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Authors: Ángeles Goyanes

Tags: #Terror, Fantastico

La concubina del diablo (58 page)

BOOK: La concubina del diablo
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—Pero sólo a Dios corresponde juzgarla por ellos —dijo, recuperando su temple—. El hombre puede enjuiciar los crímenes humanos, pero, lo que usted me ha contado…, esos poderes divinos que la instaron a utilizar, esa locura que se apoderó de usted, de forma inevitable e involuntaria… ¿Hasta qué punto era dueña de sus actos si su espíritu había enfermado? —preguntó, y su voz se había vuelto enfática y convincente, como si de pronto hubiese visto la verdad ante sus ojos—. Nadie bajo el Cielo tiene capacidad para dictaminar sobre su responsabilidad. Ellos la arrastraron a ese estado que usted no podía dominar. Ellos eran la fuerza, la sabiduría, podían obligarla a cualquier cosa, convencerla de lo que quisieran, manipularía. ¿Qué era usted, sino una pobre mortal indefensa en las garras de unos dioses impíos y crueles?

—¿Y quién es usted para juzgarlos de tal manera, con semejante rabia? —preguntó ella indignada—. Dios ha juzgado ya a uno de ellos y lo ha salvado. ¿Recuerda? ¿Se atreve usted a condenarlo?

—Sólo pretendo hacerla comprender que quizá usted se juzgue demasiado duramente —dijo él, inclinándose hacia delante—. ¡Tiene la respuesta delante de sus ojos! ¿No la ve? Si Dios le ha salvado a él, ¿qué no hará con usted, su víctima? Él es parte del Espíritu Divino, un Hijo en la Gracia de Dios. Fue una dulce criatura sensible torturada por su insaciable sed de Amor; un corazón desgarrado por el silencio del Padre, por el dolor de un Dios inasible y esquivo; un alma sembrada de inextinguible amargura ante su eterno deseo, ante su hambre inmortal. ¿Cree que ahora no la ayudará, como prometió, ahora que Dios lo escucha, de nuevo, como a Su Hijo? Es parte de Dios. ¡Parte de Dios! ¿No lo entiende? ¡Es Dios, directamente, quién la ama a usted! ¿Qué daño puede desearle?

La mujer continuaba mirándole atenta y pensativamente. Desplazó el peso de su cuerpo hacia el lado izquierdo e introdujo la uña de su dedo índice entre sus labios, como si pretendiera mordería, pero sin hacerlo. Después, dejó caer laxamente las manos sobre su regazo.

—Es verdad —dijo—. Yo sé que usted tiene razón. Pero no puedo evitar sentir miedo. Ahora que es lo que es, ¿permitirá Dios que volvamos a estar juntos? ¿Podrá él volver a la Tierra? ¿Le consentirá Dios que vuelva a la compañía del pequeño demonio que es Cannat? ¿No tratará, quizá, de impedirle que caiga bajo su negativo influjo? Y, ¿qué será de los dos, si lo intenta? No quiero, no quiero pensarlo.

El sacerdote, quedó, durante unos segundos, pálido y boquiabierto.

—Eso no es posible —reaccionó luego—. Dios no haría una cosa así. Al contrario, Shallem podría suponer una influencia positiva sobre Cannat.

La mujer sonrió y pareció ruborizarse de placer, como una niña convencida con un débil pero oportuno argumento que deseara fervientemente creer.

—Además —continuó el sacerdote—, Shallem desafiaría al Cielo por él, ¿no es cierto?

—Sí —afirmó ella—. Los dos lo harían. Eso es lo peligroso.

Se quedaron mirándose a los ojos en absoluto silencio, como íntimos amigos que no necesitasen hablar, sino sólo compartir el momento, disfrutar de la presencia del otro.

—¿Realmente desea morir? —musitó él.

—No. Es sólo algo que debe ser hecho perentoriamente.

—¿No se arrepiente de haber llegado hasta aquí? ¿No daría marcha atrás si pudiera?

—¿Cómo puede preguntarme eso después de lo que le he contado?

El sacerdote agachó la cabeza.

—¿No va a darme la absolución? —preguntó ella suavemente, con los ojos tristes e inocentes.

—¿Yo? —preguntó él en tono de asombro—. ¿A usted que está bajo la directa y divina protección de un ángel del Señor? ¿Qué más necesita?

La mujer bajó la cabeza y contempló distraídamente sus propias manos que jugaban a entrelazarse apoyadas sobre sus piernas. Permaneció así durante largo tiempo hasta que, cuando, súbitamente, levantó la mirada hacia el confesor y abrió la boca como dispuesta a compartir un pensamiento con él, las palabras se congelaron en su garganta. Se quedó observándole, con los labios entreabiertos y la expresión atónita.

La de él estaba desencajada, petrificada de horror. Ni siquiera parecía respirar. Se había quedado inmóvil con los aterrados ojos clavados en algo por detrás de la mujer. Algo que ella presintió de inmediato.

Sintió los dorados brazos desnudos deslizándose por su cuello, descansando cruzados sobre su pecho. Cerró los ojos, estremecida, y el aire escapó violentamente de su garganta. Ladeó un poco la cabeza al percibir la cosquilleante caricia del suave cabello y luego el cálido contacto de la mejilla del ángel sobre la suya. Pero no intentó huir, sino que cruzó sus propios brazos asiéndose a los que la rodeaban. Pareció que la aparición apenas la causaba sorpresa, sino que, más bien, recibía con resignación lo inevitable.

El sacerdote quedó mesmerizado observando los acerados ojos azules que el ángel había alzado hacia él, con perverso y amenazante desdén. Los dientes del ángel se veían claramente, como si el exhibirlos tuviese un estudiado propósito. Parecían como recién tallados en marfil, espléndidos, como si nunca hubieran sido usados y su utilidad fuese la de un expresivo y rico ornamento; el confesor vio resplandecer sus caninos y, tal vez por el miedo que sentía, le parecieron algo más afilados que los de un ser mortal. El ángel tenía la cabeza ligeramente agachada, pero la mirada elevada, de modo que las puntas de sus largas pestañas se unían a las tupidas cejas, de un rubio más oscuro que el del hirsuto cabello, lo que contribuía a dotar a su rostro de una inquietante expresión felina.

—¿Me conoces? —preguntó el ángel. Levantó una de sus manos abiertas hacia el confesor—. Esta es la garra de un dios impío y cruel —dijo. Y el sacerdote pudo ver su blanca palma expuesta y las marcadas venas verdeazuladas que surcaban la suave y fina piel de su muñeca, y se agarró con ambas manos al borde de la mesa.

El ángel buscó ahora la mirada de la mujer, volviendo el rostro de ella con su mano. Ella abrió los ojos al sentir este gesto y le miró, a la vez con resignación y con el ligero aire asustado de una niña traviesa. Él sacudió la cabeza reprensoramente y chasqueó la lengua repetidas veces. Después pronunció una suave frase en francés que el sacerdote, que continuaba clavado en su asiento, no pudo entender y apenas oír.

—¿Cuántas veces he de decirte que el suicidio es un grave pecado? —volvió a hablar el ángel, muy lenta y sosegadamente. Su voz gozaba de una dulce y exquisita cadencia, pues parecía emplearla como el más sutil instrumento musical.

La mujer no dijo nada. Por varias veces desvió su vista y de nuevo la volvió a él.

—Eso ya no tiene nada que ver conmigo —susurró después—. Esto es sólo un cuerpo en el que no debería estar. Yo ya estoy muerta y ahora sólo me queda resucitar. Tú no quisiste ayudarme.

—Te auguré que esto ocurriría —musitó el ángel sobre los labios de ella—. Pero antes te mataría yo que consentir que murieses a manos de los condenados.

—Hazlo entonces —pidió ella en un hilo de voz—. Pon fin a esta pesadilla. No dejes que ellos me torturen. Sálvame.

—¿Te ha divertido este mortal? —preguntó el ángel, sin atender a los ruegos de ella, observando la aterrorizada expresión del padre DiCaprio—. Parece gracioso. ¿Quieres que lo llevemos con nosotros?

El sacerdote se sobrecogió de tal manera que todos sus músculos se contrajeron más de lo que parecía posible. Abrió los ojos desmesuradamente y se aferró con tal fuerza a la mesa que sus dedos adquirieron un tono cárdeno.

—¿Llevemos? —preguntó la mujer—. ¿Es que piensas arrebatarme la paz que tú te niegas a darme? Ya no te hago falta. Cumplí mi misión mientras pude. ¿Por qué he de continuar sufriendo?

—No vas a sufrir. Confía en mí. Y deja tus discusiones hasta que lleguemos a casa, a este humano no le interesan nuestros problemas domésticos, Juliette —dijo el ángel sonriente. Y, soltando a la mujer, que le miraba ahora verdaderamente asustada, salió de detrás de ella y se dirigió, calmosamente, al aterrado confesor, que admiró, sin quererlo, la desnudez de su cuerpo.

—¡Oh! —exclamó el ángel—. Lo siento. ¡Qué ángel más descuidado soy! Me olvidé de cubrirme con los tules y las gasas.

El sacerdote pudo ver el poderoso pecho lampiño del ángel, el tenuemente dorado tono de su piel, en la que músculos y tendones emergían como esculpidos en alabastro.

El ángel le contempló sonriente durante unos segundos y luego se rió suavemente.

El sacerdote dio un salto hacia atrás con su silla al tiempo que una exclamación de terror brotaba de sus labios cuando el ángel extendió su mano hacia él y, tirando suavemente de una cadenita de oro medio oculta entre sus ropas, extrajo de su pecho una pequeña cruz que pendía de ella.

—¿Crees en él? —preguntó, con la cruz sobre su mano, a escasos centímetros del cuello del confesor, que asintió mientras la nuez subía y bajaba en su garganta.

—¿Crees en Dios? —volvió a preguntar el ángel, casi en un susurro, y sus labios estaban tan cerca del rostro del confesor que éste pudo sentir las palabras abrasando su piel.

Los labios del sacerdote trataron de recuperarse de su parálisis, pero no lo consiguieron. Volvió a limitarse a asentir. El cabello del ángel caía a ambos lados de su rostro como una cortina de oro que le aislara del mundo. No veía nada sino la espléndida faz del ángel. Los ojos del ángel, tan cercanos a los suyos, iluminaban su maravillosa presencia adueñándose de todas sus emociones. Percibió el perfume del ángel como una deliciosa esencia embriagadora y cerró los ojos, extasiado, al sentirse envuelto por su sobrenatural calor.

—Entonces esperas reunirte con Él. Lo siento, pero no será tras esta vida mortal —se burló el ángel—. ¿Crees en el infierno? —preguntó ahora, y el sacerdote negó con un gesto.

La expresión del ángel se tornó repentinamente hosca.

—¡Pero el infierno existe! —exclamó—. ¡Vosotros lo habéis creado y alimentáis su fuego cada día!

La mujer se levantó bruscamente y se asió del brazo del ángel, quien atraía hacia sí el rostro del confesor tirando de la fina cadena, que al romperse, quedó colgando entre los dedos del ángel. Al tratar de mantener la distancia, las manos del sacerdote se encontraron con la piel desnuda del ángel, y, rápidamente, las retiró con un grito, como si hubiesen sido abrasadas.

—Cannat —dijo ella sin emoción en la voz—, no le mates, por favor.

Y el sacerdote tembló más que nunca, con las manos levantadas sobre su cara en actitud vanamente protectora.

—¿Qué no le mate? Dame una buena razón para que no lo haga.

—No hay ninguna razón que pueda convencerte a ti —contestó la mujer—. Para mí sí la hay. Él me escuchó sin juzgarme y trató de consolarme. ¿Qué motivo hay para que tú debas juzgarle a él?

—Se me ocurre algo —dijo el ángel, volteando en el aire la cadenita—. ¿No crees que ya es hora de que pruebes un cuerpo masculino?

—¡No! —gritó la mujer aterrada. Y el rostro del sacerdote pareció desencajarse—. ¡Me prometiste no interferir! ¡Dijiste que me dejarías morir en este cuerpo!

—Pero piensa en lo divertido que sería ver a este hombre luchando por defender su vida dentro de ese cuerpo tuyo. “Soy el sacerdote Christian DiCaprio —gritaría—. Un ángel me robó mi cuerpo y se llevó a la asesina dentro de él.” Y aún seguiría gritando de camino a la muerte, dentro de su nuevo cuerpo de mujer: “¡Les digo que soy el padre DiCaprio! ¡Créanme, por amor de Dios!” Lo leeríamos en los periódicos, incluso puede que saliese por televisión. ¿Crees que alguien te creería, Christian?

El sacerdote apenas podía respirar. Miraba al ángel, presa de pánico, con los ojos desorbitados.

—Nnnno, sseñor —tartamudeó, temeroso de que su silencio pudiese irritar al ángel.

—¿Señor? ¡Qué formalismo! ¿No te gusta mi nombre? —preguntó el ángel, agachándose ligeramente hacia él.

El sacerdote afirmó enérgicamente.

—¿Sabes quién me lo puso? —inquirió el ángel.

—Sssí —afirmó el confesor.

—Pronúncialo —exigió el ángel susurrante—. Pronuncia mi nombre.

El confesor se pasó la mano por la húmeda frente y trató de cobrar aliento.

—Cannat —dijo de golpe, como si temiera ser abrasado por la simple palabra.

—Repítelo —pidió el ángel—. Pero mirándome a los ojos.

El sacerdote apretó los ojos fuertemente y jadeó. El ángel sonrió.

El sacerdote luchaba con todas sus fuerzas contra el pavor que sentía. Todo su cuerpo temblaba y sus ojos no parecían dispuestos a obedecerle. Pero el ángel continuaba aguardando, a pocos centímetros de él. Poco a poco, con el pecho a punto de estallarle, levantó la mirada hacia los ojos del ángel. Durante unos segundos, prendado de ellos, pareció olvidarse de lo que había de decir.

—Padre —le llamó la mujer, que no había soltado el brazo del ángel—. Padre.

—Cannat —pronunció él por fin, embriagado, sin apartar su vista de los ojos del ángel.

Y éste se rió.

—Muy bien, Christian —le dijo—. Has hablado de tú a tú con un ángel. ¿Te sientes superior ahora? ¿Especial?

El sacerdote había clavado en él su mirada tan profundamente que parecía ausente.

El ángel se enderezó y se volvió hacia la mujer.

—Haremos un trato —dijo, lanzando la cadena hacia el pecho del confesor—. Vendrás conmigo sin protestar y él vivirá. En caso contrario, vendrás conmigo de todas formas y él morirá. Soy generoso, ¿no?

El sacerdote escrutó ávidamente a la mujer en espera de su respuesta. Ella le miró sólo unos segundos y luego volvió su vista al ángel.

—¿Pero, por qué, Cannat, por qué? —le pregunto.

—Me gusta el aroma de tu alma —respondió el ángel.

Ella meditó durante unos momentos sin apartar la vista de los ojos inmaculadamente azules del ángel, ni sus pequeñas manos del brazo de él.

—Pero, le dejarás aquí. No le llevarás con nosotros —le exigió.

—Desde luego, le dejaré aquí —contestó el ángel—. Me gustará saber cómo explica tu desaparición.

—Está bien —respondió ella—. Seré un buen perrito. No ladraré, no me resistiré, no tendrás que ponerme una correa.

El ángel se rió.

—No entiende que lo hago por su bien —dijo dirigiéndose al sacerdote, quien se encontraba mareado por la violencia de sus palpitaciones—. ¿Me has echado de menos? —la preguntó luego a ella.

—¿Por qué tardaste tanto? —inquirió ella, inexpresiva.

—Quería que disfrutaras de la compañía humana. ¿Te ha gustado?

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