La colina de las piedras blancas (22 page)

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Authors: José Luis Gil Soto

BOOK: La colina de las piedras blancas
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Les habló cuando los tuvo a un palmo. Eran varios hombres feroces, sucios y malolientes. Lo miraron un rato mientras hablaba, y luego rieron a carcajadas y ya no hubo lugar a plática alguna, pues antes de que el padre Ó Péicin pudiera abrir la boca de nuevo, le asestaron un mandoble que lo tumbó en un instante. Yo salté como una gacela para ponerme a buen recaudo junto a los árboles que flanqueaban el camino, pero uno de ellos me sujetó por el brazo. Mientras me arrastraba, gritó frases ininteligibles, dejando ver sus dientes negros y medio rotos, que le daban un aspecto cruel.

Otros hombres vinieron a sujetarme, y entre todos me desvistieron delicadamente para que no se rompieran mis ropas. Cuando me tuvieron desnudo como nací, comenzaron a apalearme tan duramente que a cada golpe creía morir.

—¡Dejadme, por favor! ¡Estoy desarmado! ¡Soy inofensivo! —les gritaba yo abatido.

Pero ellos insistieron hasta que me vieron maltrecho e incapaz de incorporarme, con lo que se dieron por satisfechos y se fueron camino adelante, con la mula, el carro lleno de heno y mis ropas. También al clérigo lo llevaron consigo, sin explicación alguna, y a mí me dejaron abandonado junto a una gran ciénaga justo en el momento en que comenzaba a desatarse una tempestad.

Debí de permanecer allí varias horas, bajo la lluvia y sin conciencia, hasta que amainó y me despertaron los rayos del sol. Cuando abrí los ojos parecióme haber pasado a otra vida, pues lo primero que vieron éstos fue el cielo. Pero no el cielo con sus nubes o sus astros, sino el cielo de unos ojos azules como no había visto nunca, adornados por tan linda cara y tan rojos cabellos que hacían de aquella joven la más bella que jamás conocí hasta ese día. No estaba sola, claro; junto a ella me miraban con curiosidad los que resultaron ser sus padres, un buen mozo que era su hermano, y su hermana mayor, igual de bonita que ella, pero con facciones más duras y cuerpo más fuerte y esbelto.

Me hablaron en su extraña lengua y yo no fui capaz de responderles más que en latín. Se miraron unos a otros y murmuraron algo que no pude entender. Luego me hicieron gestos para que los acompañase, pero cuando intenté levantarme me resultó tan imposible como que tenía las costillas medio rotas y las piernas y brazos inútiles del todo. Entre el padre y el mozo me levantaron y, componiendo unas angarillas con algunos palos, me elevaron soportando mi peso hasta unas cabañas que había al resguardo del bosque. Me dieron algo de leche recién ordeñada y pan de avena horneado esa misma mañana. Devoré aquellas viandas que me parecieron manjares y descansé sobre un jergón de paja mientras la más joven de las hermanas me curaba las heridas.

¡Oh! ¡Cuánta delicadeza en sus manos! ¡Cuánto calor y cuidado para mi cuerpo malherido! No podía haber tenido yo mejor suerte al haberme encontrado con aquellos irlandeses. Si los golpes habían servido para conocer a aquel ángel, daba por buenos los huesos quebrados y los dolores que me mantenían inmóvil.

Se llamaba Moira. Mientras me curaba la contemplaba yo muy quedamente, por miedo a estropear la estampa, y ella me respondía con una sonrisa de perlas a la vez que me pasaba un paño húmedo por las heridas y me colocaba un emplasto de hierbas aromáticas. Cuando me tocaba la cara me hacía caricias muy suaves, y yo creía desfallecer ante tanta exquisitez y donosura.

—¿Y el padre Ó Péicin? —le preguntaba yo, pero ella no respondía y únicamente sonreía y se me quedaba mirando con fijeza.

A la puesta de sol llegaron a la cabaña otros dos buenos mozos. Resultaron ser otro hijo de aquel matrimonio y el esposo de Eileen, la mayor de las hermanas. Me alerté al verlos aparecer con varias espuertas en un carro, cargadas de enseres y ropas propias de españoles. Comprendí enseguida que era fruto de la rapiña sufrida por los náufragos o los barcos, y mi reacción fue algo violenta:

—¿De dónde traéis eso? —pregunté alterado, señalando el carro y acercándome a mirar por si identificaba algún utensilio.

El padre, que estaba sentado a la puerta de la cabaña fabricando un cesto con algo parecido al mimbre, dejó sus herramientas en el suelo y se puso en pie, alertado por mi insistencia y el tono malhumorado de mi voz.

—Tranquilo —oí una voz que salía del interior del carro en un perfecto español.

Me apresuré a coger un palo y lo blandí al aproximarme al carro. Retiré algunos utensilios ante la mirada de los irlandeses hasta que, bajo un sayo, descubrí el rostro pálido y demacrado de uno de los hombres de la Armada.

—¡Dios mío! ¿Qué hace ahí vuestra merced? —lo interrogué extrañado y admirado al mismo tiempo.

Era, a primera vista, hombre principal, por las ropas que vestía, aunque estaban éstas medio raídas y sucias. Estaba escuálido, con los ojos hundidos en sus cuencas, la barba descuidada y el pelo enredado y mugriento.

—¡Ay, hermano! Cuántos sufrimientos y desvaríos —me dijo mientras se apoyaba en mi hombro para bajar—. Si no fuera por estos buenos hombres qué habría hecho yo, sino dar con mi gaznate en la horca.

Resultó ser un deudo de los Manrique de Lara, que respondía al nombre de Alonso Olmedo. Había naufragado a bordo del
Grangrin
y había escapado de milagro de las garras de Bingham. Agazapado entre las rocas del litoral, había conseguido pasar desapercibido y, luego, cuando los dos mozos habían acudido a escudriñar y hacer acopio de cuantos objetos eran arrastrados a la ensenada, lo descubrieron y se mostraron amigos, pues uno de ellos —el hermano de Moira y de Eileen—hablaba latín y pudieron entenderse.

—Así que… ¿vos habláis latín? —le pregunté al más joven de los mozos, por la ventaja que de ese modo tendría yo al comunicarme con su hermana.

—Sí, lo aprendí de los mercaderes españoles, en Galway. Conozco muchas cosas de vuestra nación y soy ferviente seguidor del rey católico.

Nos miramos Alonso y yo, satisfechos por el hallazgo, y luego aprovechamos para contarnos nuestras respectivas aventuras con gran amargor y pena. Como él estaba agotado y no había comido durante horas, la charla duró poco y quedó pospuesta para el día siguiente. Devoró la manteca con el pan de avena y una especie de caldo que nos hicieron para ver si remediábamos nuestra flaqueza y falta de fuerzas. Y, agotados de nuevo, dormimos plácidamente en aquella especie de cama de juncos que acostumbraban a fabricar cada día, sobre la que soñé con Moira. Y supe que por primera vez en mi vida me había sentido atraído de verdad por una mujer.

Capítulo 27

—T
odos han sido ejecutados. Ahorcados o decapitados —nos informó con detalle Mailin, el joven hermano de Moira.

—¿Cuántos eran? —le pregunté.

—Más de cuatrocientos. Los llevaron al monasterio de San Agustín y allí los mataron cruelmente.

Tanto Alonso como yo estábamos furiosos. La barbarie no tenía límites en aquel país donde los ingleses hacían y deshacían sin que nadie se levantase en armas para expulsarlos definitivamente. Tal vez —como decía aquel joven— los clanes estaban tan ocupados en guerrear entre ellos que nunca se pondrían de acuerdo para violentar a los herejes. Incluso muchas de las tribus abrazaban ya a esas alturas el luteranismo y habían pasado a aborrecer cuanto tuviera que ver con el catolicismo, al que perseguían sin tregua.

—Eran mis camaradas, los náufragos del
Grangrin
, y también unos setenta hombres de otro barco que no pude reconocer y que encalló en el arrecife en la bahía de Ballinkill. Fueron unos ochenta los que llegaron a la arena —me explicó Alonso.

—Luego llegaron más barcos —continuó su relación el joven Mailin—. Uno tenía por nombre
Concepción
, o algo así.

—Sí, es el
Concepción del Cano
—apunté.

—Su historia es aún peor que las anteriores. Su naufragio fue provocado por los lugareños con luces engañosas desde el litoral. Los marineros debieron de hacer caso a las señales y vinieron contra los arrecifes.

—¡Malditos salvajes! —protestó Alonso muy indignado, dando un puñetazo en la mesa que tenían en la estancia que hacía las veces de comedor, de cuyas paredes colgaban artilugios a modo de espeteras, repletas de escudillas y enseres de cocina.

—¿Y lo del
Grangrin
? ¿Cómo fue? —lo interrogué con curiosidad.

Alonso se preparó para relatarlo, tapándose primero los ojos con gran tristeza, como alejando de sí los recuerdos que ahora tenía que rememorar para contarnos sus desventuras.

—Fue espantoso —comenzó a decir al fin—. La nave entró en la bahía medio hundida y con grandes vías de agua. Su capitán, don Pedro de Mendoza, maniobró con gran pericia, ordenando a la gente de mar que tratase la jarcia de labor con sumo cuidado, por lo delicada que se encontraba. Luego, viendo que no había remedio y que nos hundíamos sin poder hacer nada, mandó echar al agua dos barcazas en las que nos salvamos unos cien hombres.

Hizo una pausa antes de continuar, entre sollozos:

—Imaginaos la situación. Escoger sólo cien hombres entre más de doscientos con la promesa de volver a recoger al resto sabiendo que el barco se hundía. Todos los nobles, hidalgos y oficiales saltando a las barcazas, ante la mirada de consternación de los marinos y la soldadesca…

Entonces volví a recordar la mirada de odio que me prodigó Ledesma cuando partimos con el esquife hacia la ensenada, en medio de la tormenta. La desesperación de los hombres que ocupábamos el pequeño cascarón zarandeado por las olas; aquellos hombres de los que hoy sabía muertos a la mayoría.

—Cuando llegamos a la costa —continuó narrando Alonso— nos estaban esperando unos nativos salvajes, hachas y palos en mano. Nuestros oficiales intentaron hacerlos razonar, pero fue inútil.

—Eran los hombres de O'Malley —apuntó el joven irlandés—. Asesinaron a unos setenta, y el resto fueron entregados a Bingham y encarcelados en Galway. El desenlace os lo acabo de contar.

Hubo un silencio sólo roto por los sollozos de Alonso. Su aspecto era digno de un gran señor, alto y espigado, con la barba y los bigotes recién recortados y su semblante algo más avivado que el día anterior. El pelo le caía sobre los hombros, lavado al amanecer con agua y aceites que le habían proporcionado las dos jóvenes. Como su ropa estaba tan estropeada, le habían prestado una especie de lienzo hasta que la madre, Amereen, consiguiera coser jubón, camisa y calzas.

—Otros tres barcos han naufragado muy cerca —continuó diciendo Mailin—. Uno es el
Juliana
, otro el
Falcón Blanco Mediano
y el otro tiene un nombre extraño que no recuerdo.

—Será uno de los de Ragusa —repuse—. Tal vez el
San Nicolás Pronadelli
, que tiene su nombre escrito en el casco en el idioma propio de aquella tierra.

—Casi todos sus hombres murieron ahogados, y los que se salvaron fueron encarcelados y ejecutados luego.

—¿Es cierto que más al norte hay quinientos soldados españoles a los que los ingleses se atrevan a atacar? —inquirí con gran curiosidad.

—¿Qué hombres? —preguntó Alonso muy interesado, despertando de sus lamentaciones.

Tanto él como yo sabíamos que si había quinientos españoles armados vagando por el litoral en busca de embarcaciones, eran nuestra única salvación. Y a ellos les vendría bien engrosar su fuerza, pues eso les garantizaría que ningún jefe local se atrevería a enfrentarse con semejante compañía.

—Por los datos que me han dado son los náufragos del
Rata Coronada
y algún otro barco que desconozco. Están al mando de don Alonso Martínez de Leyva —le informé.

—¡Leyva! ¡Dios mío, qué desastre! Ha naufragado media Armada. ¿Qué habrá sido de Medina Sidonia? ¿Y de Recalde, Oquendo y los otros?, ¡qué desastre, qué desastre! —repetía una y otra vez.

Si nosotros conocíamos todos aquellos naufragios y la masacre que estaban perpetrando los ingleses a las órdenes del virrey Fitzwilliams, tal vez la tragedia era aún mucho mayor. En cada uno de esos barcos viajaba la flor y nata de nuestra infantería, pero también de la nobleza española. No habría casa noble en nuestra nación que no tuviese que lamentar la muerte de un hijo o un ser querido. Entre Alonso y yo estuvimos mencionando algunos, y se nos erizaba el vello sólo de pensarlo.

—¿Qué dirá nuestro señor, el rey don Felipe? ¿Y qué dirán en Roma?

—Está claro que Dios no nos ha querido ayudar —dijo Alonso, y se arrepintió enseguida—. Bueno, quiero decir que en esta ocasión tal vez estaba de ser…

Luego estuvimos haciendo un recuento de la gente de calidad que estaría con don Alonso Martínez de Leyva, y eran tantos que no quisimos imaginar un fracaso de aquella expedición:

—¡Y también estará mi amigo y protector, don Rodrigo Manrique de Lara, que Dios guarde muchos años! —exclamó Alonso.

—Sí, y don Tomás Granvela, el sobrino del cardenal. Y don Gaspar de Sandoval, y don Luis Ponce de León…

Luego estuvimos haciendo conjeturas. El joven Mailin dibujó en la tierra una especie de mapa del litoral irlandés, marcando los territorios cercanos y los clanes que los dominaban:

—Vuestros hombres habrán recalado en algún lugar cerca del castillo de Doona, o tal vez en el propio castillo, que está deshabitado. Luego irán hacia el norte por el litoral, en busca de algún otro barco de la flota española.

—Pero… son muchos para subir a un solo barco —dije mirando a Alonso, por ver su reacción—. Ni siquiera las urcas que vengan muy vacías como consecuencia de las bajas podrán llevarse a quinientos. Es un riesgo ir hasta allí para nada.

—Yo partiré en su busca. Vos podéis hacer lo que gustéis —me espetó al verme dudar.

—Tendréis que cruzar tierras inhóspitas hacia el norte, dominadas por clanes enemigos, que os matarán o, lo que es peor, os entregarán a los ingleses —dijo el joven en tono de advertencia—. Otra posibilidad es esperar a que algún barco pase por Galway camino de Escocia, aunque no sea español. Lo normal es que no tenga inconveniente en llevar a bordo a uno o dos hombres.

Esa noche comimos todos juntos, en torno a la misma mesa. El joven Mailin hacía de intérprete, y así pudimos conocer a toda la familia. Yo no dejaba de observar a Moira, que me dedicaba miradas furtivas a cada instante, hasta que fuimos sorprendidos por el mayor de los hermanos y no me atreví a seguir mirando con tanto descaro.

El cabeza de familia, el señor O'Maerthy, era un hombre refinado que había dedicado toda su vida al comercio en Galway. Su padre era mercader y él había heredado su negocio, hasta que vino una mala racha y tuvo que dedicarse a la ganadería para subsistir. Sin embargo, había visto en sus hijos una posibilidad de futuro, y ambos, junto a Charles Parker —el marido de Eileen, que era de origen inglés—, mercadeaban con los productos del campo y con lo que traían los barcos de todas las naciones que fondeaban en aquel puerto.

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