La colina de las piedras blancas (2 page)

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Authors: José Luis Gil Soto

BOOK: La colina de las piedras blancas
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Tiritaba de frío al despuntar el alba, a escasos pies del agua, donde se encontraba amarrado nuestro barco. Era el
San Marcos
un galeón imponente, con su doble cubierta y sus altos castillos, aunque el aspecto que lucía no fuera el de un navío a punto de hacerse a la mar, pues ni los cañones que habían de tronar en batalla, ni los víveres para la travesía, habían sido cargados aún. Era más que evidente que necesitaba la dedicación de los carpinteros y calafates, y que su obra viva no estaba en las mejores condiciones para navegar.

A decir de algunos, las cosas se estaban haciendo demasiado deprisa. Pero el rey, que habitualmente se mostraba prudente y lento en sus decisiones, quería ahora que la Armada se hiciese a la mar cuanto antes, bien para que nuestro ataque fuese una sorpresa, bien para aprovechar el apoyo que tenía del Santo Pontífice, de los católicos de Inglaterra y de una parte importante de Francia. Sea como fuere, los preparativos se habían acelerado, pero cada vez que la partida parecía inminente, venía Santa Cruz a aplazarla temeroso; y así lo hizo en varias ocasiones, siempre con la esperanza de que los medios fuesen más y mejores en cuanto a hombres, víveres, barcos, armas y pólvora.

Lo cierto es que estábamos allí, soportando el frío del invierno junto a los barcos de la Armada. Los mejores hombres de los tercios, sin contar los que a esas horas servían en Flandes a las órdenes del duque de Parma, esperábamos embarcarnos en compañía de los más hábiles marinos del mundo. Miré a mi alrededor y vi a mis compañeros —los hombres de don Álvaro de Mejía— dormir plácidamente sobre jergones; más allá, junto al galeón
San Pedro
, acampaban algunos del tercio Viejo de Sicilia; y algo más lejos, tras los toneles que iban a embarcarse en el
Florencia
, pude ver cómo hacía guardia uno de los piqueros del tercio de don Nicolás de Isla.

La noche había sido tranquila. Salvo algún ronquido, o el habitual movimiento de hombres en los cambios de guardia, no había sucedido nada extraño. Sin embargo, a última hora de la madrugada, alguien se aproximó a donde me encontraba. No pude distinguir su cara, pero lo reconocí enseguida cuando me dijo:

—Montiel, ¿os habéis enterado de lo del Almirante?

Era don Francisco de Cuéllar, un hidalgo segoviano, recto y cabal, que había acudido como entretenido a la llamada del rey, a la espera de obtener una capitanía cuando fuera posible. Era buen amigo de don Álvaro y nos encontramos con él al poco de embarcarnos en Alcántara, para acudir a Lisboa navegando por el Tajo. Por mi condición de hijodalgo y protegido de don Álvaro, me trató como un igual desde el principio y, a pesar de la diferencia de edad, enseguida había surgido entre nosotros una sincera amistad.

—No, señor, ¿qué ocurre con el Almirante?

—Dicen que le han dado la extremaunción. Esta empresa se lo va a llevar por delante —masculló lamentándose—. Nos quedamos sin cabeza.

Hizo una pausa para mirar a un lado y a otro, como queriendo buscar a alguien en la oscuridad, y luego dijo:

—¿Dónde está Mejía?

—Don Álvaro está arriba, en el castillo —respondí mientras sopesaba las palabras de don Francisco. Si el marqués de Santa Cruz fallecía, las cosas se iban a complicar bastante.

—Si vuelve y aún no se ha enterado, díselo de mi parte. Que vaya echando cuentas y disponga de vuestras mercedes como mejor convenga —dijo mientras movía la cabeza en dirección a mis compañeros—, y que tenga presente que no zarpamos ni en dos meses.

El asunto no era baladí. Si nos quedábamos sin el marqués se retrasaría de nuevo nuestra partida. Y no hay ejército en el mundo capaz de soportar tan dilatada espera, viendo cómo se consumen los víveres, se agota la paciencia y menguan las compañías por las deserciones y las enfermedades propias de tan mala vida.

Quise hacer partícipes de la noticia a mis camaradas, así que los zarandeé uno a uno, susurrándoles lo que me había dicho don Francisco.

—¡Montiel! ¡Voto a Dios! ¿Se puede saber qué ocurre? —me reprochó Pedro de la Vega, un andaluz de Osuna con mal despertar, que era capaz de no dormir en varias noches, pero una vez dormido caía preso de un letargo del que parecía no poder recuperarse nunca más.

Enseguida fueron levantando sus cabezas otros muchos hombres de otras escuadras, e incluso los que podía distinguir al fondo del puerto comenzaron a dar pábulo a la noticia. Rápidamente se extendió el rumor y se hicieron conjeturas, hasta que se dieron en tergiversar las palabras de Cuéllar y las mías propias:

—¡Que se ha muerto Santa Cruz! —gritó un coselete de nuestro tercio.

A lo que otro respondió:

—¡Ca! ¡Si se hubiera muerto habrían tocado las campanas de toda Lisboa!

Y en ese momento comenzaron a tañer las campanas de la catedral en señal de duelo. Le sucedieron otras muchas, hasta que Lisboa entera, en el amanecer helado del nueve de febrero del año del Señor de mil quinientos ochenta y ocho, fue una sola campana resonando en los oídos del rey don Felipe. Su empresa más ambiciosa sufría un serio contratiempo: había muerto el mejor de sus marinos.

Capítulo 3

L
a mayor parte del ejército se concentraba en un gran campamento a las afueras de la ciudad, a la que nos estaba prohibido acceder por miedo a los desmanes y desórdenes que pudiéramos causar. La población se mostraba temerosa y había tomado todo tipo de precauciones ante el asentamiento extramuros de casi treinta mil hombres; por este motivo, sólo unos pocos privilegiados, además de la oficialidad, podíamos disfrutar de los placeres que ofrecía Lisboa cuando nos encomendaban misiones de acompañamiento, guardias en el puerto o aprovisionamiento de las tropas.

Los soldados, en su mayoría, dedicaban el día a los duros entrenamientos que imponían los sargentos de las diferentes compañías, por no permanecer ociosos y descuidados del arte de la guerra. Era su misión tener las armas limpias, los pertrechos dispuestos y los hombres en orden, así que cumplían con escrupulosidad su cometido, siempre a las órdenes de los capitanes de los tercios y de muchas compañías sueltas que habían sido reclutadas en Castilla, Andalucía y Extremadura.

Muerto el marqués de Santa Cruz quedamos huérfanos de almirantazgo, por lo que hubo muchas deserciones, a pesar de estar éstas castigadas severamente. Nadie sabía qué habíamos de hacer después de que don Álvaro de Bazán nos hubo dejado. El granadino llevaba el orden de las cosas en su cabeza, pero también había plasmado por escrito cómo debían llevarse a cabo los preparativos de aquella cruzada. Para nuestra desgracia, sus planes eran tan ambiciosos que no podían cumplirse, y no había nadie que se atreviera a tomar el mando hasta que el rey don Felipe nombrase a un nuevo capitán general que pusiese remedio a tan complicada empresa. El desconcierto dio lugar a la indisciplina: los hombres, desesperanzados, se cansaron de esperar y se amotinaron en varias ocasiones, con harto peligro para todo el ejército, pues los desórdenes se extendieron como la peste y no había forma de controlarlos.

Pero quiso Dios que la cosa no fuera a más, aunque no pudo evitarse que anduviésemos más ociosos que de costumbre. Los soldados, en su mayoría voluntarios a sueldo y reclutas de baja estofa, se mezclaron con los marinos de leva y con los que habían sido excarcelados para la ocasión, y no hubo lupanar en Lisboa, ni aún en toda la costa a varias leguas de distancia, que no hiciese buena bolsa con la holganza de la milicia, ofreciendo mujerzuelas que pasaban el día en el campamento aprovechando el desconcierto.

Los que podíamos ir a Lisboa para cumplir con encargos de los capitanes, recomendábamos a nuestros amigos para misiones en la ciudad con el único objetivo de encontrarnos todos juntos en las correrías de taberna en taberna, hasta altas horas de la noche, al cobijo del frío en las jarras de buen vino o en el pecho de las prostitutas que eran obligadas a abandonar el campamento al atardecer. Yo aprovechaba este privilegio para ir con mis camaradas y formábamos tan digno grupo que, a veces, hasta el capitán Mejía y su amigo Cuéllar se nos unían en busca de diversión, sumergidos en largas conversaciones en las que no había tema que no tocásemos, ya fuese guerra, literatura, arte, mujeres o religión.

Solíamos congregarnos en torno al vino alentejano unos diez o doce hombres, la mayoría de nuestra escuadra, dirigida por mi buen amigo el cabo Sebastián Orellana, un trujillano recio y fuerte, de negra barba y dientes blancos como la nieve, que estaba al mando de un temible grupo formado por paisanos suyos del sur, extremeños, andaluces y portugueses, todos ellos acostumbrados al calor y a la penuria, además de ciertos castellanos y algún que otro leonés.

No faltaba nunca el alférez Idiáquez, vasco de sólida formación, noble y leal amigo estimado por todos, que solía iniciar la conversación, proponiendo el tema y haciendo la primera aportación, con su verbo fácil y el acento vascuence que lo hacía inimitable en el grupo. Se pasaba la mano por el mostacho medio cano y luego, muy serio, pronunciaba unas breves palabras para abrir turno, mirando la jarra de vino:

—Pues para mí que la flota inglesa va a vender caro el pellejo —decía brevemente para callar luego durante un buen rato, mientras escuchaba al resto de contertulios.

—El
Draque
no es un borrego, desde luego. Más bien un carnero, o un cabrón, que tiene peor trato —terció Pedro de la Vega, el de Osuna, refiriéndose a Francis Drake—. Mira tú lo que nos hizo en Cádiz.

—O lo de Sagres, que no sé qué es peor —apostilló Agustín de la Parra, un extremeño de Coria, muy moreno de tez, con la cara surcada de cicatrices y los párpados medio caídos.

—¿Lo de Sagres? —preguntó Orellana.

Todo el mundo sabía que Drake obraba con el beneplácito de la reina Isabel Tudor, la cual incluso le prestaba sus barcos para las empresas que deseaba acometer. Era un marino excelente que se declaraba a sí mismo en guerra con el rey de España. Aunque la reina no reconocía jamás el apoyo al corsario, para no provocar a la corte de Madrid, cobraba su parte del botín cuando Drake apresaba las naves españolas que hacían la carrera de Indias cargadas de oro y plata de Nueva España y del Perú.

El colmo había sido el ataque a Cádiz. Drake, hacía unos meses, había hecho una incursión por las costas portuguesas y españolas con una buena flota a su mando. En Cádiz había cogido desprevenida a la guarnición y había destrozado más de treinta barcos en la bahía. Luego, sin atreverse a desembarcar para arrasar la ciudad —tal vez por miedo a las tropas que rápidamente se congregaron allí para defenderla—, se dirigió a Sagres, con el fin de controlar el cabo de San Vicente y hacerse con los navíos que pudieran estar acudiendo ya a la llamada de Lisboa.

La campaña de Drake no sólo había sido una provocación, sino que resultó muy efectiva. No habían hecho botín, y el destrozo de los barcos de Cádiz tampoco era alarmante para la Armada española. Sin embargo, hubo en aquella campaña un daño irreparable: Drake incendió en Sagres un cargamento de duelas de barril que interceptó en las cercanías del cabo.

—Eran las duelas curadas para los barriles —dijo De la Parra meneando la cabeza como en dirección al puerto—. Todas las que se habían podido recoger de los almacenes de medio Levante.

El extremeño hablaba de singular modo, pues al tener los ojos semiabiertos, tenía que echar la cabeza hacia atrás para ganar altura en la visión, lo que le daba un aspecto de ebrio permanente.

—¿Y los barriles que se están cargando en los galeones? —pregunté.

—Con duelas verdes la mayoría; viejos otros muchos. Un riesgo que hemos de correr. He hablado de esto con el maestre de campo, pero se encoge de hombros cada vez que alguien le mienta el asunto —respondió el capitán.

Nos echamos varias jarras al coleto, sopesando nuestro incierto futuro y haciendo conjeturas sobre quién sería el sustituto del fallecido don Álvaro de Bazán. Había quien decía que había de ser portugués, pues entre los marinos de aquella tierra abundaban los que podían armar la flota y dirigirla contra Inglaterra con garantías. Sin embargo, la mayoría nos inclinábamos por un español de la alta aristocracia, pues no podía ser de otra manera conociendo a nuestro rey. Repasamos, pues, todos los nombres que acudieron a nuestras mentes nubladas por los vapores del vino, e hicimos juicio de cuantos alcanzamos a imaginar.

Cuando consideramos que habíamos gastado lo suficiente y que era hora de salir al frío de la noche, abandonamos la taberna que se había convertido en un nido de disputas y votos a tal, donde dos italianos del tercio de Sicilia habían ofendido el honor de otros dos voluntarios leoneses porque, a decir de éstos, habían afirmado los de Italia que la catedral de Milán era la más bella del mundo. A lo que los leoneses habían respondido que las señoras madres de los italianos podían ser más bellas que la catedral de Milán, pero no que la de León.

Nos despedimos de don Francisco y de don Álvaro, que tenían cama asegurada en el castillo. Luego anduvimos por el centro, anunciando nuestra presencia en la madrugada con el tintineo de toledana y vizcaína al cinto. Camino del galeón, donde dormiríamos aquella noche, pasamos por un nuevo monasterio habitado por frailes de la orden de San Jerónimo: un espectacular edificio que se había mandado construir en recuerdo al regreso del marino Vasco de Gama, a principios de siglo. Íbamos indispuestos la mayoría, revueltas las entrañas por varias horas de honor a Baco. Éramos un grupo nutrido. La borrachera nos hacía exaltar la amistad sincera que nos profesábamos, por lo que nos alabábamos los unos a los otros, anteponiendo nuestra relación a cualquier otra cosa en el mundo. En especial lo hacían los hermanos Mendoza, que se abrazaban siempre y se echaban a llorar recordando a sus padres, ensalzándolos entre lágrimas y gemidos, de forma que cuanto más hablaban de ellos más se emocionaban y mayor dificultad tenían para continuar hablando.

Como digo, caminábamos por Lisboa con dificultad. Como cualquier otra noche estrechamos nuestros lazos a fuerza de dedicarnos ditirambos, y los Mendoza se fundieron como siempre en un abrazo humedecido por las lágrimas. Cuando se nos pasó el momento de las alabanzas regresamos al instintivo peregrinar de los soldados en soledad; pues si la amistad es importante en tales circunstancias, no sirve para satisfacer ciertas necesidades del hombre. Así que se le ocurrió al de Osuna que podíamos pasar por un lupanar cercano, del que había oído hablar a otro andaluz de Sevilla, que lo había visitado dos noches atrás. Había allí algunas buenas hembras que no frecuentaban el campamento, traídas de las costas de África, con cuerpos de ébano y rebosantes de candidez y fuego interior. Aunque no estábamos para artes amatorias ni aun para otra cosa que no fuese echarnos a dormirla en el barco, asentimos como quienes no tienen otra cosa que hacer, sin reparar más que en nuestra condición de hombres ociosos y dejados a nuestra suerte, dispuestos a embarcarnos una vez más en un viaje por mar del que no sabíamos si íbamos a regresar.

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