos muy superior. A mi alrededor cayeron varios portugueses, a Sousa le hicieron una fea rotura en una pierna y a tres de los aventureros que rodeaban a nuestro capitán los despacharon de un solo cañonazo.
En las proximidades del castillo de proa se habían agolpado varios cuerpos. Me pareció distinguir una cara conocida entre ellos. Me fijé algo mejor y me dio un vuelco el corazón al reconocer al pequeño de los Mendoza, con las tripas derramadas por el suelo, intentando recogérselas con cara de súplica. Por un instante me miró y en sus ojos percibí la desesperación de quien se sabe servido para siempre, pero no quiere dejar escapar el último hálito de vida. Estuve tentado de dejar mi arcabuz y acudir en su ayuda, aunque fuera para reconfortarlo en un último instante, pero cuando volví a mirarlo había caído sobre sus propias entrañas y yacía muerto como tantos otros. Luego miré hacia donde había visto a su hermano, el cual se batía hecho una fiera, disparo tras disparo, corriéndole las lágrimas por las mejillas por la irritación de los ojos, o bien porque se había sentido morir al ver su propia sangre derramada sobre las tablas, a unas cuantas varas de donde se encontraba, y se había acordado, como lo hacía yo tras cada andanada enemiga, de la madre que esperaba vernos regresar.
Serían las cuatro de la tarde cuando nos dimos por perdidos. Nuestra disciplina y nuestra fe se quebraron definitivamente cuando vimos que cada vez más barcos acudían a darnos guerra. Ya no había más que hacer en aquel mar inhóspito, a la altura de Gravelinas, donde nos habían descuartizado poco a poco sin que pudiéramos más que defendernos lo mejor que nos fue dado.
Sin apenas darnos cuenta estábamos a punto de tocar fondo y mirábamos exasperados hacia la costa, sabiéndonos vencidos; si encallábamos, no habría español que viviese para contar aquella batalla.
Los imbornales de los barcos vertían sangre a borbotones. Los cuerpos sin vida estorbaban nuestros movimientos en cubierta, algunos de ellos hechos pedazos, desmembrados e irreconocibles. El resto, sin que nadie nos dijese nada, estábamos ya pensando en cómo escapar de allí y alcanzar la costa sin que los botes ingleses nos dieran alcance; pero aquello iba a ser un suicidio de miles de hombres.
Podíamos percibir las caras de desesperación, también en los barcos más próximos. Yo alcancé a ver a Ledesma en el alcázar, medio lloriqueando de pura cobardía, asido del brazo de uno de los hombres principales que no pude reconocer. También pude ver a soldados valientes y decididos con cara de pánico, y a otros muchos cerrando la mano en torno a una medalla o un escapulario. Otros, los de mente más fría y calculadora, sentían que Dios los había abandonado en aquella empresa que era la suya, pues acababa de demostrarse que no quería que el rey católico triunfara en la cruzada contra los herejes, enviándonos aquel viento que irremediablemente nos empujaba al fin hacia los bajíos de Dunquerque.
Recé cuanto puede rezar un hombre y, cuando miré hacia la costa y sentí que en breve rozaríamos la arena del fondo, grité en medio del ruido de los cañones algo que yo solo pude oír:
¡que se me pegue la lengua al paladar si no me acuerdo de ti!
Cerré los ojos implorando ayuda divina, mientras sentía muy dentro la angustia por la cercanía de la muerte. Y entonces ocurrió: comencé a sentir una ligera brisa que soplaba desde tierra, algo de viento fresco acariciándome la cara. Volví a abrir los ojos, miré hacia donde se encontraba Cuéllar y lo vi gritando, con el cuello tan alargado que se descomponía en mil fibras a punto de romperse. En sus labios pude leer las instrucciones que dirigía a los hombres de mar:
—¡Desplegad velas! ¡Desplegad velas! ¡Todo el trapo!
En un primer momento la decepción nos hirió como una daga cuando sentimos el gualdrapeo contra los palos; pero, luego de abriolar, la mayor quiso flamear y tomar viento. Trascurrió una eternidad durante la cual miramos a popa y vimos los arrecifes tan cerca que se nos hizo un nudo en la garganta, y al fin, a la orden de acuartelar, los barcos de Su Majestad, nuestros galeones ensangrentados y deshechos, comenzaron a abrirse paso para alejarse en un suspiro de la costa y adentrarse en el océano, buscando las traicioneras aguas del mar del Norte mientras descargaban toda la artillería en un último esfuerzo. Y al alejarnos, en un arrebato de dignidad, y a pesar de nuestro estado lamentable, el duque de Medina Sidonia dio la orden de maniobrar inmediatamente para recuperar la temida media luna defensiva.
S
e celebró consejo en el
San Martín
con el ánimo de hacer balance de bajas y desperfectos y de establecer la estrategia a seguir después de aquella derrota. Los galeones
San Felipe
y
San Mateo
, en los cuales navegaban don Francisco de Toledo y don Diego Pimentel, habían encallado en la costa y habían sido atacados violentamente por los filibotes de Justino de Nassau. Igual había pasado con uno de los mercantes de la escuadra de Vizcaya, pero éste no había podido ser capturado antes de hundirse. En cuanto al resto de la flota, los estragos eran tales que no hubo barco libre de vías de agua, mástiles rotos, vergas desprendidas sobre la cubierta, aparejos destrozados y velas hechas jirones.
El
San Marcos
, que durante la batalla había servido de escolta fiel al
San Martín
, estaba despedazado. Su casco había sufrido tanto, que Cuéllar tomó la determinación de afianzarlo con cables por debajo de la quilla, por el temor que tenía a que en cualquier momento se resquebrajara y se partiera en dos. Era de ver cómo un galeón de aquellas dimensiones se ataba como un haz de mies, con el temible mar del Norte a sotavento dispuesto a terminar la faena que habían comenzado los ingleses. La magnífica vista que de nuestra flota habíamos tenido días atrás se convirtió en una especie de cementerio de barcos, con palos semihundidos, volqueándose cada día más para sumergirse en una agonía lenta y desesperante.
Pese a las voces discordantes, el duque determinó en el consejo que mantendríamos el orden defensivo y nos aprestaríamos a atacar si rolaba el viento. Los ingleses, mientras tanto, nos seguían a distancia, sin saber bien cuánto daño nos habían hecho y sin atreverse a atacarnos de nuevo hasta tener mejor ocasión.
Mientras tanto, ordenamos los cadáveres a bordo, les rendimos el homenaje que merecían y nos abrazamos unos a otros para despedir a los camaradas, amigos y hermanos. Mendoza lloró como un niño cuando su otra mitad, su hermano del alma, se deslizó hacia el mar y se perdió de vista, y gritó tan fuertemente los nombres de su madre y de su padre que a todos nos descompuso el cuerpo y nos hizo un nudo en el estómago.
Habíamos tenido muchas bajas. Casi una quinta parte de los hombres había fallecido y otro quinto luchaba contra la muerte en las cubiertas del barco. Cuando dimos la alarma y solicitamos sitio en la urca hospital, se nos dijo que había que esperar a que se hiciese hueco, pues no había jergones ni medicinas para tantos hombres; y los médicos, cirujanos y barberos no podían valerse con las dos manos que tenían. Así que nos tocó cuidarlos por turnos, con don Antonio de la Fragua dando extremaunciones a destajo, y viendo morir de calentura, dolor y espasmos a media docena de hombres en cada turno de guardia.
No había comida para los enfermos, como tampoco la había para nosotros. La escasez era tal que los oficiales vinieron a rebuscar en los toneles de la marinería y la soldadesca, sin reparo alguno, lo que nos molestó tanto que decidimos trasladar las quejas al alférez Idiáquez. Como ninguno de los doscientos que estábamos sanos se atrevía, me tocó a mí plantarme ante él:
—Los hombres no están de acuerdo con el reparto que se hace de la comida.
—Los hombres… —dijo mirándome con cierto desdén; tanto, que si no lo conociese como lo conocía diría que me lo había dicho con desprecio.
—Sí. No han participado de la comida fresca de los oficiales y ahora tienen que compartir hasta el bizcocho agusanado y el agua con verdín. Debería ser, en todo caso, un reparto de igual a igual, llegado este punto.
—¿Qué hombres? —me preguntó, mirando en derredor.
Permanecí mudo un rato, mirándolo. Al fin y al cabo nadie quería dar la cara, y llegado el motín cada cual se las tendría que valer en aquel desmadre en que se estaba convirtiendo el barco. La verdad es que tal vez en pocos días todos estuviésemos bebiendo agua salada en el fondo de aquel mar bravío y no merecería la pena disputar un gusano más o un gusano menos.
—Bueno. Los hombres, en general. Los mismos que se dejan las tripas en cubierta y de aquí a poco se las dejarán también en los toneles, por un mendrugo de pan podrido.
Idiáquez me miró de nuevo sin decir palabra, sopesando si arrestarme o mandarme al diablo, o cagarse en mi sangre por ser tan inoportuno. Luego se escupió en ambas manos y se las frotó antes de decirme:
—Aquí, si seguimos así, pronto habrá sólo hombres. Ni oficiales, ni nobles, ni curas. Sólo hombres. Y entonces podréis venir a disputar el gusano, si gustáis. Pero por ahora, y lo sabéis de sobra, Montiel, aquí manda quien manda.
—Lo sé —le dije sinceramente—. Pero estaba en la obligación de deciros lo que opinan los otros, pues ni Orellana ni Escalante se atreven. No vaya a ser que luego no dé tiempo a dar confesión. Lo avisado, avisado queda.
Y entonces Idiáquez sacó de su bolsillo un real de plata y me lo mostró sobre la palma de la mano.
—¿Lo veis bien? —me preguntó, y luego cerró el puño—. ¿Creéis que alguien lo querría a cambio de su ración?
Se dio media vuelta sin esperar respuesta. Entendí bien su mensaje: el valor de las cosas es tan relativo como nuestra propia existencia y, en aquel momento, cuando esperábamos tan incierto futuro, nadie podía saber si volvería a comer al día siguiente, o si los mismos que ahora nos sisaban las vituallas, mañana estarían suplicándonos un degüello para abreviar sufrimientos.
Trascurrieron varios días sin que los ingleses se despegaran de nuestra popa, hasta que una mañana los vimos virar y navegar de bolina para perderse en el horizonte. Por primera vez desde que entramos en el canal navegamos sin su tenebrosa presencia, y tuvimos una extraña sensación de soledad en medio de aquel mar desconocido. El duque de Medina Sidonia había ordenado permanecer en orden de batalla, pero varios barcos —entre ellos el
San Marcos
— habían roto la formación.
No supimos cómo ocurrió. El caso es que don Francisco de Cuéllar estaba agotado y dejó el barco al mando de su piloto, advirtiéndole del peligro que suponía desobedecer las órdenes de no sobrepasar a la nave capitana. Los que estábamos en cubierta pudimos ver cómo Ledesma y el piloto se entretenían en no se sabe qué, mientras el galeón se adelantaba claramente al
San Martín
rompiendo la línea y navegando unas dos millas por delante.
Cuando hubieron desaparecido de nuestra vista los ingleses, don Francisco de Bobadilla —en nombre de Medina Sidonia, que estaba enfermo en su camarote— mandó arrestar a Cuéllar y al otro capitán que había desobedecido las órdenes, llamado Cristóbal de Ávila. Nos despedimos de don Francisco con palabras de ánimo, esperando que pudiese demostrar que no había tenido culpa alguna de lo ocurrido y que era un buen hombre y un gran capitán.
Mejía estaba indignado. Se ofreció a defender la causa de Cuéllar donde fuese necesario, incluso suplicando al mismo rey si llegaba el caso. Y durante los días siguientes no hizo más que removerse de un lado a otro, esperando conocer la sentencia del juicio al que someterían a los capitanes.
—¡No hay derecho! —decía a voces—. Se han vuelto locos.
Nos pareció que tal vez estaba encolerizado en exceso, hasta que Idiáquez nos explicó que tenía motivos para ello: lo normal era que Bobadilla quisiera imponer la férrea disciplina que Medina Sidonia le había encargado y que, precisamente por ello, el castigo fuese ejemplarizante.
—¿Cómo de ejemplarizante? —le preguntó Escalante.
—Pena de vida.
Aquello nos puso el corazón en un puño. Desde entonces no hicimos otra cosa que permanecer a la espera, rezando por el capitán y clamando justicia. Hasta que se hizo pública la sentencia: ambos capitanes habían de morir ahorcados.
Trasladaron a Cuéllar y a Ávila a la
Lavia
, donde el auditor Martín de Aranda les tomó declaración y redactó informe de ambos, el cual trasladó luego al duque para que confirmase la sentencia, que había de ser ejecutada antes de la puesta del sol del día siguiente. Así que todos estábamos tristes como si se hubiesen llevado a nuestro padre, y mirábamos con malos ojos a Ledesma y al piloto. Yo me excusaba de hacerlo, pues ahora Ledesma era el capitán del barco y, sabiendo el odio que alimentaba y cómo me quería mal, me temía que en cualquier momento me llegaría la hora.
Tampoco Mejía se atrevía a recriminar nada a Ledesma, pues su actitud hostil podía dar lugar a una revuelta que no acarrearía más que malas consecuencias en tan delicados momentos.
—¿No se puede hacer nada? —pregunté a Idiáquez muy apenado.
—Nosotros no podemos hacer nada.
Aquel «nosotros» me dejaba algo de esperanza en el interior, pues alguien habría que pudiese interceder por él. Recordaba los buenos momentos que habíamos pasado con Cuéllar en Lisboa, y luego cómo me había alegrado en La Coruña de su nombramiento. Que Ledesma se hiciese cargo del barco era lo de menos, estando en juego la vida del capitán.
Estuvimos todo el día siguiente esperando ver cumplir la sentencia. Mirábamos hacia el
San Martín
y notábamos cierto revuelo en cubierta, donde se preparaban para colgar a los reos. Algunos hombres lloraron, y yo me tragué las lágrimas en varias ocasiones. Haber visto morir a tantos hombres no servía para endurecer el corazón hasta tales extremos.
Al cabo, un bote trasladó a Cristóbal de Ávila desde la
Lavia
hasta la capitana, pero no vimos bajar a Cuéllar, por lo que supusimos que la amistad de Cristóbal de Ávila con el duque le había salvado la vida; no así a nuestro capitán, que tal vez sería ejecutado en el buque del auditor Aranda. Pero cuando todos mirábamos ora hacia la
Lavia
, ora hacia el
San Martín
, vimos con asombro cómo Ávila era colgado del peñol de una verga de la nave capitana, en un cruel escarmiento. Se leyó la sentencia a la vez que era elevado y perdía la vida con la soga al cuello, y se decía en ella que se trataba de un castigo para que todos apuntasen en la memoria: la desobediencia en la Armada se pagaba cara si se era amigo del Capitán General. Y si no, con mayor motivo.