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Authors: Italo Svevo

La conciencia de Zeno (6 page)

BOOK: La conciencia de Zeno
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—Y, sin embargo, sé tantas cosas; mejor dicho, sé todas las cosas. Debe de ser resultado de mi propia experiencia.

No sufría tanto por no saber expresarse, ya que sonrió ante su propia fuerza, su propia grandeza.

No sé por qué no llamé al doctor al instante. En cambio —debo confesarlo con dolor y remordimiento—, consideré las palabras de mi padre dictadas por una presunción que creía haber comprobado varias veces en él. Sin embargo, no podía escapárseme la evidencia de su debilidad y sólo por eso no discutí. Me agradaba verlo feliz con su ilusión de ser tan fuerte, cuando, en realidad, era debilísimo. Además, me halagaba el afecto que me demostraba al manifestar el deseo de transmitirme la ciencia que creía poseer, aun sabiendo que no podía aprender nada de él. Y para halagarlo y tranquilizarlo le conté que no debía esforzarse por dar en seguida con las palabras que no le salían, porque en aprietos semejantes los científicos dejaban las cosas demasiado complicadas en algún rincón del cerebro para que se simplificaran solas.

Él respondió:

—Lo que yo busco no tiene nada de complicado. Al contrario, se trata de encontrar una palabra, una sola, ¡y la encontraré! Pero esta noche, no, porque voy a dormir de un tirón, sin pensar en nada.

Sin embargo, no se levantó de la silla. Vacilando y mirándome fijo a la cara por un instante, me dijo:

—Temo que no sabré decirte lo que pienso, sólo porque tú tienes la costumbre de reírte de todo.

Me sonrió como si quisiera rogarme que no me ofendiese por sus palabras, se levantó de la silla y me ofreció por segunda vez la mejilla. Yo renuncié a discutir y a convencerlo de que en este mundo había muchas cosas de las que se podía y debía reír y quise tranquilizarlo con un fuerte abrazo. Tal vez mi gesto fuera demasiado torpe, porque se separó de mí con mayor jadeo que antes, pero, desde luego, entendió mi afecto, porque me saludó amistoso con la mano.

—¡Me voy a la cama! —dijo, alegre, y salió seguido de María.

Y, al quedarme solo (¡cosa también extraña!), no pensé en la salud de mi padre, sino que, conmovido y —puedo asegurarlo— con todo el respeto filial, deploré que una inteligencia así, que apuntaba a metas altas, no hubiera encontrado la posibilidad de un cultivo mejor. Hoy, al escribir estas líneas, próximo a la edad alcanzada por mi padre, sé con certeza que un hombre puede tener la sensación de poseer una inteligencia poderosísima, aunque ésta no dé otra señal de sí que esa intensa sensación. Ahí está: se respira profundo y se acepta y se admira toda la naturaleza como es y como, inmutable, se nos ofrece; con eso se manifiesta la misma inteligencia que quiso la Creación entera. En el caso de mi padre, no hay duda de que en el último instante lúcido de su vida su sensación de inteligencia fue consecuencia de una inspiración religiosa inesperada, hasta el punto de que se decidió a hablarme de ella porque, según le había contado yo, me había ocupado de los orígenes del Cristianismo. Sin embargo, ahora sé que esa sensación era el primer síntoma del edema cerebral.

Maria vino a quitar la mesa y a decirme que mi padre se había quedado dormido al instante. Así, que me fui yo también a dormir sin la menor preocupación. Fuera el viento soplaba y ululaba. Lo oía desde mi cálida cama como una nana que se fue alejando poco a poco de mí, porque me hundí en el sueño.

No sé por cuánto tiempo dormí. Me despertó Maria. Al parecer, había venido varias veces a mi habitación para llamarme y después se había ido corriendo. En mi profundo sueño experimenté primero una agitación, después vislumbré a la vieja que daba saltos por la habitación y por fin comprendí. Quería despertarme, pero, cuando lo consiguió, ya no se encontraba en mi habitación. El viento seguía cantándome la canción de cuna y, a decir verdad, debo confesar que fui a la habitación de mi padre malhumorado por haberme visto arrancado de mi sueño. Recordaba que Maria veía siempre a mi padre en peligro. ¡Pobre de ella si esa vez no estaba enfermo!

La habitación de mi padre era pequeña y tenía demasiados muebles. A la muerte de mi madre, para mejor olvidar, se había cambiado a un cuarto más pequeño y se había llevado consigo todos sus muebles. La habitación, iluminada débilmente por una llamita de gas colocada sobre la mesilla de noche, muy baja, estaba toda en penumbra. Maria sostenía a mi padre, que yacía boca arriba, pero con parte del busto sobresaliendo de la cama. La luz cercana daba un tono rojizo a la cara de mi padre, cubierta de sudor. Tenía la cabeza apoyada en el fiel pecho de Maria. Aullaba de dolor y la boca estaba tan inerte, que la saliva le caía por la barbilla. Miraba inmóvil la pared de enfrente y no se volvió, cuando entré.

María me contó que había oído su lamento y había llegado a tiempo para impedirle caer de la cama. Antes —aseguraba— había estado más agitado, pero, si bien ahora le parecía relativamente tranquilo, no se habría arriesgado a dejarlo solo. Tal vez quisiera disculparse por haberme llamado, cuando yo ya había comprendido que había hecho bien en despertarme. Mientras me hablaba, lloraba, pero yo no la acompañé aún en el llanto e incluso le ordené guardar silencio y no aumentar con sus lamentos el espanto de ese instante. Yo aún no había comprendido todo. La pobre hizo todos los esfuerzos posibles para contener los sollozos.

Me acerqué al oído de mi padre y grité:

—¿Por qué te lamentas, papá? ¿Te encuentras mal?

Creo que oía, porque su gemido se volvió más débil y desvió la mirada de la pared de enfrente como si intentara verme; pero no llegó a dirigirla hacia mí. Varias veces le grité al oído la misma pregunta y siempre con el mismo resultado. Mi actitud viril desapareció al instante. Mi padre, en ese momento, estaba más cerca de la muerte que de mí, porque ya no percibía mi grito. Fui presa del espanto y recordé antes que nada todas las palabras que habíamos cambiado la noche anterior. Pocas horas después se había puesto en camino para ver quién de los dos tenía razón. ¡Qué curioso! Mi dolor iba acompañado del remordimiento. Oculté la cabeza en la propia almohada de mi padre y lloré desesperado, lanzando los sollozos que poco antes había reprochado a María.

Ahora le tocaba a ella calmarme, pero lo hizo de modo extraño. Me exhortaba a la calma, pero hablando de mi padre, que aún gemía con los ojos demasiado abiertos incluso, como de un hombre muerto.

—¡Pobrecito! —decía—. ¡Morir así! Con esa poblada y hermosa cabellera. La acariciaba. Era cierto. La cabeza de mi padre estaba coronada por una cabellera poblada y ensortijada, mientras que a mí, con treinta años, ya me quedaban pocos cabellos.

No recordé que en este mundo existían los médicos y que, según se supone, a veces traen la salvación. Yo había visto ya la muerte en ese rostro alterado por el dolor y había perdido las esperanzas. Fue Maria la primera en hablar del médico y después fue a despertar al jardinero para enviarlo a la ciudad.

Me quedé solo sosteniendo a mi padre durante unos diez minutos que me parecieron una eternidad. Recuerdo que procuré comunicar a mis manos, que tocaban aquel cuerpo torturado, toda la dulzura que había invadido mi corazón. Las palabras no podía oírlas. ¿Cómo podía darle a entender que lo amaba tanto?

Cuando llegó el jardinero, me dirigí a mi habitación para escribir una nota y me resultó difícil redactar esas cuatro letras que debían dar al doctor una idea del caso para que pudiera traer consigo algunos medicamentos. No dejaba de ver delante de mí la muerte segura e inminente de mi padre y me preguntaba: «¿Qué voy a hacer yo ahora en este mundo?».

Después siguieron largas horas de espera. Recuerdo con bastante exactitud aquellas horas. Después de la primera ya no fue necesario sostener a mi padre, que yacía sin sentido en la cama. Su gemido había cesado, su insensibilidad era absoluta. Respiraba con una rapidez que yo, casi inconscientemente, imitaba. No podía respirar largo tiempo a ese ritmo y me concedía descansos con la esperanza de arrastrar al enfermo conmigo al reposo. Pero él corría incansable. En vano intentamos hacerle tomar una cucharada de té. Su inconsciencia disminuía cuando se trataba de defenderse de nuestra intervención. Cerraba los dientes, decidido. Aun inconsciente, seguía acompañado de su indomable obstinación. Mucho antes del alba, su respiración cambió de ritmo. Se agrupó en períodos iniciados con algunas respiraciones lentas, que habrían parecido las de un hombre sano, a las cuales seguían otras rápidas, que se detenían en una pausa larga, espantosa, que a Maria y a mí nos parecía el anuncio de la muerte. Pero el período se reanudaba siempre casi igual, un período musical de una tristeza infinita, carente de color. Esa respiración que no fue siempre igual, pero siempre ruidosa, se convirtió en parte de aquella habitación. Desde entonces, ¡siguió en ella durante mucho tiempo!

Pasé algunas horas echado en un sofá, mientras Maria se quedaba sentada junto a la cama. En ese sofá derramé mis lágrimas más ardientes. El llanto empaña nuestras culpas y permite acusar, sin objeciones, al destino. Lloraba porque perdía el padre para el cual había vivido siempre. Poco importaba que le hubiera hecho poca compañía. ¿Acaso no había hecho mis esfuerzos para mejorar con el fin de darle satisfacción a él? El éxito que anhelaba debía ser mi motivo de orgullo ante él, que siempre había dudado de mí, pero también su consuelo. Y, en cambio, ahora ya no podía esperarme y se iba convencido de mi incurable debilidad sin remedio. Mis lágrimas eran amarguísimas.

Al escribir, o, mejor dicho, al grabar sobre el papel tales recuerdos dolorosos, descubro que la imagen que me obsesionó al primer intento de ver en mi pasado, esa locomotora que arrastra una serie de vagones cuesta arriba, me vino por primera vez al escuchar desde aquel sofá la respiración de mi padre. Así van las locomotoras que arrastran pesos enormes: emiten bufidos regulares que después se aceleran y acaban en una pausa, amenazadora también, porque quien escucha puede temer ver la máquina y su tren precipitarse cuesta abajo. ¡Es la verdad! Mi primer esfuerzo para recordar me había transportado a aquella noche, a los momentos más importantes de mi vida.

El doctor Coprosich llegó a la villa, cuando aún no había amanecido, acompañado de un enfermero que traía una caja de medicinas. Había tenido que venir a pie porque, a causa del violento huracán, no había encontrado un coche.

Lo recibí llorando y él me trató con gran dulzura, al tiempo que me animaba a tener esperanza. Y, sin embargo, debo decir que, después de aquel encuentro, pocos hombres hay en el mundo que me inspiren antipatía tan viva como el doctor Coprosich. Aún vive, decrépito y rodeado del aprecio de toda la ciudad. Aun ahora, cuando lo veo caminar tan debilitado e inseguro por las calles en busca de un poco de actividad y de aire, siento renacer en mí la aversión.

Entonces el doctor tendría poco más de cuarenta años. Se había dedicado intensamente a la medicina legal y, aunque era conocido su patriotismo italiano, las autoridades imperiales le encargaban los exámenes periciales más importantes. Era un hombre delgado y nervioso, de rostro insignificante prolongado por la calvicie, con lo que la frente parecía anchísima. Otro defecto le confería importancia: cuando se quitaba las gafas (y lo hacía siempre que quería meditar), sus ojos miopes miraban a un lado o por encima de su interlocutor y tenían el curioso aspecto de los ojos, carentes de color, de una estatua, amenazadores o, tal vez, irónicos. Entonces eran ojos desagradables. Si tenía que decir aunque fuera una sola palabra, volvía a colocarse las gafas sobre la nariz y, mira por dónde, sus ojos volvían a ser los de un buen burgués cualquiera que examina con cuidado las cosas de que habla.

Se sentó en la antecámara y descansó unos minutos. Me pidió que le contara exactamente lo que había ocurrido desde la primera alarma hasta su llegada. Se quitó las gafas y clavó sus extraños ojos en la pared que había detrás de mí.

Intenté ser exacto, lo que no fue fácil, dado el estado en que me encontraba. Recordaba también que el doctor Coprosich no toleraba que las personas que no sabían de medicina usaran términos médicos como si supiesen algo de esta materia. Y cuando llegué a hablar de la que me había parecido «respiración cerebral», se puso las gafas para decirme:

—Déjese de definiciones. Luego veremos de qué se trata.

También había hablado de la extraña conducta de mi padre, de su ansia de verme, de su prisa por acostarse. No le referí las palabras extrañas de mi padre: tal vez temiera verme obligado a decir algo sobre las respuestas que entonces le había dado. Sin embargo, le conté que papá no lograba expresarse con precisión y que parecía pensar intensamente en algo que le rondaba por la cabeza y que no conseguía formular. El doctor, con las gafas sobre la nariz y todo, exclamó triunfal:

—¡Sé lo que le rondaba por la cabeza!

Yo también lo sabía, pero no lo dije para no irritar al doctor Coprosich: eran los edemas.

Fuimos junto a la cama del enfermo. Con la ayuda del enfermero, dio vueltas y más vueltas a aquel pobre cuerpo, inerte durante un tiempo que me pareció larguísimo. Lo auscultó y lo exploró. Intentó que el paciente lo ayudara, pero fue en vano.

—¡Basta! —dije en determinado momento.

Se me acercó con las gafas en la mano mirando al suelo y, con un suspiro, me dijo:

—¡Tenga valor! Es un caso gravísimo.

Fuimos a mi habitación, donde se lavó hasta la cara.

Así, pues, estaba sin gafas y, cuando alzó la cabeza para secarla, parecía la cabecita de un amuleto hecha por manos inexpertas. Recordó habernos visto unos meses antes y expresó su asombro por que no hubiésemos vuelto a verlo. Más aún: creía que lo habíamos sustituido por otro médico; entonces había dejado bien claro que mi padre necesitaba un tratamiento. Cuando hacía reproches, así, sin gafas, era terrible. Había alzado la voz y quería explicaciones. Sus ojos las buscaban por todos lados.

Desde luego, tenía razón y yo merecía los improperios. Debo decir aquí que no es por esas palabras por las que odio al doctor Coprosich. Me disculpé contándole la aversión de mi padre hacia los médicos y las medicinas; hablaba llorando y el doctor, con generosa bondad, intentó calmarme diciéndome que, si hubiéramos recurrido a él, su ciencia habría podido como máximo retrasar la catástrofe que presenciábamos, pero no impedirla.

Pero, como siguió indagando sobre los precedentes de la enfermedad, tuvo nuevos motivos de reproche para mí. Quería saber si mi padre se había quejado en esos últimos meses de sus condiciones de salud, de su apetito y de su sueño. No supe decirle nada preciso; ni siquiera si mi padre había comido mucho o poco en aquella mesa en que nos sentábamos juntos cada día. La evidencia de mi culpa me aterró, pero el doctor no insistió en sus preguntas. Le conté que Maria lo veía siempre moribundo y que, por eso, me burlaba de ella.

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