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Authors: Bertrand Russell

Tags: #Ensayo, #filosofía

La conquista de la felicidad

BOOK: La conquista de la felicidad
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Bertrand Russell

La conquista de la felicidad

ePUB v1.1

lázaro
7.11.11

Título original:
The Conquest of Happiness

Año de publicación:
1930

Traducción:
Juan Manuel Ibeas

Ilustración de cubierta:
Andrew David

ISBN:
84-9759-288-3

 

Bertrand Russell es, a su modo, uno de los últimos grandes humanistas de Occidente. En
La conquista de la felicidad
, hay un libro punzante y de estilo diáfano, una evidente prueba de su marcha en pos de la felicidad terrestre y mundana. Podría vérselo como una obra de autoayuda... si no fuera porque se trata de un proyecto, de raigambre estoica, de repensar el ser humano y su posición en el mundo.

Así lo expresa en el prefacio de su obra: "Este libro no va dirigido a los eruditos ni a los que consideran que un problema práctico no es más que un tema de conversación. No encontrarás en las páginas que siguen ni filosofías profundas ni erudición profunda. Tan sólo me he propuesto reunir algunos comentarios inspirados, confío yo, por el sentido común. Lo único que puedo decir a favor de las recetas que ofrezco al lector es que están confirmadas por mi propia experiencia y observación, y que han hecho aumentar mi propia felicidad siempre que he actuado de acuerdo con ellas. Sobre esta base, me atrevo a esperar que, entre las multitudes de hombres y mujeres que padecen infelicidad sin disfrutar de ello, algunos vean diagnosticada su situación y se les sugiera un método de escape. He escrito este libro partiendo de la convicción de que muchas personas que son desdichadas, pueden llegar a ser felices si hacen un esfuerzo bien dirigido...".

 

Bertrand Arthur William Russell
nació en Trelleck Gales, Inglaterra, dentro de una familia perteneciente a la nobleza. Perdió a sus padres a la edad de tres años y fue educado por sus abuelos paternos. Su abuelo lord John Russell fue primer ministro de Inglaterra en dos ocasiones. Recibió una educación muy esmerada y se especializó en filosofía y matemáticas. Trabajó como profesor en diferentes universidades y dio muchas conferencias. Se casó cuatro veces, sus tres primeros matrimonios acabaron en divorcio. Tuvo tres hijos. En 1903 publicó su primera obra,
Los principios de las matemáticas
. A Russell se le considera como uno de los padres de la Filosofía Analítica moderna. En el campo de la filosofía sus pensamientos giraron inicialmente alrededor del Idealismo Absoluto y más tarde del Atomismo Lógico y del Realismo, lo que le valió el Premio Nobel en 1950. Fundador del movimiento
Pugwash
(con Einstein, 1953), contra el armamentismo nuclear, destacó por sus avanzadas concepciones pedagógicas en una sociedad excesivamente puritana. Entre sus obras destacan, además de
La conquista de la felicidad
,
De la educación
,
Matrimonio y moral
y
Teoría y práctica del bolchevismo
.

prólogo

Una lección de sentido común

No sé —nadie puede saber, creo yo— si en el siglo XX la gente ha sido más feliz o menos que en otras épocas. No hay estadísticas fiables de la dicha (v. gr.: ¿nos hace más felices la televisión o el fax?) y aunque los mucho mejor acreditados índices del infortunio —guerras con armas de exterminio masivo contra la población civil, matanzas raciales, campos de concentración, totalitarismo policial, etc.— resultan francamente adversos, no me atrevería a sacar una conclusión de alcance general. Se dice que el siglo ha sido cruel, pero repasando la historia no encontramos ninguno decididamente tierno. Parafraseando a Tolstói (quien a su vez quizá se inspiró en una observación de Hegel) deberíamos atrevernos a afirmar que los siglos felices no pertenecen a la historia pero que cada una de las centurias desdichadas que conocemos ha tenido su propia forma de infelicidad...

Lo que sí podemos asegurar es que los grandes pensadores de los últimos cien años no han destacado precisamente por su visión optimista de la vida. Tanto el nazi Heidegger como el
gauchiste
Sartre compartían un ideario existencial marcado por la angustia, cuando no por el agobio: el hombre es un ser-para-la-muerte, una pasión inútil. La noción de felicidad les parecía —a ellos y a tantos otros— un término trivial, tramposo, inasible. Querer ser feliz es uno de tantos espejismos propios de la sociedad de consumo, un tópico ingenuo de canción ligera, el rasgo complaciente que degrada el final de muchas películas americanas, en una palabra: una auténtica
horterada
. Y solo hay algo más hortera o más vacuo que querer llegar a ser feliz: dar consejos sobre cómo conseguirlo. Cuanto más desengañado de la felicidad se encuentre un filósofo contemporáneo, más podrá presumir de perspicacia: la energía que ponga en desanimar a los ingenuos cuando acudan a él pidiendo indicaciones sobre cómo disfrutar de la vida servirá para establecer ante los doctos su calibre intelectual. Y sin embargo ¿acaso no es la pregunta acerca de cómo vivir mejor la primera y última de la filosofía, la única que en su inexactitud y en su ilusión nunca podrá reducirse a una teoría estrictamente científica?

El modernísimo Nietzsche aseguró en su
Genealogía de la moral
que lo de querer a toda costa ser felices es dolencia que solo aqueja a unos cuantos pensadores ingleses. Se refería probablemente, entre otros, a John Stuart Mill, quien fue precisamente el padrino de Bertrand Russell. Y hace falta sin duda ser heredero de todo el sabio candor y el desenfado pragmático anglosajón para escribir tranquilamente como Russell sobre la
conquista
de la felicidad, esa plaza que según algunos no merece la pena intentar asaltar y según los más ni siquiera existe. Claro que esta empresa tan ambiciosa debe comenzar paradójicamente por un acto de humildad y es más, por un acto de humildad que contradice frente a frente una de las actitudes espirituales más comunes en nuestra época, la de considerar la desventura interesante en grado sumo. Como dice Russell, «las personas que son desdichadas, como las que duermen mal, siempre se enorgullecen de ello». Este es el primer obstáculo a vencer si uno pretende intentar ser feliz, dejar de intentar a toda costa ser «interesante».

Por supuesto, Russell no ignora que muchas de las causas que pueden acarrear nuestra desdicha escapan a nuestro control individual: guerras, enfermedades, accidentes, situaciones inicuas de explotación económica, tiranías... En otros de sus libros se ocupó de las que son menos azarosas y de los caminos a veces revolucionarios que han de seguir las sociedades para librarse de tales amenazas. La principal de sus propuestas pacifistas, constituir una especie de Estado Mundial que impidiese las guerras entre naciones y procurase el bien común de la humanidad, sigue siendo la gran asignatura pendiente de la política en los albores del siglo XXI. Pero en este libro se dirige a un público diferente. Supone un lector con razonable buena salud, con un trabajo no esclavizador que le permite ganarse la vida sin atroces agobios, que vive en un país donde está vigente un régimen político democrático y a quien no afecta personalmente ningún accidente fatal. Es decir, aquí Russell escribe para
privilegiados
que no luchan por su mera supervivencia, que disfrutan de una existencia soportable pero que quisieran que fuese realmente satisfactoria... o para aquellos, aún más frecuentes, empeñados en hacerse insoportable a sí mismos una vida que objetivamente no tendría por qué serlo.

Como la obra fue escrita en el período de entreguerras, a comienzos de los años treinta (la época en que Bertrand Russell gozaba de su máxima influencia como pensador social pero todavía sulfurosa y teñida de escándalo pues aún no se había convertido en el venerado patriarca del inconformismo que luego llegó a ser), los «hombres modernos» a los que se dirige somos y no somos ya nosotros. En ciertos aspectos ese mundo es como el nuestro y hasta encontramos perspicaces profecías, por ejemplo, referidas a la natalidad en Occidente: «Dentro de pocos años, las naciones occidentales en conjunto verán disminuir sus poblaciones, a menos que las repongan con inmigrantes de zonas menos civilizadas». Pero ni siquiera alguien tan clarividente como Russell, preocupado como estaba por la condición de la mujer, es
capaz
de calibrar del todo el vuelco familiar y laboral que habría de suponer la emancipación femenina ya en curso; ni tampoco puede medir el papel que los audiovisuales comercializados debían llegar a desempeñar pocos años después, lo cual le permite afirmaciones que a un español de hoy le resultan dolorosamente anticuadas: «El que disfruta con la lectura es aún más superior que el que no, porque hay más oportunidades de leer que de ver fútbol». En algunos pasajes me parece que es pudorosamente autobiográfico, como cuando en el capítulo «Cariño» retrata al niño carente de calidez paternal (él se quedó huérfano de padre y madre muy pronto, siendo criado por su rigorista abuela) que busca crearse intelectualmente un mundo seguro de certezas filosóficas que le ampare ante la vorágine inmisericorde de la realidad...

Aunque Russell es un crítico exigente de la sociedad industrial contemporánea, en modo alguno consiente en idealizar supuestos paraísos rurales y artesanos del ayer. A diferencia de esos denostadores de la «trivialidad» de las diversiones audiovisuales modernas —los cuales parecen suponer que antes de inventarse la televisión todo el mundo pasaba su tiempo leyendo a Shakespeare, reflexionando sobre Platón o interpretando a Mozart— Russell subraya el enorme tedio que debía de planear sobre las sociedades anteriores al maquinismo y sus entretenimientos. En realidad, el
aburrimiento
siempre ha sido la verdadera maldición de la humanidad, de la que provienen la mayor parte de nuestras fechorías. Las sociedades preindustriales agrícolas debían de ser inmensamente tediosas (Russell insinúa, a mi juicio con poco fundamento, que los miembros masculinos de las tribus de cazadores lo pasaban bastante bien) pero gracias a la superstición religiosa rentabilizaban mejor el aburrimiento. En cambio hoy «nos aburrimos menos que nuestros antepasados, pero tenemos más miedo de aburrirnos». Y ese es en efecto nuestro problema: no hay nada más desesperadamente aburrido que el temor constante a aburrirse, la obligación de hallar diversiones externas. Salvo un puñado de personas creativas —sobre todo científicos, artistas y gente humanitaria que convierte la compasión en tarea absorbente— al resto de la humanidad no le queda más remedio que fastidiar al prójimo, morirse de fastidio... o comprar algo. En fin, esperemos que internet alivie un poco los peores efectos de nuestra trágica condición.

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