Read La colina de las piedras blancas Online
Authors: José Luis Gil Soto
En cuanto a don Pedro de Valdés, las historias que se contaron luego afeaban su conducta, pues los cuatrocientos hombres que navegaban con él se rindieron sin prestar batalla, admirados como estaban por ser Drake quien los hacía prisioneros en honrosas condiciones. Le entregaron los cuarenta y dos cañones del
Rosario
, sus municiones y los cincuenta y cinco mil ducados que se guardaban en el camarote de su capitán. Este hecho hizo que fuese don Pedro tratado con grandes honores por los oficiales ingleses y que llegase a gozar de cierta popularidad entre los herejes por sus ocurrencias y su buen carácter.
Lo cierto es que amanecimos con el mal recuerdo de la pérdida del barco andaluz y Medina Sidonia convocó consejo en su galeón para determinar cómo habían de desarrollarse los próximos encuentros con el enemigo. Mientras tanto, en el barco andábamos cada vez más escasos de víveres y agua, reduciendo las raciones y vigilando siempre con suspicacia a los que nos rodeaban, no fuesen a tomar doble ración valiéndose de artimañas. Éramos tantos hombres después de acoger a los soldados del
San Salvador
, que cabíamos a menos parte de comida y ensuciábamos más, de modo que por mucho que nos esmerábamos diríase que habitábamos una porqueriza, hasta el punto de empeñar los ratos de calma en matarnos los piojos, quitarnos la roña con agua salada y remendar nuestras ropas con el mayor desvelo posible.
Se dispuso que todos los barcos de guerra se dividieran en dos columnas: una retaguardia sólida con Leyva a la cabeza y una pequeña vanguardia bajo el mando de Medina Sidonia. Entre maniobras y movimientos, quiso Dios que la flota inglesa quedase, sin buscarlo nosotros, a sotavento, con lo que volvimos a contar con la ventaja que tuvimos el primer día, cuando avistamos las primeras velas enemigas. Así que, en las proximidades de Portland Bill, Howard intentó desesperadamente varias estratagemas para volver a ganar el barlovento, pero en una primera ocasión fue el propio duque quien salió al paso para evitarlo, y luego la retaguardia dirigida por Bertendona ocupó el espacio que pretendía ganarnos, de modo que se redujo la distancia entre ambas flotas a un disparo de cañón. Y por primera vez pudimos apreciar muy de cerca las características de aquellos barcos veloces y de aspecto frágil. Comprobamos también que al disparar nuestras baterías se replegaban con velocidad, de forma que ni aun con el barlovento ganado podíamos darles alcance; si ellos se admiraban de nuestra muralla de madera y mástiles, nosotros temimos que nunca les estorbaríamos, pues ni podía albergarse la esperanza del abordaje ni la del alcance de la artillería.
Así comenzó una batalla que duró toda la mañana y que fue una refriega de idas y venidas, de acercamientos y andanadas sin fruto, hasta que las cosas vinieron a complicarse cuando el viento viró hacia el sur y nuestra flota se descompuso. En apenas un Padrenuestro, Recalde se quedó aislado, con la escuadra a sotavento del
San Juan
, por lo que el duque ordenó cambio de rumbo para ir al rescate del vizcaíno. Sólo el
San Martín
permaneció en su sitio para hacer frente al
Ark
de Howard y nosotros quedamos en tierra de nadie —si es que en aquellas latitudes podía hablarse de tierra—, sin saber si acudir en rescate de Recalde o dar cobertura a Medina Sidonia, el cual estaba siendo lindamente cañoneado tras invitar al abordaje al lord Almirante arriando la gavia. Éste, sabiendo la desventaja que tendría en tal caso, descargó munición sobrada, y lo mismo hicieron los demás buques ingleses, que poco a poco fueron rodeando a nuestra nave capitana, sin que nadie acudiese en su ayuda.
—¡Virad!, ¡virad! —comenzó a gritar Cuéllar.
En plena virada por avante, los hombres se esforzaban en cazar las escotas mientras los foques flameaban sobre el bauprés, con el viento abierto dos cuartas por la amura.
—¡A la otra banda! —volvía a gritar el capitán junto al palo mesana.
Cazadas las escotas comenzaron a hinchar gavia, velacho y juanete con la brisa, y el barco comenzó a cambiar de rumbo. Los marineros sudaban a chorros tensando sus músculos y tirando con fuerza de los cabos para completar la maniobra. Nos admirábamos al ver girar el barco, crujiendo desde la quilla hasta la cofa del mayor, en una maniobra lenta y precisa.
También Oquendo reaccionó lo antes que pudo, ordenando a toda su escuadra acudir en auxilio de nuestro general, que por espacio de una hora se batió ferozmente contra tantos barcos enemigos que con dificultad podíamos distinguir nuestro estandarte. Los soldados nos aferrábamos a la espada, cargando arcabuces y mosquetes para dispararlos cuando la distancia nos lo permitiese, y nos colocamos en orden de abordaje por si teníamos la oportunidad.
—¡Todos a sus puestos! —se desgañitaba Mejía—. ¡Santiago! ¡No hay cuartel! ¡Sin compasión!
Nos enardecía el griterío, el crujir de las cuadernas, el soplar del viento entre las velas, la tensión del papahígo, el ruido de los cañones y los tiros de arcabuz que venían del
San Martín
. Fijábamos nuestras presas a medida que nos acercábamos, viendo venir igualmente a Oquendo con los suyos, dispuestos a degollar a cuanto hereje cayese en nuestras manos. Rezamos lo que pudimos en aquellos momentos de tensa espera, mientras el agua rompía contra el casco, navegando al rescate de los nuestros. Cuando estuvimos a un disparo de cañón, soltamos la primera andanada y luego hizo lo propio el guipuzcoano, y los ingleses empezaron a descomponerse, sin saber dónde atender. Poco a poco fueron llegando más de los nuestros y, mientras se alejaban, los luteranos nos alcanzaron con mosquetería y varios disparos de culebrina, abriéndonos algunas vías de agua sin importancia y rozando en cubierta la base del palo mayor.
Casi al final, cuando la batalla se había resuelto sin mayor daño, pude ver cómo una bala de treinta y dos libras impactaba de lleno en un pobre soldado malagueño llamado Miguel Gómez, que Dios tenga en su gloria, llevándoselo partido en dos hasta empotrarlo contra la base del mayor. Cuando la mar volvió a la calma y los ingleses dejaron de hostigarnos, recogimos lo que de él quedaba y lo echamos por la borda después del responso de don Antonio de la Fragua, y yo no pude evitar conmoverme pensando que tal vez la madre de aquel joven rezara en algún lugar a aquella misma hora, pidiendo por su salud y su regreso. Y esa misma madre no volvería a ver jamás aquel cuerpo que ahora se hundía destrozado a miles de leguas de la casa donde creció y forjó sus sueños, al cobijo de unos brazos, unos mimos y unos ojos que siempre le dijeron que era el mejor de los hombres. Y al cabo, cuando la anochecida tendió su manto sobre el agua fría y gris, lloré también por mi propia madre, que tal vez algún día no lejano me perdería sin saberlo.
C
uatro días estuvimos sin que nos estorbaran los ingleses. Navegamos a dos nudos, con tiempo apacible y brisa suave del oeste, lo que nos permitía mantener la formación defensiva y avanzar por el canal sin sobresaltos. Durante este tiempo el duque envió pequeñas embarcaciones con mensajes de auxilio y apremio a don Alejandro Farnesio, pero no obtuvimos respuesta.
Los malditos herejes nos seguían con cautela, reforzándose a lo largo del canal, abasteciéndose en cada puerto y cargando municiones, víveres, agua y hombres de reserva. Incluso se unían a ellos embarcaciones que no habían entrado aún en combate, o sustituían los navíos dañados en la batalla por otros recién carenados. Ni los nuevos barcos, ni la munición, ni la pólvora nos amedrentaban en demasía. Lo que realmente hacía que nos mirásemos unos a otros era la certeza de que en sus buques se estaba cargando carne, pan, pescado y alimentos frescos; y es que a nosotros nos iba faltando el alimento y nos mataba el hambre, así que resultaba imprescindible que el duque de Parma respondiera a los mensajes de nuestro Capitán General y que cruzase con sus tropas cuanto antes, para que pudiésemos hacernos fuertes en algún puerto donde abastecernos y descansar.
Una de las alternativas que nuestro rey había convenido con el duque era la conquista de la isla de Wight, donde nuestros barcos podían fondear y permanecer el tiempo imprescindible, hasta que las tropas de Flandes pudieran embarcarse. Desde allí dominaríamos el canal y podríamos hacer y deshacer a nuestro antojo, por lo cual pusimos rumbo hacia sus proximidades, a la espera de obtener respuesta de Farnesio.
Mientras tanto, nos sometíamos a sesiones de entrenamiento, más por estar distraídos y no pensar en males que por necesitarlo realmente.
Cada escuadra, con su cabo a la cabeza, ejecutaba los ejercicios de tiro en obediencia a los sargentos, mientras el alférez observaba sin perder detalle. En cuanto a la marinería, muchos de los hombres también se ejercitaban en el arte de las armas, pues de ellos dependía igualmente el éxito del abordaje.
Terminadas las sesiones de entrenamiento no quedaba más que entretenerse en juegos y naipes. El alférez Idiáquez prestaba gran atención a cuanto pasaba en las partidas, sin permitir que los hombres nos apostásemos más que los dineros que llevábamos cosidos a nuestras propias vestimentas, y no consentía que nadie apostase las armas que el rey nos daba a costa de nuestro sueldo, porque de ellas dependía la defensa de nuestras vidas. Tampoco nos era dado llegar a riñas y peleas, ni aun en caso de perder cuantos ducados o maravedíes llevásemos encima; aunque luego, fuera de la vista de los oficiales, porfiásemos por un voto a tal o una insinuación de engaño. Incluso había quien, perdido cuanto jugase, apostaba su ración de comida, a lo cual se negaba el alférez, por no ver a ninguno de los suyos perder también la cabeza por falta de lo poco que teníamos para engañar los estómagos.
Y así estuvimos hasta la mañana del tres de agosto, cuando intentábamos deshacer con saliva un trozo de bizcocho duro como el acero de nuestras dagas y tuvimos que dejarlo porque sonó un cañonazo que nos llamaba al arma. Pasados los primeros momentos de desconcierto, pudimos ver a lo lejos cómo una urca que nos pareció el
Gran Grifón
se había separado del ala que ocupaba y los ingleses intentaban aislarla para asaetearla a placer, sin más resistencia que la de sus escasos treinta y ocho cañones. Se trataba de la nave capitana de las urcas, al mando de don Juan Gómez de Medina, y era una lástima perderla por un descuido, así que Medina Sidonia envió las galeazas en su ayuda para remolcarla hasta la parte central de nuestra media luna, ya que Recalde, Oquendo, Bertendona y Leyva estaban ocupados intentando disuadir a Drake, el cual se había interpuesto entre la Armada y la urca, con el fin de aislarla definitivamente.
La lucha se endureció cuando el duque arrió velas en señal de combate general y nos intercambiamos andanadas con algunos barcos ingleses que vinieron a reforzar la embestida del
Revenge
de Drake. Nosotros no sufrimos apenas desperfectos, pues estuvimos lejos del núcleo duro de la batalla, la cual duró varias horas, hasta que los herejes dieron por perdido el
Gran Grifón
y se retiraron a la prudente distancia de un disparo largo de culebrina.
Viendo entonces el lord Almirante, Howard, que su táctica no daba resultado y que los ataques a distancia con culebrina no lograban causar grandes daños en los poderosos cascos de nuestros barcos, reunió consejo en su nave almiranta y pudimos comprobar a la mañana siguiente que la flota inglesa se disponía en cuatro escuadras similares unas a otras, para atacarnos duramente por diversos puntos e intentar descomponer nuestra inexpugnable formación.
Al despuntar el alba vinieron sobre nosotros, cuando nos encontrábamos muy próximos a la isla de Wight. La marea nos arrastraba con ímpetu hacia el este, lo que dificultaba nuestro acercamiento al fondeadero, pero aun así teníamos la orden de intentarlo. Así que pusimos rumbo a la isla, esforzándose la gente de mar por maniobrar las naves contra una corriente que nos alejaba de tierra a más de una milla por hora. Cuando nuestra flota se afanaba en ello, avistamos velas inglesas que se interponían entre nuestra ala y la orilla. Pero cambió el viento a sudoeste y de pronto los barcos ingleses quedaron a sotavento de nuestra vanguardia, por lo que el
San Martín
se apresuró a darles caza, con el
San Marcos
a popa, desplegadas las gavias y el papahígo hinchado como una vejiga a punto de reventar. La mayoría de los barcos ingleses consiguieron escapar en una ágil maniobra, pero el
Triumph
de Frobisher quedó rezagado y Medina Sidonia ordenó atacar sin cuartel.
Veíamos la popa del barco hereje muy cerca y comenzamos a disparar andanada tras andanada, envueltos en el humo y el olor a pólvora, preparándonos para el abordaje. Nuestra nave capitana lo tenía a tiro y disparó las baterías muy seguidas, recibiendo algunos cañonazos y sufriendo ciertos desperfectos, pero el barco inglés llevaba las de perder. Arribamos una cuarta para hacer blanco por estribor y, cuando tuvimos posibilidad, los artilleros recibieron la orden de disparar. El barco escoró como si lo hubiera movido el mismo diablo. Cargábamos mosquetes y arcabuces y disparábamos fijando el objetivo lo más afinadamente posible, con la dificultad del movimiento de la cubierta, que nos zarandeaba en el momento del disparo.
—¡En tierra es más fácil! —gritaban algunos hombres.
—¡Apuntad! ¡Disparad! —nos gritaban desde atrás.
Entre descarga y descarga intentábamos ponernos a cubierto, y nos estremecíamos cada vez que recibíamos una andanada. Las astillas de la madera se nos clavaban con gran perjuicio, y se oían gritos y maldiciones por todas partes. Varios de los nuestros fueron muertos por tiro de arcabuz y otros barridos de cubierta por los cañonazos que causaban destrozos en el barco. Los ingleses, viéndose perdidos, dirigieron sus disparos a los palos y vergas, en un intento desesperado de causar muchas bajas en el galeón.
Aguantamos en nuestro sitio y los cañoneamos hasta que cedieron algunos de sus palos y vimos la verga del trinquete desplomarse sobre sus hombres. El mascarón de proa flotaba en las aguas del Atlántico cuando consiguieron arriar los botes y remolcar la embarcación. Entonces volvimos a arribar una cuarta en un movimiento muy preciso, gracias a las indicaciones del capitán Cuéllar, y se nos ordenó cargar y no disparar hasta que tuviéramos a tiro a los remeros de un total de once botes que habían conseguido llegar hasta las proximidades del navío inglés.
—¡Quietos! ¡Apunten y no disparen! —nos ordenaba Mejía.