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Authors: Italo Svevo

La conciencia de Zeno (4 page)

BOOK: La conciencia de Zeno
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Para mantener animada la conversación, le pregunté:

—Entonces, ¿la primera de sus hijas es la que debe la vida a aquel otro?

Sin alzar la voz, reconoció que así lo creía, sobre todo por ciertos parecidos. Le dolía mucho haber traicionado a su marido. Lo decía, pero sin dejar de reír, porque son cosas de las que se ríe hasta cuando duelen. Pero sólo desde que había muerto, porque antes, como no lo sabía, la cosa no podía tener importancia.

Movido por cierta simpatía fraternal, intenté aliviar su dolor y le dije que me parecía que los muertos lo sabían todo pero que ciertas cosas les importaban un comino.

—¡Sólo hacen sufrir a los vivos! —exclamé, al tiempo que daba un puñetazo a la mesa.

Me hice daño en la mano y no hay nada mejor que un dolor físico para inspirar ideas nuevas. Vislumbré la posibilidad de que, si bien yo me atormentaba ante la idea de que mi mujer aprovechara mi reclusión para traicionarme, tal vez el doctor se encontrase aún en la casa de salud, en cuyo caso yo habría podido recuperar mi tranquilidad. Rogué a Giovanna que fuera a ver, pues —según dije— necesitaba decir algo al doctor, y le prometí, como premio, toda la botella. Dijo que no le gustaba beber tanto, pero me complació al instante y la oí trepar vacilante por la escalera de madera hasta el segundo piso para salir de nuestra clausura. Luego volvió a bajar, pero resbaló con gran alboroto y gritos.

—¡Qué el diablo te lleve! —murmuré yo con fervor. Si se hubiera roto el pescuezo, mi situación se habría simplificado mucho.

En cambio, llegó hasta mí sonriendo porque se encontraba en ese estado en que los dolores no duelen demasiado. Me contó que había hablado con el enfermo, quien iba a acostarse, pero seguía a su disposición en la cama, para el caso de que yo me portara mal. Levantó la mano y con el índice extendido acompañó esas palabras de un gesto de amenaza atenuado por una sonrisa. Después, añadió más seca, que el doctor no había vuelto desde que había salido con mi mujer. ¡Precisamente desde entonces! Es más: durante unas horas el enfermero había esperado que regresara porque un enfermo tenía necesidad de él. Ahora ya no lo esperaba.

Yo la miré para averiguar si la sonrisa que contraía su cara era estereotipada o nueva del todo y originada por el hecho de que el doctor se encontrase con mi mujer, en lugar de conmigo, que era su paciente. Fui presa de tal ira, que la cabeza me daba vueltas. Debo confesar que, como siempre, en mi ánimo luchaban dos personas, una de las cuales, la más razonable, me decía: «¡Imbécil! ¿Por qué piensas que te traiciona tu mujer? No tendría necesidad de encerrarte para tener la oportunidad de hacerlo». La otra, que era, por supuesto, la que quería fumar, me llamaba imbécil, pero para gritarme: «¿No recuerdas la comodidad que supone la ausencia del marido? ¡Con el doctor que ahora pagas tú!».

Giovanna, sin dejar de beber, dijo:

—Se me ha olvidado cerrar la puerta del segundo piso. Pero no quiero volver a subir esos dos pisos. Allí arriba siempre hay gente y se luciría usted, si intentara escapar.

—¡Desde luego! —dije yo con el mínimo de hipocresía necesaria para engañar a la pobrecilla. Después bebí también yo coñac y declaré que, ahora que tenía tanto licor a mi disposición, los cigarrillos ya no me interesaban. Ella me creyó al instante y entonces le conté que no era yo, en realidad, quien quería deshacerme del vicio del tabaco. Era mi mujer la que quería. Había que saber que, cuando yo llegaba a fumar una decena de cigarrillos, me volvía terrible. Cualquier mujer que se encontrara a tiro entonces corría peligro.

Giovanna se echó a reír a carcajadas al tiempo que se echaba para atrás en el sillón:

—¿Y es su mujer la que le impide fumar los diez cigarrillos necesarios?

—¡Así es! Al menos, a mí me lo impedía.

No era nada tonta Giovanna, cuando tenía tanto coñac en el cuerpo. Le dio un ataque de risa, que casi la hacía caer del sillón, pero, cuando el resuello se lo permitió, pintó con palabras entrecortadas, un magnífico cuadrito que le sugirió mi enfermedad.

—Diez cigarrillos,., media hora… se pone el despertador… y después…

La corregí:

—Para diez cigarrillos yo necesito cerca de una hora. Después para esperar el efecto completo hace falta otra hora, diez minutos más, diez minutos menos…

De improviso Giovanna se puso seria y se levantó sin gran fatiga del sillón. Dijo que iba a* ir a acostarse porque le dolía un poco la cabeza. La invité a llevarse la botella, porque yo tenía bastante de aquel licor. Dije, hipócrita, que el día siguiente quería que me trajeran buen vino.

Pero ella no pensaba en el vino. Antes de salir con la botella bajo el brazo, me lanzó una mirada que me espantó.

Había dejado la puerta abierta y al cabo de unos instantes cayó en medio de la habitación un paquetito, que recogí al instante: contenía once cigarrillos contados. La pobre Giovanna no había querido quedarse corta. Cigarrillos húngaros corrientes. Pero el primero que encendí fue buenísimo. Sentí un gran alivio. Primero pensé que me alegraba hacer esa faena a una casa que era excelente para encerrar en ella a niños, pero no a mí. Después descubrí que también se la había hecho a mi mujer y me parecía haberla pagado con la misma moneda. Porque, si no, ¿se habrían convertido mis celos en una curiosidad tan soportable? Me quedé tranquilo en aquel sitio fumando aquellos cigarrillos nauseabundos.

Al cabo de una media hora recordé que tenía que huir de aquella casa donde Giovanna esperaba su compensación. Me quité los zapatos y salí al pasillo. La puerta de la habitación de Giovanna estaba cerrada y, por su respiración ruidosa y regular, me pareció que dormía. Subí con la mayor prudencia hasta el segundo piso, donde, detrás de la puerta aquella —orgullo del doctor Muli—, me puse los zapatos. Subí a un rellano y me puse a bajar las escaleras, despacio, para no despertar sospechas.

Había llegado al rellano del primer piso, cuando una señorita, vestida de enfermera con cierta elegancia, me siguió para preguntarme, cortés:

—¿Busca usted a alguien?

Era mona y no me habría desagradado acabar a su lado los diez cigarrillos. Le sonreí un poco agresivo:

—¿No está en la casa el doctor Muli?

Ella abrió unos ojos como platos.

—A esta hora nunca está.

—¿Sabría decirme dónde podría encontrarlo ahora? Tengo en casa un enfermo que tiene necesidad de él.

Me dio, cortés, la dirección del doctor y yo la repetí varias veces para hacerle creer que quería recordarla. No me habría apresurado a irme, pero ella, fastidiada, me volvió la espalda. Sencillamente me echaban de mi prisión.

Abajo una mujer me abrió, solícita, la puerta. No llevaba un céntimo encima y murmuré:

—Ya le daré la propina en otra ocasión.

Nunca se puede conocer el futuro. En mi caso las cosas se repiten: no había que excluir la posibilidad de que volviera a pasar por allí.

La noche era clara y cálida. Me quité el sombrero para sentir mejor la brisa de la libertad. Miré a las estrellas con admiración, como si acabara de conquistarlas. El día siguiente, lejos de la casa de salud, dejaría de fumar. De momento, en un café todavía abierto compré cigarrillos buenos, porque no podía acabar mi carrera de fumador con uno de aquellos cigarrillos de la pobre Giovanna. El camarero que me los dio me conocía y me los dejó fiados.

Al llegar a mi villa toqué la campana con furia. Primero vino a la puerta la criada y después, al cabo de algún tiempo, mi mujer. La esperé con absoluta frialdad: «Parece como si estuviera el doctor Muli». Pero, al reconocerme, mi mujer dejó oír en la calle desierta su risa tan sincera, que habría bastado para borrar cualquier duda.

En casa me detuve a hacer un poco el inquisidor. Mi mujer, a la que prometí contar el día siguiente mis aventuras, que ella creía conocer, me preguntó:

—Pero ¿por qué no te acuestas?

Para excusarme dije:

—Me parece que has aprovechado mi ausencia para cambiar de sitio ese armario.

La verdad es que yo creo que en mi casa siempre están cambiando de sitio las cosas y también es cierto que mi mujer las cambia de sitio con mucha frecuencia, pero en aquel momento yo miraba todos los rincones para ver si estaba escondido el cuerpecito elegante del doctor Muli.

Mi mujer me dio una buena noticia. Al volver de la casa de salud, se había encontrado con el hijo de Olivi, quien le había contado que el viejo estaba mucho mejor después de haber tomado una medicina prescrita por su nuevo médico.

Al quedarme dormido, pensé que había hecho bien en abandonar la casa de salud, ya que disponía de todo el tiempo para curarme despacio. Además, mi hijo, que dormía en la habitación contigua, no se disponía aún, desde luego, a juzgarme ni a imitarme. No había la menor prisa.

2. LA MUERTE DE MI PADRE

El doctor se ha marchado y yo, la verdad, no sé si es necesaria la biografía de mi padre. Si describiera con demasiada minuciosidad a mi padre, podría resultar que, para lograr mi curación, fuese necesario analizarlo primero a él y estaríamos en un círculo vicioso. Me atrevo a continuar porque sé que, si mi padre hubiese necesitado la misma cura, habría sido para una enfermedad muy distinta de la mía. En cualquier caso, para no perder tiempo, diré sobre él sólo lo que sirva para avivar el recuerdo de mí mismo.

«15-4-1890, 4 h. 1/2. Muere mi padre. U.S». Para quien no lo sepa, esas dos últimas letras no significan United States, sino
ultima sigaretta
, último cigarrillo. Es la anotación que encuentro en un volumen de filosofía positiva de Ostwald con cuya lectura pasé varias horas lleno de esperanza y que nunca entendí. Nadie lo diría, pero, a pesar de su forma, esa anotación registra el acontecimiento más importante de mi vida.

Mi madre había muerto cuando yo aún no contaba quince años. Hice poesías para honrar su memoria, lo que nunca equivale a llorar y, en el dolor, siempre me acompañó el sentimiento de que a partir de aquel momento debía comenzar para mí una vida seria y de trabajo. El propio dolor indicaba una vida más intensa. Después un sentimiento religioso aún vivo atenuó y suavizó aquella tremenda desgracia. Mi madre seguía viviendo, aunque lejos de mí, y podía incluso alegrarse ante los éxitos para los que yo me estaba preparando. ¡Gran comodidad! Recuerdo con exactitud mi estado de entonces. Por la muerte de mi madre y la saludable emoción que me había proporcionado, todo en mí debía mejorar.

En cambio, la muerte de mi padre fue una auténtica catástrofe. El paraíso había dejado de existir y, además, yo, a los treinta años, era un hombre acabado. ¡También yo! Comprendí por primera vez que la parte más importante y decisiva de mi vida quedaba atrás irremediablemente. Mi dolor no era sólo egoísta, como podría parecer por estas palabras. ¡Muy al contrario! Lloraba por él y por mí, y por mí sólo porque él había muerto. Hasta entonces yo había pasado de cigarrillo en cigarrillo y de una facultad universitaria a otra, con una fe indestructible en mis capacidades. Pero creo que esa fe que hacía tan plácida la vida habría continuado acaso hasta hoy, si mi padre no hubiera muerto. Muerto él, ya no quedaba un mañana en que situar mi propósito.

Cuando lo pienso, muchas veces me asombra que esa desesperación respecto a mí y mi porvenir se produjera a la muerte de mi padre y no antes. En conjunto, se trata de cosas recientes y, desde luego, para recordar mi profundo dolor y todos los detalles de la desventura, no necesito soñar, como quieren los señores analistas. Recuerdo todo, pero no entiendo nada. Hasta su muerte, yo no viví para mi padre. No hice esfuerzo alguno para aproximarme a él y, cuando habría podido hacerlo sin ofenderlo, lo eludí. En la Universidad todos lo conocían por el apodo que le di de
viejo Silva mandadinero
. Fue necesaria la enfermedad para unirme a él, la enfermedad que fue en seguida la muerte, por lo breve que fue y porque el médico lo desahució al instante. Cuando estaba en Trieste, nos veíamos, un día con otro, una hora como máximo. Nunca estuvimos tan juntos y por tanto tiempo como cuando lloraba a su lado. ¡Ojalá lo hubiera asistido mejor y llorado menos! Habría estado menos enfermo. Era difícil encontrarnos juntos, además, porque entre él y yo, intelectualmente, no había nada en común. Al mirarnos, a los dos se nos dibujaba la misma sonrisa de compasión, que en su caso volvía más agria su viva ansiedad paterna por mi porvenir; en mí, en cambio, llena de indulgencia, por mi convencimiento de que sus debilidades ya no tenían consecuencias, hasta el punto de que yo las atribuía en parte a la edad. El fue el primero en desconfiar de mi energía y, en mi opinión, demasiado pronto. Sin embargo, sospecho que, aun sin apoyo de una convicción científica, desconfiaba de mí también porque él me había engendrado, lo que contribuía —y eso con confianza científica inconmovible— a aumentar mi desconfianza respecto a él.

No obstante, tenía fama de comerciante hábil, pero yo sabía que desde hacía muchos años era Olivi quien dirigía sus asuntos. En lo único en que nos parecíamos era en la incapacidad para los negocios; puedo decir que, de los dos, yo representaba la fuerza y él la debilidad. Lo que ya he consignado en estos cuadernos prueba que en mí hay y ha habido siempre —tal vez sea mi mayor desgracia— un ansia de superación. No hay otro modo de definir mis sueños de equilibrio y de fuerza. Mi padre no conocía nada de eso. Vivía perfectamente de acuerdo con la formación que había recibido y debo creer que nunca hizo esfuerzos para mejorar. Pasaba el día entero fumando y, tras la muerte de mamá, cuando no dormía, la noche también. También bebía discretamente: como un
gentleman
, por la noche, en la cena, para estar seguro de conciliar el sueño nada más reclinar la cabeza sobre la almohada. Pero, según él, el tabaco y el alcohol eran muy saludables.

En lo relativo a las mujeres, por los parientes supe que mi madre había tenido motivos para sentirse celosa. Es más: parece que, a pesar de su carácter bondadoso, había tenido que intervenir a veces con violencias para mantener a raya a su marido. Él se dejaba guiar por ella, a quien amaba y respetaba, pero, al parecer, mi madre no consiguió nunca obtener de él la confesión de una traición, por lo que muñó convencida de haberse equivocado. Y, sin embargo, mis queridos parientes cuentan que encontró a su marido casi en flagrante delito con su modista. Él se excusó con un ataque de distracción y con tanta constancia, que logró convencerla. La única consecuencia fue que mi madre no volvió nunca a aquella modista y tampoco mi padre. Yo en su caso, creo que habría acabado confesando, pero después no habría podido dejar a la modista, pues donde me detengo echo raíces.

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