La conjura (51 page)

Read La conjura Online

Authors: David Liss

Tags: #Intriga, Histórico

BOOK: La conjura
2.44Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Todo este asunto, disparos, un muerto… es terrible —comentó Hertcomb—. Dogmill, me dijisteis que no habría alboroto. Y sin duda esto podría calificarse como tal.

—Solo un poco —dijo Dogmill con impaciencia. Miró a su alrededor un momento—. Seamos sinceros —me dijo—. Vos me habéis amenazado, yo os he amenazado, y un tipo de muy baja ralea está muerto a mis pies. Propongo que nos retiremos a otra estancia, en la que a ser posible haya menos muertos, abramos una botella de vino y discutamos cómo resolver este asunto.

¿Qué más se podía decir?

—Estoy completamente de acuerdo.

Puesto que este asunto le afectaba personalmente, envié una nota a Littleton, a quien ya había informado en parte de mis intenciones aquella noche y estaba avisado para que acudiera si se requería su presencia. Era un jugador importante y sin embargo Dogmill no deseaba que interviniera en nuestras negociaciones. No pensaba sentarse con un estibador, dijo. Bastante le costaba tener que sentarse en igualdad de condiciones con un cazador de ladrones y convicto por asesinato. A mí, por mi parte, me resultó muy duro que me echara en cara mi condena el hombre responsable de ese asesinato, pero vi que su posición empezaba a debilitarse y poco podía sacar insistiendo en ello. Finalmente, Dogmill accedió a que el estibador estuviera presente si se quedaba de pie. Littleton no se ofendió por ello, pues tenía la compensación de ver a Dogmill entre la espada y la pared, y hubiera accedido a quedarse incluso boca abajo.

Los demás tomamos asiento y el tabernero, a quien Dogmill había dado dos chelines para que no llamara a la guardia, nos suministró una botella de vino de Canarias. Así pues, nos sentamos como viejos amigos.

—A mi entender —dijo Dogmill para empezar—, el señor Greenbill se ha portado muy mal con el señor Weaver y aunque lamento que todo haya terminado violentamente, me alegro de que la verdad se haya descubierto estando yo presente. La prensa ha adoptado al señor Weaver, y lo correcto sería que todos juntos anunciemos que Greenbill me engañó para que confiara en él e hizo que todos culparan a Weaver por su crimen. Sin duda nos habría matado a todos de no haber actuado Mendes con tanta valentía.

—Eso es —dijo Hertcomb—. Creo que es una buena solución para nuestros problemas. Muy buena.

—Y todo quedará como estaba —escupió Littleton desde el otro lado de la habitación—. A mí no me gusta.

Mendes no dijo nada, pero su mirada se cruzó con la mía y meneó la cabeza, como si yo necesitara alguna indicación… que desde luego no necesitaba.

—Se pueden subir los salarios —le dijo Dogmill refunfuñando—. Esas cosas se pueden arreglar. Y me gustaría que recordaras que sin Dennis Dogmill no hay barcos que descargar, así que no seas demasiado ambicioso con tus ansias de justicia.

—Por mí os podéis ir al diablo, porque Londres seguirá necesitando tabaco. De eso podéis estar seguro, así que no penséis que asustándome vais a conseguir que busque vuestro bienestar.

—Te agradecería que no me insultaras —dijo Dogmill.

—Señor Littleton —dije yo, antes de que el estibador pudiera contestar con más palabras amables—, podéis estar seguro de que habrá justicia para vos y para vuestros hombres antes del final de esta noche. De una forma o de otra.

—Gracias, señor Weaver.

—Permitid que haga una propuesta —le dije a Dogmill—. Acepto que la culpa recaiga sobre el señor Greenbill, quien, después de todo, mató a cuatro hombres más o menos por iniciativa propia. Me gustaría que os ahorcaran a vos también por el papel que tuvisteis en todo esto, pero no soy tan ingenuo para pensar que podré lograrlo fácilmente, y no sé si quiero arriesgarme a intentarlo. Así pues, no os amenazaré con la horca que no hace demasiado tenía yo al cuello. Sin embargo, sí os amenazaré con las elecciones. Una vez mi nombre quede limpio, podré hablar libremente, y puesto que la prensa tory ya ha manifestado su deseo de ser amable conmigo, podéis estar seguros de que se tragarán cualquier información que yo les proporcione.

—¿Y dejaréis de hacer tal cosa bajo determinadas condiciones?

No me gustaba que el señor Hertcomb volviera a ocupar su puesto, pero tampoco me gustaba que un villano como Melbury llegara a los Comunes… no ahora que sabía cómo trataba a Miriam. Y si Dogmill no podía controlar a Hertcomb, buscaría a otro. No podía hacer gran cosa en aquel círculo de corrupción, pero lo intentaría.

—Guardaré silencio hasta que terminen las elecciones. Después, hablaré si considero que podría ser de interés público, pero no hasta que esta carrera haya quedado sentenciada.

—Inaceptable —dijo él.

Me encogí de hombros.

—No tenéis alternativa, señor. Podéis permitir que guarde silencio ahora o que hable.

Me miró fijamente, pero vi que no era capaz de discutirme lo que acababa de decir. No podía hacer nada para obligarme a callar, salvo matarme, y creo que ya había tenido suficiente en sus intentos por perjudicar a Benjamin Weaver.

—¿Y a cambio? —preguntó Dogmill.

—A cambio quiero algunas respuestas. Si esas respuestas no llevan al descubrimiento de nuevas fechorías, haré lo que he dicho, y podremos irnos todos esta noche sin temor a que la ley caiga sobre nosotros.

—Muy bien. Preguntad.

—Lo primero y más importante es por qué elegisteis culparme a mí de la muerte de Yate. Sin duda podríais haber encontrado a una víctima más predispuesta. Espero no parecer demasiado vanidoso si digo que la gente sabe, debería saber, que no soy una persona que acepte con resignación la horca. ¿Por qué elegirme a mí como víctima?

Dogmill rió y levantó su vaso en un brindis.

—Yo mismo me he hecho esa pregunta. Pero veréis, fue un accidente. Nada más. Aquella tarde vos estabais en los muelles vestido de gitano, y Greenbill pensó que erais un gitano. Os vio y pensó que erais perfecto para cargaros el muerto. Cuando descubrí quién erais, ya era demasiado tarde para deshacer el entuerto. No teníamos más remedio que seguir adelante y esperar que todo saliera bien.

—Pero hicisteis mucho más que esperar que todo saliera bien. Utilizasteis vuestra influencia para aseguraros de que me condenaran.

Meneó la cabeza.

—Os equivocáis. Que yo sepa, nadie pidió al juez Rowley que fuera tan duro con vos. Si he de seros franco, hubiera preferido que no lo hiciera, pues sus prejuicios eran tan evidentes que solo podían perjudicarnos. Hubiera preferido que se os declarara inocente y poder buscar entonces otro a quien culpar. O, mejor todavía, que se olvidara a la víctima y el asunto se solucionara por sí solo.

—Entonces, ¿por qué lo hizo Rowley?

—No lo sé. Poco después de que le cortarais la oreja, se retiró a sus propiedades en Oxfordshire, y se ha negado a contestar a todas mis cartas. De no estar en período electoral, hubiera ido allí personalmente para arrancarle la respuesta.

No podía creer lo que estaba oyendo.

—¿Y qué hay de la mujer —dije—, la que me proporcionó la ganzúa?

—Yo no sé nada de ninguna ganzúa.

Rechiné los dientes. ¿Qué podía significar todo aquello? Había iniciado mi búsqueda partiendo de dos suposiciones: que había sido elegido para pagar por aquel asesinato porque ello beneficiaba a alguien y que la persona que me había elegido controlaba las acciones del juez Rowley. Ahora descubría que ambas eran falsas y, si bien estaba a punto de solucionar mis problemas legales, no estaba más cerca que antes de la verdad.

—Si lo que decís es cierto, necesito preguntaros otros detalles. He actuado sobre la premisa de que perjudicasteis a Yate porque conocía a un importante whig con vínculos jacobitas.

—Eso no es ninguna premisa —terció Littleton—. Es la pura verdad.

Dogmill suspiró.

—Yate dijo tener esa información, sí, y le pedí a Greenbill que le cerrara la boca por ese motivo. Pero ignoro si era verdad o no. No me ofreció ninguna prueba; incluso es posible que solo fuera una artimaña para sacarme dinero. Después de todo, ¿dónde iba a conocer un hombre de esa clase a un importante whig y descubrir que era jacobita?

En ese momento me puse muy derecho, pues conocía la respuesta. Era tan evidente que me sorprendió. Había dado demasiadas cosas por sentadas y había pasado por alto muchos hechos que tenía en las mismas narices.

—Podéis estar seguro de que Yate conocía a ese whig —dije— y creo que también yo sé quién es. Cuando terminemos aquí esta noche, creo que voy a dejar Londres por unos días. Cuando regrese, espero que hayáis resuelto los problemas legales que penden sobre mi cabeza. De lo contrario, os aseguro que tendréis motivos para lamentarlo.

Mendes accedió a ponerse en contacto con la guardia, pues al ser uno de los hombres de Jonathan Wild podría utilizar su influencia y ayudarnos a eludir la justicia. Estuvo pavoneándose mientras esperábamos que llegaran los hombres del magistrado. Daba sorbitos a su vino, y comía de un plato de ave fría que había pedido, y sobre todo miraba fijamente a Dogmill. Parecía que Dogmill era un nuevo cuadro que había colgado en su casa.

Finalmente, el comerciante de tabaco no pudo tolerar más aquella descortesía.

—¿Por qué me miráis de esa forma?

—Debo decir —respondió— que el señor Wild va a quedar muy complacido con este nuevo giro de los acontecimientos. Él y vos habéis sido enemigos desde hace tiempo, pero ahora seréis amigos, y le alegrará tener un amigo como el señor Hertcomb en los Comunes.

—¿Cómo? —grité—. Mendes, no os pedí vuestra ayuda para que pudierais buscarle a Wild un parlamentario que haga lo que él le dice.

—Quizá no fuera ese vuestro propósito, pero lo habéis hecho. Ahora sabemos algo sobre Dogmill que es muy perjudicial, y Hertcomb es el hombre de Dogmill. Eso convierte al señor Hertcomb en hombre de Wild también. —Se volvió hacia mí—. Y no digáis nada. Os he salvado de la horca, Weaver. No os quejéis porque me tome una o dos cosillas en pago por mis esfuerzos.

Ninguno de nosotros dijo nada. Me había acostumbrado hasta tal punto a pedir ayuda a Mendes que confieso que había olvidado quién y qué era. En aquel momento casi deseé haber pasado el resto de mi vida exiliado y no haber puesto en manos del señor Wild al candidato a Westminster. Había permitido que el hombre más peligroso de Londres se volviera aún más peligroso.

Mendes, intuyendo el horror de la habitación, estaba radiante como una novia enamorada.

—Hay algo más —le dijo a Dogmill—. Hace unos años, tenía un perro que se llamaba Blackie. —Y dicho esto sacó la pistola y golpeó a Dogmill en la cabeza.

El comerciante de tabaco se desplomó. Mendes se volvió hacia Hertcomb.

—Ese desgraciado se enfrentó a mí. Hace tres años, pero no lo he olvidado. ¿Lo veis, tirado en el suelo con la cabeza sangrando? Lo veis, supongo. Pues no lo olvidéis, señor Hertcomb. Eso es lo que le pasa a la gente que se enfrenta a mí.

Esperamos la llegada de los guardias en silencio.

26

Tomé el coche correo hacia Oxfordshire, un trayecto de cierta duración bajo las mejores circunstancias; sin embargo la fortuna no me fue muy propicia. Llovió prácticamente durante todo el trayecto, y los caminos estaban en un estado lamentable. Conservé mi disfraz de Matthew Evans, pues no podía confiar en que la noticia de mi inocencia hubiera llegado a provincias tan deprisa como yo, y no deseaba que me arrestaran. Sin embargo, hube de enfrentarme a algunas pruebas, aunque no de carácter judicial. A medio camino, el carruaje quedó atascado en el fango y volcó. Nadie resultó herido, pero nos vimos obligados a seguir a pie hasta la posada más próxima y hacer allí nuevos arreglos.

Un viaje que hubiera debido durar menos de un día, me ocupó casi tres, pero finalmente llegué a la propiedad del juez Piers Rowley y llamé a las pesadas puertas de su casa. Entregué mi tarjeta de visita —la de Benjamin Weaver— al lacayo, pues no quería farsas con aquel representante de la ley. Ni que decir tiene que se me invitó a pasar enseguida.

No tuve que esperar más de cinco minutos. El juez llevaba una larga y vaporosa peluca que le cubría de forma eficaz las orejas, así que no pude ver el daño que le había hecho. Sin embargo, lo noté cansado y mucho más envejecido que la última vez que lo había visto. Aunque era un hombre recio, tenía las mejillas hundidas.

Para mi sorpresa, me dedicó una reverencia y me invitó a tomar asiento.

Yo no me sentía a gusto, y permanecí en pie más de lo que corresponde a un caballero a quien se ha pedido que se ponga cómodo.

—Veo —dijo el juez— que habéis venido a matarme por venganza o que habéis descubierto algo.

—He descubierto algo.

Él rió con suavidad.

—No sé si es este el desenlace que quería.

—Dudo que mi presencia aquí sea una buena noticia para vos —dije al cabo.

—No, pero sabía que pasaría. Sabía que no saldría nada bueno de juzgaros, ni de vuestra fuga. Pero un hombre no puede elegir siempre a su antojo, e incluso cuando lo hace, con frecuencia sus decisiones resultan dolorosas.

—Vos mandasteis a la mujer de la ganzúa.

Él asintió.

—Es la sirvienta de mi hermana. Una moza muy agradable. Si lo deseáis, puedo arreglarlo para que la conozcáis, pero descubriréis que os tiene mucho menos aprecio del que fingió.

—Sin duda. ¿Por qué lo hicisteis? Ordenasteis mi muerte y me procurasteis la libertad. ¿Por qué?

—Porque no podía permitir que fuerais ahorcado por un crimen que no habíais cometido, y no tenía más remedio que hacer que os condenaran a muerte. Me obligaron a hacerlo, y negarme hubiera sido mi ruina. Debéis entender que estaba dispuesto a sufrir esa ruina por no cometer un asesinato, pues a mi entender lo que se me pedía era un asesinato. Pero entonces se me ocurrió esa idea. Si podíais escapar de la cárcel, huiríais, y yo habría cumplido con mi deber sin arriesgarme. No podía imaginar que trataríais de limpiar vuestro nombre con tanto empeño.

—Sabiendo lo que sé ahora, lamento haber sido tan duro con vos.

Se llevó una mano al lado de la cabeza.

—No es menos de lo que merezco.

—No puedo decir qué merecéis, pero creo que era menos, pues trataréis de decirme la verdad. Griffin Melbury os ordenó que me condenarais a la horca. Me dijisteis la verdad aquella noche; sin embargo yo no os creí por una cuestión de fe. Supuse que estabais tratando de aprovecharos de mi ignorancia para predisponerme en contra de vuestro enemigo, pues vos sois whig y él es un tory. Pero estabais diciéndome la verdad.

Other books

The Sable Quean by Jacques, Brian
You're Kitten Me by Celia Kyle
Saved (Tempted #2) by Heather Doltrice
Edward Lee by Header
Need You Tonight by Marquita Valentine
Vampire Dreams by J. R. Rain
No Escape by Hilary Norman