Read La colina de las piedras blancas Online
Authors: José Luis Gil Soto
—¡Quietos! —dijo alguno de los nuestros cuando vio que huíamos para ponernos a buen recaudo—. No sabemos cuáles son sus pretensiones. Podremos negociar en nombre del rey.
Mas cualquier posibilidad de entendimiento fue segada al instante: al llegar los primeros hombres comenzaron a golpearnos duramente y sin piedad. Gritábamos mientras corríamos despavoridos por todas partes. Apreté los dientes, me sujeté la pierna y corrí cuanto pude sin mirar atrás, fijando la vista en unos matorrales que había hacia oriente, a medio tiro de arcabuz de donde me encontraba. Sentí disparos a mis espaldas, gritos pidiendo piedad, voces confusas de los ingleses ordenando que no escapase nadie.
Me esforcé como nunca lo había hecho, pero mi pierna maltrecha me impedía avanzar con rapidez. Ante mí sólo había piedras, y la escasa espesura que tenía al fondo se me antojaba lejana e inalcanzable. Jadeaba, me faltaba la respiración y tenía la boca seca y pegajosa. El corazón me latía muy fuerte, golpeándome el pecho desde dentro, como si fuese a reventar.
Me pareció que un jinete se me aproximaba por detrás, pero no quise girarme a comprobarlo. Seguí corriendo como pude, me sujeté la pierna malherida y grité para no oír nada más que mi propia voz, pues los cascos de los caballos se me antojaban muy cerca.
En un último impulso alcancé los matojos dejándome caer como un costal, sin que ninguno de los malvados herejes llegase a mi altura. Estaba exhausto y temblaba de miedo, pensando que me habían visto y vendrían en mi busca.
Unos instantes después, otro de nuestros hombres consiguió el mismo objetivo y vino a caer justo a mi lado, pues había seguido mi estela para ponerse a salvo.
Allí permanecimos inmóviles durante un rato. Conteníamos la respiración, pero nos era imposible controlar los espasmos de nuestros cuerpos. Cubría yo mis carnes con camisa, jubón y sayo de lienzo, pero el pobre mozo que me acompañaba estaba en cueros como su madre lo parió. Parecía hombre principal, de blanca y fina piel, manos limpias y uñas cuidadas. Tiritaba de frío aún más que yo, así que me desprendí de mi vestido de lienzo y se lo eché por encima, sin que hiciese él gesto alguno ni agradeciese mi generosidad.
Todos nuestros movimientos tenían que ser por fuerza lentos y cuidadosos, pues los juncos no levantaban más de dos o tres palmos del suelo, con lo que nos exponíamos a ser descubiertos con facilidad.
Los gritos de nuestros camaradas españoles, que intentaban ponerse a salvo, nos martirizaron durante mucho rato. Estábamos aterrados. Por fortuna, la orden de los ingleses era la de hacer prisioneros, porque no hacían uso de sus armas más que para golpear duramente, sin causar la muerte.
Estuvimos allí un tiempo que se me antojó larguísimo. Cuando dejé de sentir gritos y supuse que los ingleses habían abandonado el lugar con los cautivos, asomé la cabeza por encima de los matorrales. Como se había echado la galerna y la mar estaba en calma y el cielo raso, pude ver nítidamente los restos del naufragio y los cuerpos que iban llegando inertes hasta la orilla, arrastrados por las suaves olas. Había trozos de madera, toneles, enseres, palos y trapos por todas partes.
Cuando me disponía a salir de mi escondrijo di un respingo y volví a caer junto a mi compañero de viaje, pues acababa de ver algo parecido a un animal salvaje: un hombre vestido con pieles, de pelo rojizo y barba a la altura del pecho, de anchas espaldas y piernas como columnas, moteadas cual si hubieran sido salpicadas de barro. Husmeaba entre los objetos que arribaban a la costa. Luego, otros hombres y mujeres fueron llegando en busca de botín. Se llamaban unos a otros en una extraña lengua cuando obtenían algo interesante, señalaban los restos del barco y finalmente se organizaron para hacer una incursión en el mar en busca de algún tesoro que suponían aún en sus bodegas. Así que varios hombres se embarcaron en un bote y comenzaron a bogar en dirección al galeón.
Abrí un hueco en la maleza para ver algo mejor a aquellos extraños seres. Desvestían a los muertos y miraban cuidadosamente las ropas para ver si eran servibles. Buscaban en su interior y armaban mucho escándalo cuando descubrían los doblones que cosíamos a las vestimentas para llevarlos con nosotros. Yo mismo —me palpé en ese momento para comprobarlo—, llevaba cosidos quince escudos de oro que se nos habían adelantado de la paga en Lisboa.
No me atrevía a salir. Aunque sabía que los irlandeses eran aliados del rey, no podía arriesgarme a dejarme sorprender en aquellas circunstancias, hasta ver cómo se comportaban. Tampoco sabía yo si los ingleses volverían o si había quedado alguno como vigía en aquella playa o en las rocas que la flanqueaban, por lo que me tumbé de nuevo y me propuse contarle a mi compañero lo que había visto.
—¿Cómo os llamáis? —le pregunté en un susurro.
No me respondió. Aparentemente estaba bien, pero no me hablaba. Pensé entonces que era sordo o que el naufragio lo había trastornado. O que, tal vez, era uno de esos marineros que se habían embarcado procedentes de Ragusa o de las ciudades lejanas del norte y que no hablaban nuestra lengua. De cualquier manera no me resistía yo a que permaneciese callado y volví a interrogarlo con la esperanza de obtener respuesta, aunque fuera en otra lengua:
—¿Sois español?
Tiritaba con los brazos cruzados tapándose el pecho, muy escaso de fuerzas y con mal semblante. Parecía muy asustado, como lo estaba yo mismo en aquellas circunstancias; tanto, que si no fuese por el afán de supervivencia que tiene todo hombre, nos habríamos entregado para que hiciesen de nosotros lo que el destino nos tuviese asignado en aquella jornada. Pero no lo hicimos, y permanecimos pegados al suelo encharcado, muertos de frío.
—Tendremos que aguantar aquí hasta que podamos salir fuera. Luego buscaremos comida y ropa seca —le dije, y entonces asintió, por lo que supe que me entendía perfectamente, así que insistí—: ¿sois español?
No sé si respondió, porque en ese momento escuché cómo el juncal se movía a nuestro lado. Me agazapé más aún y contuve de nuevo la respiración, pero aquella alimaña, o lo que fuese, se nos acercaba sin remedio. Me puse en guardia, sin tener arma ni nada con que defenderme, pero dispuesto a venderme caro. Cuando lo tuve muy cerca me apresté a golpear con todas mis fuerzas, pero cuando iba a hacerlo vi el rostro ensangrentado de Hernando Mendoza.
—¡Sshh! ¡Quieto Montiel! Soy yo —me dijo para evitar el golpe.
—¡Dios mío, Mendoza! ¡Gracias al Cielo! Venid, presto, tumbaos aquí y decidme, ¿cómo habéis conseguido escapar? ¿Estáis bien?
El otro permanecía quieto. Mendoza lo miró y luego me interrogó con un gesto.
—No sé quién es ni de dónde viene. No habla, pero creo que nos entiende. No deja de tiritar y de frotarse el pecho.
—Aquí hace un frío insoportable —se lamentó Hernando—. Moriremos si no conseguimos comida y refugio.
—Tenéis razón, pero no me atrevo a salir. ¿Habéis visto a ésos? —le señalé la playa, y él asintió:
—Son esos bárbaros de los que hablaba Idiáquez. Me contó que aquí viven agrupados en clanes, todos ellos gobernados por un jefe o cacique, medio sin domesticar y en poblados. Tendremos que cuidarnos de ellos.
En ese momento sentimos que se nos aproximaban hablando en aquella extraña lengua suya. Nos tumbamos muy juntos y quietos, esperando que pasaran de largo y no descubriesen nuestro improvisado lecho. Pero cuando llegaron a donde estábamos se nos quedaron mirando fijamente. Eran dos hombres de mediana edad, con esas mismas barbas rojizas y descuidadas, el cabello tapándole los ojos y las narices anchas. Su piel era blanca con pintas pardas y sus mejillas sonrosadas. Hombres gruesos y fuertes como toros, empuñando sendas hachas, con hojas de más de dos palmos y afiladas como buenas vizcaínas.
Quisimos ponernos a salvo a la desesperada, arrastrándonos hacia ninguna parte, sintiendo la muerte a nuestras espaldas; pero ellos nos tranquilizaron de inmediato, haciendo gestos y hablándonos en tono amigable. Nos quedamos quietos, mirándolos aterrados desde el suelo, tumbados boca arriba. Como no entendíamos ni una palabra de lo que decían, nos indicaron mediante señas que permaneciésemos allí hasta que no hubiese ningún peligro. Dejaron las hachas en el suelo para que viésemos que no querían maltratarnos, y luego cortaron maleza y nos cubrieron con ella, señalando el cielo y gesticulando como si tiritasen. Entendimos perfectamente su recomendación, les dimos las gracias en lengua franca por si nos entendían, se miraron, sonrieron y se marcharon hacia la playa con sus hachas dispuestas a abrir toneles y desguazar cuanto llegase a la orilla.
Y así pasamos la noche, muy juntos para darnos calor, con el mozo en medio por ver si éramos capaces de recuperarlo. Pero cuando despuntó el alba y abrí los ojos sentí incluso más frío que la noche anterior y me di cuenta enseguida de que aquel hombre extraño que no había podido decirme siquiera cuál era su nombre o de dónde venía, estaba tieso y frío como una piedra.
L
a orilla era un triste lugar cubierto de cadáveres. Cuervos y lobos habían acudido a darse un festín a costa de nuestros pobres camaradas muertos e hinchados de agua, sin que pudiéramos enterrarlos a todos por la escasez de fuerza y también de tiempo; había que poner tierra de por medio y no seguir exponiéndonos a la vista de los ingleses, por miedo a perecer también nosotros y ser igualmente objetivo de las alimañas. ¡Cuánta angustia nos producía ver rostros conocidos, despojados ya de sus vestimentas por aquellos hombres y mujeres que acudían a sacar provecho de nuestra desgracia!
Consternados comenzamos a alejarnos de la playa, tierra adentro. Anduvimos cosa de dos leguas por matorrales y tierras del todo infértiles hasta que, pasado un montículo, vimos en lontananza un valle de prados verdes como no los había visto en España, y menos aún al final del estío, donde en Castilla las tierras están secas como las dunas que acabábamos de pasar, y ya no hay pastos ni rastrojos, sino terrones duros como huesos. Antes de entrar en el valle, junto a una arboleda densa y muy verde, había un monasterio que parecía abandonado. Nos aproximamos a escondidas y dimos varias vueltas al edificio.
No cabía duda de que en aquellas tierras los ingleses habían saqueado y quemado cuanto hubiese de católico y nos iba a resultar imposible dar con nada que no fuese clandestino y apartado de la vista de todos. Así que nos decidimos a entrar en aquel recinto desmantelado, más por ver si había permanecido alguien oculto, o si en la huida había dejado los víveres que tanta falta nos hacían.
Traspasamos un portalón que se abría a un patio porticado, al que accedimos con cautela, mirando a ambos lados y caminando con sigilo.
Había un gran silencio. De pronto, la precipitada huida de una bandada de cuervos nos hizo dar un salto atrás. Recompuestos tras el susto accedimos al recinto: un patio en el que no debimos entrar nunca, pues en un lateral, junto a la capilla, pendían colgados doce españoles ahorcados y mutilados sin piedad, con la sangre aún caliente formando un charco en el suelo. Les faltaban ojos, narices, orejas, carrillos, manos… Tan macabra estampa nos descompuso el cuerpo y vomitamos agarrados a sendas columnas, expulsando un líquido ácido por toda sustancia, pues no habíamos probado una mala galleta en casi dos días.
Sin reponernos de aquella tragedia dimos la espalda a tan desgraciados hombres y abandonamos el lugar, entre lamentos y sollozos, viéndonos perdidos en tierra de salvajes, fustigados por la lluvia y suplicando un sol que no acababa de asomar.
Nos alejamos del monasterio y buscamos cobijo en un bosque cercano, adentrándonos a través de una senda abierta por el ganado que pastaba en los prados: vacas gordas y con ubres como toneles, las cuales hubieran sido la envidia de todos los pastores de nuestra añorada nación. La mucha necesidad que teníamos nos hacía mirarlas con delectación, pero no nos atrevimos a acercarnos a ellas, pues era grande el miedo a ser descubiertos por los pastores nativos.
Iba yo con dificultad, mientras Mendoza caminaba diligente, dejándome atrás a cada momento y esperándome cada tres pasos. Yo le insistía en que anduviese aprisa y me dejase ir como pudiera, pero él se contenía una y otra vez, mirándome con lástima. Tenía la cara tan cubierta de costras de sangre que daba pena verlo, con el cabello sucio y las ropas hechas un trapo. Pero, al menos, caminaba sin dificultad y eso podía salvarle la vida.
Así anduvimos un día entero con su noche. Al amanecer llegamos a un claro del bosque y oímos un murmullo de muchos hombres. En un primer momento creímos que serían salvajes, más luego, cuando reparamos en su habla, supimos que eran españoles, por lo que fuimos a su encuentro. Y cuando al fin los tuvimos a la vista se nos hizo hielo la sangre, pues descubrimos con sorpresa que no eran otros que nuestros compañeros del
San Marcos
. El galeón también se había hundido.
Setenta hombres se habían salvado de aquella catástrofe. El barco se había partido en dos pocas horas después de dejarnos en el bote. Ese tiempo fue suficiente para que intentasen salvar a cuantos iban a bordo, en los botes que quedaban, pasando a otro galeón que se aproximó al litoral y fue a dar con el
San Marcos.
—¿Y nuestro alférez Idiáquez? —pregunté muy interesado a uno de los camaradas de mi escuadra.
—Pasó al galeón
San Pedro
, junto a lo que quedaba del pobre Mejía, que iba muñéndose. Esperemos que estén camino de España. Lo mismo pasó con algunos hombres principales. Y con Ledesma, quien dio mal ejemplo abandonando la nave el primero de todos ellos.
Al conocer la noticia de su salvación, no pude evitar que me hirviera de nuevo la poca sangre que me quedaba, exangüe como iba. Martín había consumado su venganza y lo imaginé muy ufano, camino de nuestra patria, riéndose quedamente cuando me recordase en el bote zarandeado por las olas a punto de estrellarse. Cuando lo pensé se me crispó todo el cuerpo.
—¿Os ocurre algo? —me preguntó el soldado, un andaluz muy amigo de Pedro de la Vega, a quien no habíamos vuelto a ver desde que abandonamos el galeón a bordo del bote.
—No es nada. Es que no hemos comido ni bebido y estamos maltrechos y con escasas fuerzas. Además, tengo esta pierna inútil y estoy casi sin vida —dije disimulando el verdadero motivo de mi comportamiento.
Se lamentaron de verme así, en tan malas condiciones, y determinamos hacer dos grupos: uno con los hombres que mejor pudiesen caminar y desenvolverse; otro, con el resto, para no causar estorbo los que anduviésemos mal de fuerzas o de salud, que iríamos siempre detrás. Rezamos a Nuestro Señor Jesucristo y a su Santa Madre antes de separarnos. Cada uno hizo un ruego a la advocación que más le apeteció. Yo me aferré a la medalla que mi madre me había regalado antes de separarme de ella y recé con toda la devoción que pude.