Sin embargo, no todo cariño tiene este efecto de animar a la aventura. El afecto que se da debe ser fuerte y no tímido, desear la excelencia del ser amado más que su seguridad, aunque, por supuesto, no sea indiferente a la seguridad. La madre o niñera timorata, que siempre está advirtiendo a los niños de los desastres que pueden ocurrirles, que piensa que todos los perros muerden y que todas las vacas son toros, puede infundirles aprensiones iguales a las suyas, haciéndoles sentir que nunca estarán a salvo si se apartan de su lado. A una madre exageradamente posesiva, esta sensación por parte del niño puede resultarle agradable: le interesa más que el niño dependa de ella que su capacidad para enfrentarse al mundo. En este caso, lo más probable es que a largo plazo al niño le vaya aún peor que si no le hubieran querido nada. Los hábitos mentales adquiridos en los primeros años tienden a persistir toda la vida. Muchas personas, cuando se enamoran, lo que buscan es un pequeño refugio contra el mundo, donde puedan estar seguras de ser admiradas aunque no sean admirables y elogiadas aunque no sean dignas de elogios. Para muchos hombres, el hogar es un refugio contra la verdad: lo que buscan es una compañera con la que puedan descansar de sus miedos y aprensiones. Buscan en sus esposas lo que obtuvieron antes de una madre incompetente, y aun así se sorprenden si sus esposas les consideran niños grandes.
Definir el mejor tipo de cariño no es nada fácil, ya que, evidentemente, siempre habrá en él algún elemento protector. No somos indiferentes a los dolores de las personas que amamos. Sin embargo, creo que la aprensión o temor a la desgracia, que no hay que confundir con la simpatía cuando realmente ha ocurrido una desgracia, debe desempeñar el mínimo papel posible en el cariño. Tener miedo por otros es poco mejor que tener miedo por nosotros mismos. Y además, con mucha frecuencia es solo un camuflaje de los sentimientos posesivos. Al infundir temores en el otro se pretende adquirir un dominio más completo sobre él. Esta, por supuesto, es una de las razones de que a los hombres les gusten las mujeres tímidas, ya que al protegerlas sienten que las poseen. La cantidad de solicitud que una persona puede recibir sin salir dañada depende de su carácter: una persona fuerte y aventurera puede aguantar bastante sin salir perjudicada, pero a una persona tímida le conviene esperar poco en este aspecto.
El afecto recibido cumple una función doble. Hasta ahora hemos hablado del tema en relación con la seguridad, pero en la vida adulta tiene un propósito biológico aún más importante: la procreación. Ser incapaz de inspirar amor sexual es una grave desgracia para cualquier hombre o mujer, ya que les priva de las mayores alegrías que puede ofrecer la vida. Es casi seguro que, tarde o temprano, esta privación destruya el entusiasmo y conduzca a la introversión. Sin embargo, lo más frecuente es que una niñez desgraciada genere defectos de carácter que dejan incapacitado para inspirar amor más adelante. Seguramente, esto afecta más a los hombres que a las mujeres, ya que, en general, las mujeres tienden a amar a los hombres por su carácter mientras que los hombres tienden a amar a las mujeres por su apariencia. Hay que decir que, en este aspecto, los hombres se muestran inferiores a las mujeres, ya que las cualidades que los hombres encuentran agradables en las mujeres son, en conjunto, menos deseables que las que las mujeres encuentran agradables en los hombres. Sin embargo, no estoy seguro de que sea más fácil adquirir buen carácter que adquirir buen aspecto; en cualquier caso, las medidas necesarias para lograr esto último son más conocidas, y las mujeres se esfuerzan más en ello que los hombres en formarse un buen carácter.
Hasta ahora hemos hablado del cariño que recibe una persona. Ahora me propongo hablar del cariño que una persona da. También hay dos tipos diferentes: uno es, posiblemente, la manifestación más importante del entusiasmo por la vida, mientras que el otro es una manifestación de miedo. El primero me parece completamente admirable, mientras que el segundo es, en el mejor de los casos, un simple consuelo. Si vamos en un barco en un día espléndido, bordeando una costa muy hermosa, admiramos la costa y ello nos produce placer. Este placer se deriva totalmente de mirar hacia fuera y no tiene nada que ver con ninguna necesidad desesperada nuestra. En cambio, si el barco naufraga y tenemos que nadar hacia la costa, esta nos inspira un nuevo tipo de amor: representa la seguridad contra las olas, y su belleza o fealdad dejan de ser importantes. El mejor tipo de afecto es equivalente a la sensación del hombre cuyo barco está seguro; el menos bueno corresponde a la del náufrago que nada. El primero de estos tipos de afecto solo es posible cuando uno se siente seguro o indiferente a los peligros que le acechan; el segundo tipo, en cambio, está causado por la sensación de inseguridad. La sensación generada por la inseguridad es mucho más subjetiva y egocéntrica que la otra, ya que se valora a la persona amada por los servicios prestados y no por sus cualidades intrínsecas. Sin embargo, no pretendo decir que este tipo de afecto no desempeñe un papel legítimo en la vida. De hecho, casi todo afecto real combina algo de los dos tipos, y si el afecto cura realmente la sensación de inseguridad, el hombre queda libre para sentir de nuevo ese interés por el mundo que se apaga en los momentos de peligro y miedo. Pero, aun reconociendo el papel que este tipo de afecto desempeña en la vida, seguimos sosteniendo que no es tan bueno como el otro tipo, porque depende del miedo y el miedo es malo, y también porque es más egocéntrico. El mejor tipo de afecto hace que el hombre espere una nueva felicidad, y no escapar de una antigua infelicidad.
El mejor tipo de afecto es recíprocamente vitalizador; cada uno recibe cariño con alegría y lo da sin esfuerzo, y los dos encuentran más interesante el mundo como consecuencia de esta felicidad recíproca. Existe, sin embargo, otra modalidad que no es nada rara, en la que una persona le chupa la vitalidad a la otra; uno recibe lo que el otro da, pero a cambio no da casi nada. Algunas personas muy vitales pertenecen a este tipo vampírico. Extraen la vitalidad de una víctima tras otra, pero mientras ellos prosperan y se hacen cada vez más interesantes, las personas de las que viven se van quedando apagadas y tristes. Esta gente utiliza a los demás para sus propios fines, y nunca les consideran como un fin en sí mismos. En realidad, no les interesan las personas a las que creen que aman en cada momento; solo les interesa el estímulo para sus propias actividades, que pueden ser de tipo muy impersonal. Evidentemente, esto se debe a algún defecto de carácter, pero no es fácil diagnosticarlo ni curarlo. Es una característica que suele estar asociada con una gran ambición, y yo diría que se basa en una opinión exageradamente unilateral de lo que constituye la felicidad humana. El afecto, en el sentido de auténtico interés recíproco de dos personas, una por la otra, y no solo como un medio para que cada uno obtenga beneficios sino como una combinación con vistas al bien común, es uno de los elementos más importantes de la auténtica felicidad, y el hombre cuyo ego está tan encerrado entre muros de acero que le resulta imposible expandirse de este modo se pierde lo mejor que la vida puede ofrecer, por muchos éxitos que logre en su carrera. La ambición que no incluye el afecto en sus planes suele ser consecuencia de algún tipo de resentimiento u odio a la raza humana, provocado por una infancia desgraciada, por injusticias sufridas posteriormente o por cualquiera de las causas que conducen a la manía persecutoria. Un ego demasiado fuerte es una prisión de la que el hombre debe escapar si quiere disfrutar plenamente del mundo. La capacidad de sentir auténtico cariño es una de las señales de que uno ha escapado de esta cárcel del ego. Recibir cariño no basta; el cariño que se recibe debe liberar el cariño que hay que dar, y solo cuando ambos existen en igual medida se hacen realidad sus mejores posibilidades.
Los obstáculos psicológicos y sociales que impiden el florecimiento del cariño recíproco son un grave mal que el mundo ha padecido siempre y sigue padeciendo. A la gente le cuesta trabajo conceder su admiración, por miedo a equivocarse; y le cuesta trabajo dar amor, por miedo a que les haga sufrir la persona amada o un mundo hostil. Se fomenta la cautela, tanto en nombre de la moral como en nombre de la sabiduría mundana, y el resultado es que se procura evitar la generosidad y el espíritu aventurero en cuestiones afectivas. Todo esto tiende a producir timidez e ira contra la humanidad, ya que mucha gente queda privada durante toda su vida de una necesidad fundamental, que para nueve de cada diez personas es una condición indispensable para ser feliz y tener una actitud abierta hacia el mundo. No hay que suponer que las personas consideradas inmorales sean superiores a las demás en este aspecto. En las relaciones sexuales casi nunca hay nada que pueda llamarse auténtico cariño; muchas veces hay incluso una hostilidad básica. Cada uno trata de no entregarse, intenta mantener su soledad fundamental, pretende mantenerse intacto, y, por tanto, no fructifica. Estas experiencias no tienen ningún valor fundamental. No digo que deban evitarse estrictamente, ya que las medidas que habría que adoptar para ello interferirían también con las ocasiones en que podría crecer un cariño más valioso y profundo. Pero sí digo que las únicas relaciones sexuales que tienen auténtico valor son aquellas en que no hay reticencias, en que las personalidades de ambos se funden en una nueva personalidad colectiva. Entre todas las formas de cautela, la cautela en el amor es, posiblemente, la más letal para la auténtica felicidad.
13
De todas las instituciones que hemos heredado del pasado, ninguna está en la actualidad tan desorganizada y mal encaminada como la familia. El amor de los padres a los hijos y de los hijos a los padres puede ser una de las principales fuentes de felicidad, pero lo cierto es que en estos tiempos las relaciones entre padres e hijos son, en el 90 por ciento de los casos, una fuente de infelicidad para ambas partes, y en el 99 por ciento de los casos son una fuente de infelicidad para al menos una de las dos partes. Este fracaso de la familia, que ya no proporciona la satisfacción fundamental que en principio podría proporcionar, es una de las causas más profundas del descontento predominante en nuestra época. El adulto que desea tener una relación feliz con sus hijos o proporcionarles una vida feliz debe reflexionar a fondo sobre la paternidad; y después de reflexionar, debe actuar con inteligencia. El tema de la familia es demasiado amplio para tratarlo en este libro, excepto en relación con nuestro problema particular, que es la conquista de la felicidad. E incluso en relación con este problema, solo podemos hablar de mejoras que estén al alcance de cada individuo, sin tener que alterar la estructura social. Por supuesto, esta es una grave limitación, porque las causas de infelicidad familiar en nuestros tiempos son de tipos muy diversos: psicológicas, económicas, sociales, de educación y políticas. En los sectores más acomodados de la sociedad, dos causas se han combinado para hacer que las mujeres consideren la maternidad como una carga mucho más pesada que lo que era en tiempos pasados. Estas dos causas son: por una parte, el acceso de las mujeres solteras al trabajo profesional; y por otra parte, la decadencia del servicio doméstico. En los viejos tiempos, las mujeres se veían empujadas al matrimonio para huir de las insoportables condiciones de vida de las solteronas. La solterona tenía que vivir en casa, dependiendo económicamente, primero del padre y después de algún hermano mal dispuesto. No tenía nada que hacer para ocupar sus días y carecía de libertad para pasarlo bien fuera de las paredes protectoras de la mansión familiar. No tenía oportunidad ni inclinación hacia las aventuras sexuales, que consideraba una abominación excepto en el seno del matrimonio. Si, a pesar de todas las salvaguardas, perdía su virtud a causa de los engaños de algún astuto seductor, su situación se hacía lamentable en extremo. Está descrita con mucha exactitud en
El vicario de Wakefield
:
La única solución para ocultar su culpa,
para esconder su vergüenza de todas las miradas,
para conseguir el arrepentimiento de su amante
y arrancarle su cariño es... la muerte.
La soltera moderna no considera necesario morir en estas circunstancias. Si ha tenido una buena educación, no le resulta difícil vivir con desahogo, y así no necesita la aprobación de los padres. Desde que los padres han perdido el poder económico sobre sus hijas, se abstienen mucho más de expresar su desaprobación moral de lo que estas hacen; no tiene mucho sentido regañar a una persona que no se va a quedar a que la regañen. De este modo, la joven soltera que tiene una profesión puede ya, si su inteligencia y su atractivo no están por debajo de la media, disfrutar de una vida agradable en todos los aspectos, con tal de que no ceda al deseo de tener hijos. Pero si se deja vencer por este deseo, se verá obligada a casarse y casi con seguridad perderá su empleo. Y entonces descenderá a un nivel de vida mucho más bajo que aquel al que estaba acostumbrada, porque lo más probable es que el marido no gane más de lo que ganaba ella antes, y con eso hay que mantener a toda una familia en lugar de a una mujer sola. Después de haber gozado de independencia, le resulta humillante tener que mirar hasta el último céntimo en los gastos necesarios. Por todas estas razones, a estas mujeres les cuesta decidirse a ser madres. La que, a pesar de todo, da el paso, tiene que afrontar un nuevo y abrumador problema que no tenían las mujeres de anteriores generaciones: la escasez y mala calidad del servicio doméstico. Como consecuencia, queda atada a su casa, obligada a realizar mil tareas triviales, indignas de sus aptitudes y su formación; y si no las hace ella misma, se amarga el carácter riñendo a criadas negligentes. En lo referente al cuidado físico de los hijos, si se ha tomado la molestia de informarse bien del asunto, decidirá que es imposible, sin grave riesgo de desastre, confiar los niños a una niñera o incluso dejar en manos de otros las más elementales precauciones en cuestión de limpieza e higiene, a menos que pueda permitirse pagar a una niñera que haya estudiado en alguna institución cara. Abrumada por una masa de detalles insignificantes, tendrá mucha suerte si no pierde pronto todo su encanto y tres cuartas partes de su inteligencia. Muy a menudo, por el mero hecho de estar realizando tareas necesarias, estas mujeres se convierten en un fastidio para sus maridos y una molestia para sus hijos. Cuando llega la noche y el marido vuelve del trabajo, la mujer que habla de sus problemas domésticos resulta aburrida, y la que no habla parece distraída. En relación con los hijos, los sacrificios que tuvo que hacer para tenerlos están tan presentes en su mente que es casi seguro que exija una recompensa mayor de la que sería lógico esperar; y el constante hábito de atender a detalles triviales la volverá quisquillosa y mezquina. Esta es la más perniciosa de todas las injusticias que tiene que sufrir: que precisamente por cumplir con su deber para con su familia pierde el cariño de esta, mientras que si no se hubiera preocupado por ellos y hubiera seguido siendo alegre y encantadora, probablemente la seguirían queriendo.
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