La colina de las piedras blancas (17 page)

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Authors: José Luis Gil Soto

BOOK: La colina de las piedras blancas
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Pero no supimos qué ocurría con Cuéllar. Presumimos, sin embargo, que su menor relevancia le avocaba a morir en el anonimato, colgado y descolgado rápidamente al anochecer y echado por la borda sin honor alguno, como un vulgar delincuente. Nos entristecimos mucho aquella noche, comimos nuestra ración de gusanos con bizcocho y notamos un malestar en el estómago que nada tenía que ver con la podredumbre.

Luego, cuando llegó la hora de retirarnos, me cuidé de ir acompañado para no quedarme a solas en ningún momento. Ahora que no estaba Cuéllar, tenía miedo de encontrarme con Ledesma y que me culpase de cualquier afrenta; si bien la presencia de don Álvaro seguía asegurándome protección, Martín podía acusarme de algo de lo que no pudiese defenderme. Por ello, no se me quitaba de la cabeza el episodio de la mora, y más que nunca vigilé de cerca a nuestro camarada Agustín de la Parra, no fuese a perder de nuevo la cabeza y relatara cuanto sabía acerca de la escaramuza en el callejón de la taberna.

A la mañana siguiente, todavía con el cuerpo de Ávila colgando inerte en el peñol del
San Martín
, varias naves abandonaron la formación y desertaron poniendo rumbo al norte. Eran barcos venidos del Báltico, de puertos lejanos y de gente extraña, a los que la empresa del rey don Felipe les daba ya una higa, después de la derrota y ante la perspectiva de no obtener beneficio alguno.

—Esto pinta muy mal —le dije a Orellana cuando contemplábamos a los desertores alejarse en medio del inmenso océano.

Orellana no respondió. Se limitó a hacer un chasquido con la lengua y a negar con la cabeza ligeramente. Luego vinieron hasta nuestra posición algunos otros hombres. Pinto maldecía en portugués mientras Agustín de la Parra oteaba el horizonte con su cabeza echada hacia atrás, como siempre, caídos los párpados como si no hubiese dormido en años.

—¡Mala hornada ésta!, ¡mala hornada! —repetía una y otra vez el
Carbonero.

A lo largo de toda la cubierta se repetían escenas similares. Se veía a los hombres negar una y otra vez, deambulando mientras buscaban la opinión de otros camaradas, de forma que se fue extendiendo el malestar por toda la tripulación.

El capitán Mejía, viendo que estábamos al borde del motín y que Ledesma no hacía nada por amainar los ánimos de la gente de mar, nos congregó a todos —infantes y marinos—, en torno a su persona.

A pesar de las penurias, conservaba su porte distinguido, su impecable elegancia en el vestir, su barba recortada y el cabello peinado hacia atrás. Tenía buen semblante y se distinguía entre todos nosotros por la magnífica sensación de seguridad que lo hacía creíble y respetable.

Estábamos en cubierta murmurando y maldiciendo. A su lado colocó Mejía a don Antonio de la Fragua para que le ayudase a atemperar nuestro nerviosismo, y comenzó a hablar:

—¡Hombres de guerra y mar! ¡Nobles, aventureros, entretenidos, criados…! ¡Todos! Escuchadme bien —hizo una pausa y miró en derredor, con los ojos entrecerrados y el ceño fruncido, señalando en círculo para no dejar a nadie fuera de aquella arenga—. Sois ya veteranos y sabéis sobradamente que en el ejército nadie vale un maravedí si ha de valérselas solo. También sabéis que éstos son mares peligrosos, que escaseamos agua y comida, y que la munición se ha agotado totalmente.

Un murmullo se alzó de nuevo en cubierta. Nos mirábamos y hacíamos comentarios desaprobadores. Aunque el capitán no nos anunciaba nada que no supiéramos, sus palabras venían a constatarlo y a darle mayor crédito, si cabía.

—Esperemos pues —continuó diciendo—, que el Capitán General decida qué ha de hacerse. Y entonces, sin discutir una sola orden ni cuestionar la decisión tomada, hagamos a una cuanto se nos pida, pues por nosotros mismos no haremos más que alimentar tiburones en las profundidades de este mar del diablo. Así que demostremos que somos hombres y súbditos del rey de las Españas. O, lo que es lo mismo, dispuestos a morir como lo hacen los hidalgos, y no como cobardes. ¡España!

«¡España! ¡España!», se oyó en un solo grito. Como siempre, las palabras del capitán nos enardecían, aunque en aquella ocasión sólo sirvieran para ayudarnos a comprender que dependíamos de la decisión de Medina Sidonia y que, si éste erraba, podía comprometer nuestra existencia.

Entonces el duque decidió que regresaríamos a España: más valía una derrota así que un descalabro completo. Llegado aquel momento era mejor devolver al rey la flota que aún podía navegar y no arriesgar todo un ejército y toda una Armada por adentrarnos de nuevo en el canal en busca de un puerto inglés, sin saber si la flota enemiga nos esperaría con nuevos refuerzos, llenas sus bodegas y repuestas las santabárbaras. Además, nada nos garantizaba que el duque de Parma estuviese en condiciones de darnos la mano al fin para pasar al otro lado, por lo que no merecía la pena arriesgarse más: volveríamos bordeando las costas de Escocia e Irlanda, con la advertencia de que habíamos de mantenernos alejados siempre del litoral, cuanto nos fuera posible, para no precipitar nuestras vidas contra los acantilados.

Capítulo 21

A
vanzamos por el canal de Noruega con el viento de popa y rumbo nornordeste, a medio trapo, hasta que alcanzamos latitud suficiente para evitar las islas Shetlands. Habíamos perdido de vista algunos barcos que se fueron quedando rezagados, medio hundidos, sin que pudiéramos hacer gran cosa por las tripulaciones debido a las continuas tempestades que nos fustigaron durante días. Incluso, una mañana, tres grandes urcas de la escuadra de Levante se desviaron hacia el este con el objetivo de alcanzar la costa, pues se iban hundiendo cada vez más hasta que su situación fue desesperada. Nada volvió a saberse de ellas.

El 17 de agosto perdimos también de vista al
Gran Grifón
, capitana de las urcas, el cual desapareció igualmente en compañía de varias unidades de su escuadra. Navegábamos entonces de bolina por amura de babor y algunos barcos se desviaban hacia el norte entre cortinas de lluvia, por lo que la flota menguaba cada día a fuerza de perder unidades sin que pudiéramos poner remedio a semejante desconcierto. Así que, a tales latitudes y con los temporales arreciando uno tras otro, nos estremecíamos de frío, abrigados apenas con jubón, camisa y calzas, hechos jirones como consecuencia de los padecimientos y las batallas.

Ante la calamidad en que se estaba convirtiendo el viaje, el duque tomó la determinación de imponer algunas normas que habían de ser cumplidas bajo amenaza de pena de muerte. Desconociendo qué se había hecho con Cuéllar y después de haber visto el castigo infligido a don Cristóbal de Ávila, que Dios haya acogido bajo su manto, nadie se hubiera atrevido a desobedecer las órdenes. Menos aún ahora, que cada vez quedaban menos hombres con energías para porfiar acerca de mandato alguno.

Y así vino el duque a mandar que todos los hombres de la Armada, ya fueran comandantes, capitanes, maestres de campo o simples marineros, tuviéramos por ración diaria ocho onzas de galletas, un cuarto de azumbre de agua y la mitad de vino. Aunque con eso no comería un gorriato, no teníamos otra opción.

Para ahorrar agua y alimentos, se echaron al mar los caballos y mulas que iban en las maltrechas urcas, pues éstas amenazaron con hundirse y no dio tiempo a aprovechar el alimento que nos habrían proporcionado los animales. Fue un espectáculo desolador: las bestias, a las cuales muchos de sus dueños habían tratado como a sus propios parciales, relinchaban y se removían en espasmos terribles cuando caían, agitando sus extremidades en busca de una vida que se les escapaba por momentos en las heladas aguas norteñas.

Como el propio Medina Sidonia se mostró receloso en cuanto al cumplimiento de su dictado, quiso dar ejemplo mezclándose con la marinería y la soldadesca, con la ración en sus manos, vestido con un simple jubón, unas calzas y una esclavina, tiritando de frío y tan flaco y demacrado que parecía un muerto sostenido en pie por vía de un milagro. Así, tanto los que navegaban en su propia nave como los que intentábamos seguir su estela sin perder contacto pudimos ver tal muestra de entrega, que nadie osó contravenir la orden. Especialmente los nobles y oficiales, que tomaron buen apunte en la memoria de lo que acababan de ver para sumarse a dar ejemplo con sus actos. Todos salvo Ledesma que, conformándose a regañadientes con su ración, siguió haciendo uso de su camarote y de sus privilegios, negándose a compartir espacio y comida con la chusma.

Durante dos semanas más seguimos soportando tormentas espeluznantes. Los vientos eran contrarios y tras cada tempestad comprobábamos con desaliento cómo habían desaparecido de nuestra vista nuevos barcos con toda su gente a bordo. No sabíamos si durante la noche iban a la deriva, o incluso si se hundían sin que siquiera pudiéramos enterarnos para poder rescatar a su gente.

Si bien es cierto que cada pérdida era lamentada por el grueso de la flota, el amanecer que nos descubrió la desaparición del
San Juan
nos trajo una profunda pena, pues con él se había perdido también el rastro de don Juan Martínez de Recalde, nuestro vicealmirante y uno de los hombres más queridos y valiosos de la Armada. Igual sucedió con el
Rata Coronada
de Leyva, y otros cuatro barcos del grupo de Levante, además de cinco andaluces, cuatro castellanos y dos de la escuadra de Guipúzcoa, dirigida por Oquendo.

—Si seguimos así nos quedaremos solos. Y cada vez hay menos comida que llevarse a la boca, menos agua que pueda beberse y menos vino —se lamentaba el
Carbonero
mientras escurría sobre su boca la camisa hecha pedazos, empapada de agua de lluvia.

—Y menos hombres —apostilló Mendoza.

—A más parte cabemos —replicó el extremeño.

—Ahí tienes al
búho
—dijo De la Parra señalando el alcázar—. Al que no vemos ni por asomo es a don Álvaro. Se ha encerrado en sus aposentos y no sabemos nada de él.

Ledesma se pavoneaba en su posición de privilegio. Aunque, si había que tomar una decisión importante, el capitán de la gente de guerra tenía en sus manos el mando del galeón y ejercía mayor poder que el de la gente de mar, nos preocupaba que a don Álvaro pudiera pasarle algo, y que el de Llerena se sintiese con privilegios frente a Idiáquez, quien de forma interina había de hacerse cargo de los infantes hasta que se nombrase nuevo capitán.

Hacíamos estas conjeturas bajo la verga del trinquete, cuando vimos aparecer precisamente a Idiáquez, junto a Escalante, Orellana y un carpintero. Estuvieron hablando con Ledesma a la vez que señalaban el casco partido del barco, y luego miraron las vergas e hicieron diversas anotaciones. Estaba la jarcia picada, los palos acribillados, los obenques sueltos, los estays flojos y los brandales habían desaparecido en su mayoría. En definitiva, si la obra viva estaba a punto de desmoronarse, la muerta tenía los días contados.

Parecían muy preocupados, a juzgar por sus semblantes y sus gestos, todos ellos negando con la cabeza y los brazos en jarras. Luego, cuando se disolvió el corrillo y cada uno acudió a una zona diferente del barco, Idiáquez fue a pasar revista a los soldados que permanecían apostados a lo largo de la cubierta del galeón, deteniéndose ante cada uno para escuchar sus quejumbrosos lamentos.

Yo aproveché para acercarme a él. Me asaltaba la misma incertidumbre que al resto de los hombres, al no saber qué iba a ser de nosotros y cuáles eran las instrucciones en caso de que nos quedásemos solos, si resultaba que el
San Marcos
no aguantaba las tempestades que nos azotaban o si los víveres terminaban por agotarse definitivamente sin que hubiese lugar a más raciones. Cuando me aproximé, antes de que pudiera yo articular palabra, me dijo:

—Mejía se muere.

Una extraña sensación de incredulidad se apoderó de mí. Al verme el alférez negando con los ojos muy abiertos y cara de desesperación, volvió a decir:

—Se muere, Montiel. Se muere sin remedio. Está muy enfermo — permaneció callado un momento y luego apostilló—. Le han dado la extremaunción.

Me sentí desamparado. Miré alrededor y sólo pude ver muertos vivientes, famélicos, huesudos, desnutridos…, y ahora también huérfanos.

—¿Qué le pasa? —fui capaz de preguntar en mi desolación.

—No lo sé. Tabardillo, o cualquier otra cosa, ¡qué más da! —me dijo sujetándome por los hombros y mirándome mientras me hablaba con los ojos hundidos en las cuencas—. Lo de su amigo Cuéllar lo ha ido matando también de pura pena.

Aguardábamos el desenlace. Esperamos pacientemente que nos dijesen que Mejía había muerto, pero aguantaba muy maltrecho debatiéndose entre la vida y la muerte. Mientras tanto arrojamos al mar los cuerpos sin vida de otros diez hombres que habían fallecido sin que pudiéramos alimentarlos convenientemente. Al mando, por incapacidad de Mejía, quedaba el propio Idiáquez, mientras que el barco seguía comandado por Ledesma. Como el duque no tenía ya capacidad de reacción para hacer cambio alguno, cada cual había de valérselas por sí mismo, con el único objetivo de llegar a La Coruña fuera cual fuese el estado del barco y de los hombres que lo ocuparan.

Así seguimos navegando cada vez más solos, siguiendo la estela del
San Martín
. De los ciento treinta barcos que zarparon en Lisboa podían contarse apenas treinta o cuarenta. De los demás no había ni rastro. Las tempestades se sucedían una tras otra y los hombres cada vez teníamos menos fuerzas para manejar la jarcia. Todos ayudábamos ya a tirar de los cabos, a achicar agua y a reparar los destrozos que se producían cada día en el malogrado casco del galeón.

—De ésta no salimos, Montiel. Nos pudriremos en este cascarón para siempre —me dijo con desaliento el capellán.

Don Antonio de la Fragua, un hombre de Dios con una fe a fuerza de tentaciones, veía el fin como lo vería cualquiera en un momento de debilidad. El capellán rezaba con todas sus fuerzas y nos regalaba palabras de ánimo durante la jornada, pero en ocasiones también sucumbía al abatimiento, que causaba estragos en su fuerte personalidad.

—No abandone vuestra merced la esperanza, don Antonio, por lo que más quiera —le suplicaba—. No dejéis que la fragilidad pueda verse en vuestro rostro, porque entonces la poca fe que aún mantiene vivos a estos hombres acabará por perderse y jamás regresaremos a nuestros hogares.

—Tenéis razón, hijo, tenéis razón —me decía, y agarraba fuertemente el crucifijo, lo elevaba en dirección al estandarte que aún ondeaba en el desvencijado aparejo del
San Martín
, y comenzaba a rezar en voz alta:

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