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Authors: José Luis Gil Soto

La colina de las piedras blancas (42 page)

BOOK: La colina de las piedras blancas
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Me encaminé al convento de la Concepción. No había gente en las calles. Sólo me crucé con unos campesinos que abandonaban el pueblo camino de las huertas cercanas. Aunque se me quedaron mirando por mi atuendo de soldado, no hicieron comentario alguno. Cuando llegué al convento llamé, pero al pronto no fui atendido. Luego volví a intentarlo. Ante la insistencia, se asomó una de las hermanas, que me interrogó acerca de mis propósitos.

—Soy el hermano de Amelia Díaz de Montiel. He regresado de Flandes y tengo que hablar con ella.

—Doña Amelia sólo tenía un hermano. Murió en Irlanda, que sepamos —me dijo, y cerró la puerta pensando que yo era un buscavidas.

Volví a llamar con insistencia, hasta que la misma monja abrió de nuevo.

—Mire, madre. Efectivamente solo tiene un hermano, y soy yo: Rodrigo. Y aunque me dieron por muerto, gracias a Dios estoy vivo. Sé que ha fallecido mi madre y vengo a ver a mi hermana. Y le ruego que me facilite el acceso o soy capaz de cometer una locura.

—¡Dios mío! —escuché por toda respuesta.

Luego acudieron otras monjas a mi encuentro. Me abrieron y me hicieron pasar a una salita muy austera que había junto a la entrada. Finalmente, después de que todas hubieron satisfecho su curiosidad acerca de cómo era un muerto, la abadesa pidió que nos dejaran solos.

—Vuestra hermana no se encuentra aquí. Ha dos años que salió para no regresar.

—¿Qué? ¿Y dónde fue, si estaba sola y desvalida? —pregunté muy extrañado.

—Bueno… sola…sola…

—Qué quiere decir, por favor, cuéntemelo todo —le supliqué alterado, poniéndome en pie frente a ella.

Me indicó que me sentara. Y me dispuse a escuchar.

—Doña Amelia fue reclamada por don Martín Ledesma, a quien vuestra merced conoce por ser vuestro pariente —me explicó inútilmente—. Lo hizo para casarse con ella.

—¿Qué? —grité poniéndome en pie de nuevo.

Otra vez me rogó que tomase asiento. Yo no salía de mi asombro. ¡Mi hermana casada con ese maldito bribón, con ese asesino y traidor! Tenía que librarla de sus garras. Seguro que la había forzado, la había obligado a contraer matrimonio con engaños… ¡no podía soportarlo!

—Se casaron en esta misma capilla. Fue una boda muy bonita; tenía que haberla visto… ¡oh!, sí, una boda magnífica…

—¡Cállese! —exclamé con ímpetu, y ella pareció asustada, por lo que intenté calmarla al instante con tono amigable—: Por favor, se lo suplico.

La cabeza me daba vueltas. Eran tantas emociones las vividas en tan poco tiempo, que desde que visitara a Pedro de la Vega no había sufrido más que desvaríos y sofocones.

—Y mi madre, ¿cuándo murió? —quise saber, para que me confirmase lo que ya me había dicho Idiáquez.

—Enfermó al poco de partir vuestra merced. Estuvo mucho tiempo así, sin que nadie pudiera encontrarle remedio. Luego murió de repente, unos meses después. Don Martín tuvo suerte, pues llegó justo unos días antes.

—¿La sepultaron en la hacienda donde vivía?

—¿Hacienda? No…, no. Su señora tía, doña Tecla, ordenó que se diera a vuestra madre un entierro de gran dama. Ella sufragó un panteón en el convento, frente al que posee aquí su familia. Se portó como lo que es, un alma caritativa. Fue lo que se dice un entierro de postín.

Aquello me reconfortó grandemente. Había imaginado a mi madre pudriéndose bajo la lápida de la deshonra y la humillación, y no podía consentirlo. Así que sentí un gran alivio, aunque era tan honda la pena por todo lo acontecido que no sabía dónde atender. Le pedí entonces a la monja que me llevase ante la tumba de mi madre. Ella accedió encantada. Me guió hasta la iglesia y abrió la cancela de una de las capillas. Allí, junto al altar, estaba la sepultura, sobria pero muy digna.

Me deshice de mi sombrero, de una capa que me había regalado Idiáquez y de mis armas. Libre de todo peso, me arrodillé ante la piedra y apreté mi pecho contra ella. Aunque estaba fría sentí el calor de mi propio cuerpo. Recé y hablé en voz alta mientras lloraba. Las palabras fluían desde el interior, y le dije en pocos minutos todas aquellas cosas que uno lamenta no haber dicho en vida. Ella las estaría escuchando donde quiera que vayan las almas que por fuerza han de ser acogidas por Dios mismo. Luego, en apenas un murmullo, juré ante su tumba que dejaría viuda a mi hermana, y que lo iba a hacer de inmediato. La libraría de aquel malvado que había destrozado mi familia. Y me despedí finalmente de mi madre.

—Gracias por todo —le dije a la monja—. Ahora he de ir a visitar a mi tía, para agradecerle lo que ha hecho por mi madre.

—Su señora tía no se encuentra en Llerena. Ha hecho una visita a su hija, al convento de Santa Ana de Badajoz.

—Vaya. ¿Y mi hermana? ¿Puede indicarme dónde viven mi hermana y Ledesma? Quisiera hacerles una visita y felicitarlos por su matrimonio.

—¡Claro! Lo entiendo. ¿Saben que ha regresado vuestra merced?

—No. No lo creo.

—¡Oh! Pues se van a llevar una gran sorpresa. Viven en un cortijo a las afueras de Zafra. No puedo darle más señas. Sé que él se está preparando para partir de nuevo, pero la verdad es que no los he vuelto a ver desde la boda…

Asentí. Volví a agradecer la atención y le pedí que procurase tener siempre encendida una lámpara de aceite a los pies de mi madre. Yo enviaría un donativo anual para contribuir a ello.

Capítulo 56

N
o tuve que entrar en Zafra. Unos campesinos me indicaron cuál era la hacienda de los señores Ledesma, justo en el camino de Córdoba. Cuando llegué a las inmediaciones me dediqué a estudiar bien qué guarnición podía tener allí el mal nacido de Martín. Parecía que todo estaba muy en calma. Se trataba de un caserón con un gran patio central y una puerta de campo abierta al camino, que pasaba justo por delante. Estaba rodeado de encinas, bajo las cuales amarilleaba un rastrojo de cereal.

Subí a uno de los árboles para ganar mejor visión de la casa y poder estudiarla adecuadamente. Parecía tener suficiente servidumbre como para una familia entera, aunque no parecía que hubiera mucha gente allí viviendo. El edificio tenía una planta baja y otra alta, además de algunas cuadras, almacenes y las estancias separadas de la servidumbre. Todo estaba muy encalado y refulgía en medio de la dehesa; era un buen sitio para vivir.

Esperé a la puesta de sol. Había algunos perros que podían entorpecerme, con lo que miré si podía entrar en la casa sin necesidad de cruzar el patio. La rodeé, y determiné que escalaría por la parte norte. El calor hacía que dejasen las ventanas abiertas para aprovechar el frescor de la noche.

Cantaban muy fuerte los grillos y las chicharras. De vez en cuando ladraban los perros y se oía algún burro rebuznando en los alrededores.

Estudié bien la fachada. Llevaba la pistola cargada por si tenía que disparar a bocajarro; no obstante, intentaría acuchillar a Ledesma en su propio lecho, despertándolo si era preciso, para que leyese en mis labios la misma frase que él me dedicó y que tenía grabada en la mente.

Pacientemente me aposté frente a la casa, oculto en las sombras de la noche. La luna era menguante y eso me daba ventaja. En una de las ventanas había una luz de candil que llevaba encendida desde la anochecida.

Como no se apagaba, tomé la determinación de subir de una vez y no desaprovechar la oportunidad que tenía. Tal vez otro día fuera imposible.

Trepé por una madreselva hasta una de las ventanas, a través de la cual accedí a un cuarto oscuro. Tenía los ojos acostumbrados a la oscuridad, por lo que rápidamente pude distinguir los bultos de algunos muebles. Al fondo había una puerta semiabierta, la empujé y desemboqué en un corredor que llevaba al resto de estancias. Tenía que encontrar la alcoba de mi hermana y de Ledesma.

De pronto escuché un ruido. Alguien se levantaba con la lámpara en la mano y salía de una de las alcobas, así que me volví de inmediato al mismo cuarto por el que había entrado; desde allí tenía buena vista del pasillo. Por la rendija de la puerta pude ver nítidamente a Amelia. Estaba algo demacrada y parecía cansada. Había cambiado en el tiempo que llevaba sin verla: era más mujer.

Mi hermana arrastraba los pies por el suelo de madera, y fue a sentarse en un sillón junto a una ventana. Depositó la lámpara en el suelo. Me entraron unas ganas terribles de acudir a su encuentro, hablar con ella, abrazarla y sacarla de allí, pero podían descubrirme y echar por tierra mis deseos de venganza.

Estuvo despierta mucho tiempo, y no me atreví a salir. Varias horas permanecí en aquel cuarto mientras ella se abanicaba junto a la ventana. Su insomnio no sólo daría al traste con mis planes, sino que además me iba a impedir escapar tranquilamente durante la noche. Si se hacía de día lo tendría más difícil.

Quiso mi mala suerte que sucediese así: me sorprendió el alba en aquel cuarto, sin que mi hermana hubiese pegado ojo. Cuando vio las primeras luces del día, se levantó del sillón y bajó las escaleras. Entonces me dije que tenía que aprovechar el momento. Era mi única oportunidad.

Recorrí el espacio que me separaba de la alcoba de la que había visto salir a Amelia, con la daga desenvainada y la pistola dispuesta. Empujé la puerta muy levemente y entré en el cuarto, que estaba en la penumbra, con suficiente luz como para verlo todo con claridad. Y allí estaba Ledesma, hecho un ovillo sobre el colchón, con la misma cara de perro asqueroso con que lo recordaba.

Valoré la situación y me dije que tal vez no sería buena idea despertarlo. No me importaba despacharlo así, le taparía la boca a la vez que le introducía la daga por la gola y él abriría los ojos lo suficiente como para que fuera mi cara lo último que viese en este mundo.

Me aproximé al camastro daga en mano, enfilando la hoja hacia su garganta con todo el odio del mundo destilando por aquella hoja brillante y fría. En ese momento abrió los ojos y me miró como si yo fuese un fantasma, boquiabierto, sin ser capaz de reaccionar.

—Vas a morir, maldito hideputa —le dije.

—No…, no… —dijo temblando y asustado.

—Eres un cobarde. Les dijiste a mi hermana y a mi madre que había muerto. Nos dejaste a la deriva sabiendo que nos enviabas al mismísimo infierno. ¡Miserable!

Me acerqué aún más, saqué la pistola y le apunté a la cabeza, mientras le apretaba la garganta con la punta de la daga. En ese momento, al acercarme un poco más, advertí que había un pequeño cuarto contiguo con la puerta abierta. Sin perder de vista a Ledesma miré en aquella dirección y cuando vi lo que había en su interior me quedé como paralizado: una niña de apenas un año me miraba desde una cuna, con los mismos ojos tristes con los que me había mirado su abuela la última vez que la vi con vida.

Sentí que se me paralizaba la mano y un nudo en el estómago me ardía haciéndome mucho daño, y noté que sudaba a chorros y que tenía la lengua pegajosa. Entonces, mirando a los ojos tristes de la niña, recordé fugazmente las palabras del salmo que me entregó mi madre: «
si no me acuerdo de ti, que la mano derecha se me seque; que se me pegue la lengua al paladar si no me acuerdo de ti».

Tal vez era mi propia madre quien me hablaba a través de aquellos ojos de su nieta, diciéndome que ni el orgullo ni la venganza son la forma más inteligente de actuar. Bajé el cañón de la pistola y envainé la daga. A los labios de Martín acudió una sonrisa estúpida.

Entonces me acordé de Pedro de la Vega, con sus frases monótonas e hirientes; de don Antonio de la Fragua traspasado por la estaca; de Parra con sus partes en la boca… Y en un movimiento rápido y preciso, desenvainé la daga de nuevo y le atravesé la garganta para borrar definitivamente su sonrisa de traidor y de cobarde.

EPÍLOGO

Salí de la Casa de Contratación de Sevilla portando bajo el brazo las instrucciones que Idiáquez me había proporcionado para mi viaje, pues había de embarcar apenas una semana después.

La travesía ha sido buena, lo que me ha permitido escribir este relato sentado en la toldilla del galeón, mientras surcábamos las aguas del Atlántico en busca de mi nuevo destino.

Durante los últimos días he meditado mucho acerca de lo sucedido. He pedido perdón por mis pecados y he rezado por el futuro de mi hermana y de su hija; estoy seguro que será mejor que el que le esperaba al lado de un miserable cobarde. Antes de embarcarme, Idiáquez me prometió que ellos se harían cargo de todo y que nada les faltaría, aunque de por sí la herencia que reciben de su difunto esposo y padre sea suficiente como para asegurarles una vida holgada. En cuanto a mi crimen, se encargarán de que nunca se descubra al autor. Ese es mi precio y están dispuestos a pagarlo.

El corazón se me ha acelerado cuando hace unos minutos me han avisado de nuestra posición. No podría describir lo que siento en estos momentos, pues aunque parezca extraño un hombre puede albergar añoranza de su propio cautiverio. Sé que me acechan peligros, pero también me aguarda la belleza de esos parajes, la lucha por la justicia y, quien sabe, la entrega de la mitad de mi alma.

Ahora he de cerrar este cuaderno y terminar aquí mi relato. Acabo de divisar los primeros acantilados irlandeses; en breve desembarcaremos en busca de la tumba de los españoles, en la colina de las piedras blancas.

Oliva de la Frontera, 25 de julio de 2009

Festividad de Santiago Apóstol

NOTA DEL AUTOR

Rodrigo Díaz de Montiel es un personaje de ficción, pero pudo ser cualquiera de los miles de hombres que se embarcaron en la Gran Armada para ir contra Inglaterra. De hecho, otros muchos de los nombres que aparecen en esta novela son reales, y corrieron distinta suerte en la empresa.

En concreto, el relato está basado en la aventura vivida por el capitán segoviano Francisco de Cuéllar, quien se embarcó como entretenido por orden de Felipe II, y luego pasó a ocupar la capitanía del galeón San Pedro. En la novela, sin embargo, aparece como capitán del San Marcos, por capricho del autor.

Se tiene constancia de la existencia de Francisco de Cuéllar y de su aventura por una carta que él mismo escribió una vez puesto a salvo en Amberes, después de haber pasado a Flandes desde Escocia, gracias a la ayuda del obispo Redmund O'Gallagher. Su misiva permaneció inédita hasta que el investigador Cesáreo Fernández Duro la sacara a la luz a finales del siglo XIX. El testimonio ha servido a historiadores y etnógrafos para saber cómo vivían los irlandeses del litoral, a los que el capitán Cuéllar califica de «salvajes» por su forma de vivir y de actuar. Igualmente ha sido fundamental para desentrañar buena parte de lo acontecido a la denominada Armada Invencible.

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