Él asintió.
—Y podía ordenároslo porque él es jacobita y vos también.
Volvió a asentir.
—Cuando os arrestaron, Melbury convenció a algunos importantes hombres de nuestro círculo de que erais un peligro para nuestra causa. No puedo deciros sus nombres, solo diré que le creyeron, pues Melbury es un hombre convincente. Recibí la orden, y no osé desobedecerla, así que traté de desafiarla como mejor pude.
—¿Por qué quería Melbury verme muerto?
Él sonrió.
—¿No es evidente? Porque estaba celoso… y porque también os temía. Sabía que habíais cortejado a su esposa y creía que sospechabais de sus actividades contra los de Hanover. Pensaba que, por amor a su esposa, indagaríais en sus asuntos, averiguaríais sus conexiones políticas y lo descubriríais. Cuando Ufford os contrató, Melbury estaba fuera de sí de miedo e ira. Estaba seguro de que descubriríais su relación con el cura y lo denunciaríais ante todos. Pero entonces os arrestaron, y no pudo resistir la tentación de quitaros de en medio.
—Si los jacobitas querían perjudicarme, ¿por qué me han perdonado y hasta me han convertido en su héroe?
—Tras el juicio, cuando la chusma empezó a tomar partido por vuestra causa y Melbury no pudo justificar su ira hacia vos, sus deseos se desoyeron. Quería destruiros, pero no tenía apoyo en el interior del partido. Estaba furioso. Estaba convencido de que haríais lo que fuera por destruirlo a causa de su lealtad por el verdadero rey.
—Pero eso es un disparate. Jamás hubiera descubierto sus verdaderas tendencias de no ser por su obstinación en perseguirme.
Rowley se encogió de hombros.
—Es irónico, supongo, pero no es un disparate. Cada uno hace lo que puede para protegerse.
—Como hicisteis con Yate. Supongo que ahora entiendo por qué no lo condenasteis cuando se presentó en el juicio ante vos.
—Él se enteró de mi secreto. No sabría decir exactamente cómo, aunque a veces los hombres de alcurnia no somos tan cautos como debiéramos con los que están por debajo, y creo que en nuestro círculo hay quien realmente es un necio. Alguien con la lengua muy larga me ha costado muy caro.
—Y pronto le costará caro a Melbury.
—Será difícil demostrar que forma parte del grupo del rey exiliado. Ha ocultado sus conexiones muy bien.
—Es cierto. Jamás he oído que nadie sospeche de la relación de Melbury con el viejo rey.
Rowley rió.
—Y hacen bien. Yo no creo que lo apoye. Pero en estos años ha tenido ciertas dificultades económicas y hace un año dio con una ganga: vincularse con la causa del rey Jacobo a cambio de fondos para financiar su campaña. Os diré que en nuestra organización hay quien está harto de pagar sus deudas de juego, y el señor Melbury se ha convertido en un estorbo.
—Pero tiene poder —comenté.
—Por supuesto. Si sale elegido para la Cámara de los Comunes, como parece que sucederá, tendrá un puesto de cierta influencia. No podía desafiarle abiertamente cuando me ordenó que os declarara culpable, así que hice lo que pude.
—Y ahora ¿qué pensáis hacer?
Me miró.
—Creo que eso depende de vos, señor.
—Supongo. —No había tenido tiempo de meditar las consecuencias de mi visita. No esperaba que Rowley cooperaría de aquella forma, y esta cooperación me inclinaba a buscar una solución que no acabara con su ejecución por traición.
—Propongo —dije al cabo— que abandonéis el país. En estos momentos, señor, mi nombre ya habrá quedado restituido debido a otras actividades, y no necesito una confesión vuestra. No puedo permitir que conservéis vuestro cargo y actuéis según la corrupta voluntad de vuestros amos, pero tampoco deseo que muráis por lo que habéis hecho, puesto que elegisteis salvarme la vida. Creo que os visteis implicado en una difícil situación y la solucionasteis como os pareció mejor.
Rowley asintió. Mucho antes de que llegara aquel día, ya debía de saber que estaba derrotado, pues no pareció lamentarse mucho por lo que le proponía.
—¿Y qué hay del señor Melbury?
Ciertamente. ¿Qué había del señor Melbury? No podía permitir que un hombre que se había portado tan terriblemente mal conmigo quedara impune, pero tampoco soportaba que Miriam hubiera de compartir la ignominia de que se hiciera de dominio público su traición a la Corona. Si se le arrestaba y se le juzgaba por traidor, la vergüenza la mataría.
—Yo me ocuparé de Melbury —dije.
Rowley pestañeó solo una vez para demostrar que entendía. Entonces me preguntó si deseaba ser su invitado aquella noche y a mí me pareció una descortesía negarme. Así pues, me agasajó con una espléndida comida y los vinos más selectos de su bodega. Por la mañana partí, no poco pesaroso por haber sido yo quien exiliara a aquel hombre del país. Durante mucho tiempo lo había tenido por un bellaco sin principios, pero en aquel momento comprendí que en la mayoría de los hombres la villanía es solo cuestión de grados.
Cuando regresé a Londres, los periódicos no dejaban de hablar de la noticia: se me había exculpado de cualquier implicación en la muerte de Walter Yate. Los periódicos tories culpaban a los tribunales whigs. Los whigs culpaban a los disturbios con los trabajadores. Nadie me culpaba a mí, y eso era más que suficiente para que quedara satisfecho.
En Covent Garden, la violencia había disminuido considerablemente. Los whigs, comprendiendo que habían quedado como unos necios a raíz de las revelaciones aparecidas en relación con mi nombre, estaban menos predispuestos a utilizar métodos extremos para disuadir a los votantes, así que Dogmill llevó la campaña lo mejor que pudo y perdió frente a Melbury por menos de doscientos votos. Al menos, Wild se quedó sin su parlamentario. Dogmill se retiró a su negocio. Hertcomb se retiró a una vida de ociosidad.
Tras mi regreso, apenas vi a la señorita Dogmill. Una cosa era que la vieran por la ciudad con un caballero que solo ella sabía que era Benjamin Weaver. Y otra muy distinta que la vieran con Benjamin Weaver. Yo entendía que nuestros mundos eran completamente distintos y no la busqué, aunque ella acudió a mí en una ocasión unos meses más tarde, pues había perdido un reloj. Pasé varias semanas a su servicio antes de que descubriera que se le había caído detrás del sofá.
Por lo que se refiere al señor Melbury, jamás llegó a ocupar su escaño. El verano después de su elección, se descubrió un importante escándalo en el que el obispo de Rochester, a quien conocí en casa del señor Melbury, resultó ser el líder de una gran conspiración jacobita. El mismo señor Johnson, cuyo verdadero nombre era George Kelly, fue capturado por los mensajeros del rey. Irrumpieron en sus aposentos de improviso, aunque él se las arregló para mantener a raya a una docena de hombres con una espada en una mano mientras con la otra cogía sus papeles y los arrojaba al fuego; de esa forma mantuvo oculta la identidad de muchos de sus amigos conspiradores. A pesar de ello, un buen número de hombres fueron arrestados y cayeron en desgracia, y no me cabe duda de que Melbury hubiera estado entre ellos de haber seguido con vida.
Menos de un mes después del final de las elecciones, Melbury sufrió un terrible accidente una noche cuando volvía a casa desde una casa de apuestas. Lo encontraron entre el fango a la mañana siguiente, con una enorme herida en la cabeza. El magistrado determinó que la causa no era el robo, puesto que no le habían quitado nada. Muchos hombres declararon que había bebido en exceso aquella noche, así que el oficial de justicia de la Corona determinó que tanto pudo haberse caído como haber sido golpeado. Aunque sus heridas indicaban el uso de violencia, su muerte se calificó como un desafortunado accidente.
Traté de ponerme en contacto con la señora Melbury para ofrecerle mis condolencias, pero no quiso recibirme. Imaginé que me consideraba responsable de la muerte de su marido, pues me devolvió una de las notas que le mandé con unos garabatos donde indicaba que nunca volvería a hablarme.
Muchas gracias a Frank O'Groman por ayudarme a desmitificar el mundo de las elecciones en el siglo
XVIII
. También agradezco a Jim Jopling y a John Pipkin su perspicacia y sus consejos sobre los primeros esbozos del manuscrito.
Como siempre, estoy en deuda con la gente de Random House, particularmente con Dennis Ambrose y, una vez más, con mi editor, Jonathan Karp, cuyo sentido del humor, sabiduría y perspicacia hacen mi trabajo mucho más sencillo. No puedo expresar el enorme agradecimiento que siento por mi agente, Liz Darhansoff, por sus consejos y amistad.
También debo plasmar sobre el papel mi gratitud hacia mi familia, mi esposa, Claudia Stokes, por su ayuda, apoyo y paciencia; y nuestra hija Eleanor, por razones demasiado obvias y tontas para expresarlas. Y, puesto que ningún libro estaría completo sin dar las gracias al menos a un animal, debo mencionar el gran aprecio que siento por Tiki, que siempre se aseguraba de que me levantaba para el desayuno… el suyo, no el mío.
DAVID LISS, nació en el Sur de Florida (EE.UU.) en 1966. Estudioso de la novela del siglo XVIII, ha dado numerosas conferencias y ha publicado artículos sobre la obra de Henry James. Ha recibido varios premios por su trabajo, incluidos el Columbia Presidents Felloship y el Writing Dissertation Fellowship. Actualmente vive y trabaja en Nueva York.
[1]
En inglés perjurio se dice
perjury
, el protagonista, que no conoce la palabra porque es de clase baja, cree que es lo mismo que
jury
, que significa «jurado». (N. de la T.)
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[2]
La Alta y la Baja Iglesia (
High Church
y
Low Church
) son distintas facciones de la Iglesia anglicana. La Baja Iglesia hacía hincapié en la misión evangelizadora de la Iglesia y rechazaba la idea de una Iglesia con demasiada autoridad e influencia y un excesivo apego a los rituales y las formas, que es, justamente, lo que defendía la Alta Iglesia. (N. de la T.)
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[3]
Fleet Ditch era una zona de Londres en la que se tiraba todo tipo de basuras. Sigue existiendo, pero ha pasado a formar parte del alcantarillado de la ciudad. (N. de la T.)
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[4]
Los latitudinarios eran una rama de la Iglesia anglicana del siglo
XVIII
que aceptaba la organización episcopal pero rechazaba que la Iglesia tuviera origen o autoridad divinos. (N. de la T.)
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