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Authors: Matilde Asensi

Tags: #Aventuras, Histórico

La conjura de Cortés (34 page)

BOOK: La conjura de Cortés
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—¿Me vas a decir ya dónde están padre y los pequeños o me harás esperar, en verdad, hasta después de la comida? —porfió mi señor esposo mirando derechamente a su hermano menor, que bebía un sorbo de vino de una copa.

—No, no te voy a hacer esperar —repuso Carlos, limpiándose los labios con el brazo—. Ni tampoco a vuestra merced, doña Catalina. Sólo sentía el apremio de quitarme de encima a esos malditos soldados y a ese pulido capitán Díaz del Castillo. ¡Qué gentes tan engreídas y disciplinadas!

—Éste no nació para los Tercios —se rió el señor Juan.

—Ni para los Tercios ni para la Iglesia —declaró Carlos con grande convencimiento entretanto se me allegaba y me hacía entrega de un pergamino lazado y lacrado—. Escrito de puño y letra por el mismísimo virrey de la Nueva España. Y eso que está tan ciego como don Bernardo y que, como él, se sujeta los anteojos con cordoncillos.

Rompí el lacre y leí en voz alta el contenido para que todos lo conociesen al mismo tiempo que yo. El virrey me daba las gracias por salvar a la Nueva España y al imperio y lo hacía con unas palabras y una letra tan florida que daba gusto leerlo. Me hacía saber que se hallaba a la espera de la inminente llegada, gracias a la premura de los avisos
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de la Casa de Contratación, de los documentos que le había solicitado al rey Felipe el Tercero por los cuales quedaban derogadas tanto la real disposición contra don Martín Nevares y doña Catalina Solís por los asesinatos de don Fernando, doña Juana, don Diego y doña Isabel Curvo, como la real orden de apresamiento contra don Esteban Nevares, ya fallecido, y don Martín Nevares, su hijo, por crímenes de lesa majestad, a saber, contrabando y mercadeo de armas con el enemigo en tiempos de guerra. Asimismo, le había solicitado también al rey una instrucción para que le fueran restituidas a doña Catalina Solís todas sus propiedades, heredadas o adquiridas, tanto en España como en el Nuevo Mundo. Y, por último, y dado que las personas de don Martín Nevares y doña Catalina Solís no eran sino sólo una —la mentada doña Catalina Solís—, el virrey había requerido de Felipe el Tercero que le concediera a ésta el título de duquesa de Sanabria, pues tal era el nombre de su palacio en Sevilla. A los efectos de la Nueva España y por su autoridad virreinal, todo se hallaba ya en ejecución salvo el asunto del ducado, que sólo podía provenir del propio rey. Para finalizar, tornaba a agradecerme, en su nombre y en el de la Corona, el grande servicio prestado al imperio desbaratando la conjura que pretendía dividirlo.

En un segundo pliego, me explicaba que siendo asunto tan complicado para la Real Audiencia y la Real Hacienda organizar la recuperación del tesoro, se precisaban, a lo menos, dos semanas para disponer toda la intendencia, por lo que hasta el jueves que se contaban cuatro días del mes de diciembre o el viernes que se contaban cinco, no le sería posible llegar a Cuernavaca con los contadores, tesoreros, veedores y factores del Tribunal de Cuentas y con los escribanos, secretarios, fiscales y oficiales reales de la Audiencia, así como con el recuaje de mulas preciso para el traslado. Por eso, faltando aún, pues, quince días, se había determinado a realizar una visita de inspección que tenía pendiente por algunas ciudades al norte de México y ésa era la razón por la que fray Alfonso y sus dos hijos menores no regresaban todavía, pues el franciscano había mostrado mucho interés en acompañarle en su viaje. Arribarían todos juntos, como me había dicho, el jueves cuatro o el viernes cinco. Entretanto, el capitán Nuño Díaz del Castillo, al mando de las tropas que protegían el lugar, se hallaba totalmente a mi disposición para cualquier cosa que fuera menester.

Como despedida, el virrey tornaba de nuevo a darme las gracias por salvar al imperio y me anunciaba que cuanto decía su carta ya se estaba dando a conocer con bandos y pregones por toda la Nueva España (y, a no mucho tardar, por toda Sevilla y por toda España) para que los conspiradores conocieran que la conjura había sido descabezada y que todo había sido obra de Martín Ojo de Plata o, lo que era lo mismo, de doña Catalina Solís, quien, ejecutando una venganza contra la familia Curvo jurada a su señor padre en su lecho de muerte, topó fortuitamente con la conspiración y, poniendo su vida, su honor y su hacienda en entredicho y en grande peligro, y con la justicia y las autoridades en su contra, la desbarató ella sola por el bien de España, hallando también un inmenso tesoro que los Curvo y los López de Pinedo habían acopiado para comprar voluntades y ejércitos con vistas al alzamiento. Discretamente, don Luis de Velasco me participaba la inconveniencia de mezclar al grande conquistador de la Nueva España, don Hernán Cortés, y a su familia en el asunto de la conjura pues podía redundar en deservicio del reino. El virrey esperaba asimismo que todas las determinaciones adoptadas fueran suficientes para limpiar mi nombre por todo el imperio, sin menoscabo, por supuesto, de la celebración oficial que tendría lugar en el Real Palacio de México el día domingo que se contaban veinte y uno del mes de diciembre, cuatro antes de la Natividad, para hacerme entrega públicamente de los documentos reales de perdón y restitución que para esa fecha, de seguro, ya habrían arribado, así como para proceder a la concesión del título de duquesa de Sanabria.

—Lo que dice de los bandos y pregones es absolutamente cierto —afirmó Carlos Méndez—. No sólo lo he visto en México-Tenochtitlán sino también por todos los pueblos y ciudades por los que pasé con los soldados de camino hacia aquí.

Eran unas nuevas magníficas y, aunque hubiéramos debido estar dando saltos de alegría, bebiendo y bailando en torno a la hoguera, nadie se movió tras las palabras de mi joven cuñado. Quienes nada conocían miraban a diestra y siniestra con sonrisas extrañadas. Fue el señor Juan quien rompió el silencio:

—¿El día veinte y uno de diciembre? —preguntó, consternado.

—Eso dice la misiva —asentí con tristeza.

—¡Es el segundo aniversario de la muerte de tu señor padre! —clamó—. ¡No te es dado acudir a esa fiesta!

Juanillo, con un gesto de pesadumbre, se mostró conforme. Cumplido el juramento, no era correcto quebrantar el luto y mucho menos con una grande celebración.

—¡Déjese de majaderías, señor Juan! —soltó Rodrigo, golpeándose las rodillas con las manos como si, a tal punto, despertara de un sueño—. ¿Acaso no ve que es la manera que tiene el viejo maestre de darle a su hijo su bendición y beneplácito?

—¡Duquesa de Sanabria! —exclamó asombrado mi señor esposo—. ¿Y yo, entonces, qué seré? ¿Duque?

—¡Olvídalo, ambicioso esportillero del demonio! —siguió tronando el de Soria—. La duquesa será ella y tú sólo el consorte. Vuestros hijos, si los tenéis, heredarán el título, mas tú te quedarás de comparsa y de adorno para toda tu vida.

—¡Mira que eres bruto e ignorante, Rodrigo! —le atajé—. El consorte de una duquesa es duque por matrimonio. Hazte a la idea, por el bien de la cordura de todos, de que Alonso va a ser duque de Sanabria.

—¡Antes me rebano la lengua que llamar duque a éste! —profirió con desprecio.

—Pues sigue llamándome tonto, esportillero, truhán, comparsa, adorno o lo que te plazca —le dijo, riendo, mi señor esposo—, mas a Catalina tendrás que tratarla de duquesa, tanto si quieres como si no.

—¡También me rebano antes la lengua! —rugió mi compadre.

CAPÍTULO V

La soleada y luminosa mañana del veinte y uno de diciembre del año de mil y seiscientos y ocho, crucé a caballo una ancha y luenga calzada sobre la laguna de Texcoco y fui recibida en la opulentísima México-Tenochtitlán por un nutrido grupo de damas de las más nobles e ilustres familias de la ciudad que acudieron en sus palafrenes y sillones de plata ataviadas con muy ricas sayas y aderezadas con admirables joyas. Era un acogimiento extraño puesto que debían haber sido los miembros de la Real Audiencia los que me recibieran bajo un hermoso y elaborado arco triunfal, mas yo supliqué que todo aconteciera de manera más sencilla y sin grandes boatos. Y aquellas prestigiosas y alborotadas damas eran la respuesta. A no mucho tardar, perdí de vista a mi señor esposo y a mis compadres y, con la sola compañía de Zihil (a quien también perdí después), fui llevada por las inmensas calles de México —llenas de gentes que me vitoreaban, aplaudían y requebraban— hasta la casa de la familia Alvarado, donde fui bañada, perfumada y depilada por más de recibir imprescindibles arreglos en los cabellos y en las manos. Las doncellas de la familia me pintaron el rostro con solimán y colorete, me alcoholaron los ojos con antimonio y me vistieron, enjoyaron y cubrieron, por fin, con una muy grande capa bordada de oro cuya falda era portada por dos pajecillos que se sentaron en el pescante del coche cerrado en el que fui trasladada hasta el Real Palacio de México para acudir a la fiesta que se celebraba en mi honor.

Cuando salí del coche y alcé el rostro hacia el cielo, recordando con tristeza que era el aniversario de la muerte de mi señor padre, don Esteban Nevares, una multitud exaltada, la más grande que yo había visto reunida en todos los años de mi vida, compuesta por españoles, indios, mestizos, negros, mulatos, chinos y otros semejantes, principió a aclamarme y a aplaudir con fervor, como si yo fuera la reina de España o la salvadora del mundo. Aquella plaza Mayor de México, alumbrada con luminarias pues ya principiaba a oscurecer, era, a no dudar, la más extensa y grandiosa de cuantas hubiera en todo lo descubierto de la tierra, pues sus anchuras no podían ser concebidas por el entendimiento humano. Adornada por altos y soberbios edificios por todos los cuatro costados, resultaba de una belleza y majestad sin igual.

Frente a mí se hallaba la fachada del Real Palacio. Eran cerca de las seis horas de la tarde, según pude ver en el reloj que lo coronaba. Un cuerpo de guardia, formado por dos hileras de soldados con picas, despejaba el luengo camino desde el coche hasta la puerta central del palacio (pues tenía tres, rematadas con escudos), impidiendo que la ruidosa multitud me cortara el paso o se abalanzara sobre los miembros de la Real Audiencia, que, ahora sí, acompañados por la más preclara nobleza novohispana, los caballeros de hábito y lustre, Su Ilustrísima el arzobispo de México, el cabildo de la Iglesia Mayor, el Inquisidor General y sus ministros, el cabildo municipal, el alguacil mayor y muchos otros, me recibieron con la gravedad y compostura que correspondía a su dignidad. Con todo, vi en los ojos de aquellos varones que los trabajos obrados en casa de los Alvarado habían logrado su propósito y que el vestido blanco, ricamente aderezado con recamados y bordados de oro y perlas, me había mudado de nuevo en la exquisita y bella dama que había sido en Sevilla. Por más, en casa de los Alvarado, entre unos arreglos y otros, había sido instruida sobre el proceder correcto para un acontecimiento como el que iba a celebrarse esa noche. Sólo señalaré que había muchas más reglas y normas que en España pues, para empezar, debía comportarme con modestia, caminar despaciosamente, poner los ojos siempre en tierra con honestísima vergüenza, hablar poco y con blandura y no mostrarme alterada o turbada por razón alguna. Y eso sólo era el principio. Hasta el número de pasos que debía dar hacia uno o hacia otro estaban reglados. Me hallaba tan preocupada por recordar cuanto me habían dicho que me sentía el estómago sacado de sus quicios.

Al fin, tras reverencias, saludos y besamanos que se prolongaron por casi una hora, pude acceder al zaguán del Real Palacio, desde el cual fui conducida con la mayor de las cortesías hasta la galería de audiencias públicas, donde sobre una tarima cubierta de alfombras, bajo un baldaquín de brocado, se hallaba majestuosamente sentado sobre almohadones de terciopelo negro el virrey de la Nueva España, don Luis de Velasco el joven (que no sé a qué añadirle tal apelativo cuando el hombre tenía hasta setenta y cuatro años de edad, según él mismo me había confesado en Cuernavaca).

El virrey no me sonrió. Yo no lo esperaba. Por más, su mirada tras los anteojos era hosca y mostraba a las claras que se sentía valederamente furioso. Me allegué hasta él caminando muy despaciosamente sobre una estrecha alfombra que sólo yo pisaba.

La nobleza, que destacaba por sus vestidos con botones de oro y joyas de inestimable valor, así como las autoridades civiles, militares y religiosas que me habían recibido en la puerta, principiaban a llenar la galería, cuyos muros se hallaban cubiertos por ricas pinturas con las figuras del rey y de sus antepasados, tapices flamencos y hermosos guadamecíes. Incontables lacayos ataviados con jubones de tela de oro, fajas de raso morado, calzas acuchilladas y capas se apostaban por los rincones y vigilaban las puertas. Mármoles, tapicerías y molduras terminaban por convertir aquel lugar en un Salón del Trono como el que debía de existir en San Lorenzo del Escorial para los monarcas españoles.

Me allegué hacia el virrey haciendo las tres reverencias que me habían indicado y, como respuesta a ello, el virrey debía ponerse en pie y dar otros tantos pasos hacia mí aunque sin salirse de la tarima con baldaquín. Mas don Luis no se movió de su sitial y no dejó de mirarme torcidamente entretanto me allegaba. Un murmullo de sorpresa se escuchó en la galería. Lo que el virrey estaba obrando —o, por mejor decir, lo que no estaba obrando— era una afrenta muy grande y totalmente inesperada a mi persona en un día como aquél. Yo no sentía la menor inquietud pues todo acontecía conforme había esperado y no me fue dado ocultar una muy grande sonrisa de satisfacción por lo que iba a acontecer, una de esas sonrisas que expresamente prohibía el estricto ceremonial mexicano.

Don Luis de Velasco, finalmente, se incorporó. Era un anciano de buena estatura, enjuto y seco como los Curvo, de luenga barba blanca acabada en punta más abajo de la gorguera escarolada, de frente arrugada, nariz judaica y enormes orejas en torno a las cuales se anudaba los cordoncillos que le sujetaban los pesados anteojos. Vestía de negro de los pies a la cabeza aunque sobre el pecho del coleto llevaba bordada la roja cruz de la Orden de Santiago.

Haciendo un gesto elegante, me arrodillé en el canto de la tarima del virrey y, en voz alta, le pedí que me diera su mano para besársela. Don Luis no se movió de donde estaba. El murmullo en la galería creció como la espuma de la mar un día de tormenta. En lugar de eso, el virrey me dijo con recia voz:

—Doña Catalina, ocupad la silla rasa que han dispuesto para vuestra merced a mi diestra.

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