—No.
—En el fondo sólo ha sido una aventura más, ¿verdad? Contabas con que el príncipe rescataría a la princesa de los dragones, como siempre lo hizo. Honestamente, ¿no es así?
—Quiero volver con él, Cannat. Ésa es la única realidad.
—Te diré unas cuantas verdades cuando lleguemos a casa —aseguró el ángel, molesto—. Ahora despídete de tu amigo antes de que me harte de su estúpida expresión. Hace mucho que no fulmino a nadie y debería ejercitarme.
La mujer contempló la cara de horror del sacerdote, que no podía despegar la mirada del ángel.
—Padre —le llamó—. Padre.
—¿Eh? —dijo él, como si despertara de un sueño.
—Se han disipado sus dudas para siempre, ¿verdad?
Él asintió compulsivamente, como si no pudiese parar de hacerlo, y comenzó a tartamudear.
—No pu… no es po…, no debe…, debe…
—Adiós, padre. Me ha resultado reconfortante, de veras —se despidió ella, al sentir el abrazo del ángel.
—¡Oh, no te entristezcas, Christian! —exclamó el ángel—. No es un adiós, sino un hasta luego. Estaremos en contacto —y guiñó un ojo al sacerdote.
Durante mucho tiempo, el confesor permaneció inmóvil, con la mirada fija en el vacío antes ocupado por el ángel y la mortal.
La habitación quedó en la quietud más absoluta. El sacerdote se sintió tan solo como si jamás hubiese conocido la soledad hasta aquel momento. Todo parecía un sueño sin sentido, pero era una realidad evidente: las viejas mantas estaban arrugadas porque la mujer se había recostado en ellas; su silla había quedado ladeada al levantarse violentamente; el pañuelo del sacerdote estaba engurullado y húmedo en el lado de la mesa que había ocupado ella; su cadena, rota, cerca de él; y el aroma de la habitación…, sutil pero cierto…, el inconfundible perfume del ángel.
Quiso levantarse, aun sin saber con qué intención, y sus piernas flaquearon tanto que cayó de rodillas. Se arrastró hacía el punto exacto en que el ángel se había desvanecido y puso, cautelosamente, la palma de su mano sobre él. Después, acercó su nariz hasta acabar con la mejilla tendida en el suelo.
—¡Ah, por cierto!, diré cuando salga por la puerta, no se molesten en buscar a la mujer. Vino un ángel y se la llevó —dijo el sacerdote con la voz cada vez más alta—. Ja, ja, ja. ¡Vino un ángel y se la llevó! ¡Vino un ángel y se la llevó! ¡Vino un ángel y se la llevó!
FIN
Ángeles Goyanes, nació en Madrid, ciudad donde reside cuando no está viajando, su gran afición. Es diplomada en Turismo e historiadora, así como experta en nuevas tecnologías.
Además de diversos relatos y artículos de prensa y de investigación, ha publicado las novelas
La Concubina del Diablo
,
Los Hijos del Ángel
,
El Maestro Envenenador
y
Herencia Maldita
, con gran reconocimiento de público y crítica. Su pasión por ahondar en las distintas culturas junto a sus conocimientos históricos marcan fuertemente sus obras.