En todas las relaciones humanas es bastante fácil garantizar la felicidad de una parte, pero es mucho más difícil garantizar la felicidad de las dos. El carcelero puede disfrutar manteniendo encerrado al preso; el jefe puede gozar intimidando al empleado; el dictador puede disfrutar gobernando a sus súbditos con mano dura; y, sin duda, el padre a la antigua usanza disfrutaba instilando virtud a sus hijos con ayuda de un palo. Sin embargo, estos placeres son unilaterales; para la otra parte del negocio la situación es menos agradable. Hemos acabado por convencernos de que estos placeres unilaterales tienen algo que no resulta satisfactorio: creemos que una buena relación humana debería ser satisfactoria para las dos partes. Esto se aplica sobre todo a las relaciones entre padres e hijos, y el resultado es que los padres obtienen mucho menos placer que antes, mientras que los hijos sufren menos a manos de sus padres que en generaciones pasadas. Yo no creo que exista alguna razón real para que los padres obtengan menos felicidad de sus hijos que en otras épocas, aunque está claro que es lo que ocurre en la actualidad. Tampoco creo que exista ninguna razón para que los padres no puedan aumentar la felicidad de sus hijos. Pero esto exige, como todas las relaciones de igualdad a las que aspira el mundo moderno, cierta delicadeza y ternura, cierto respeto por la otra personalidad, y la belicosidad de la vida normal no favorece esto, ni mucho menos. Vamos a considerar la alegría de la paternidad, primero en su esencia biológica y después tal como puede llegar a ser en un padre inspirado por ese tipo de actitud hacia otras personalidades que hemos sugerido como imprescindible para un mundo que crea en la igualdad.
La raíz primitiva del placer de la paternidad es dual. Por un lado está la sensación de que una parte del propio cuerpo se ha exteriorizado, prolongando su vida más allá de la muerte del resto de nuestro cuerpo, y con posibilidades de exteriorizar a su vez parte de sí misma del mismo modo, y de esta manera asegurar la inmortalidad del plasma germinal. Por otro lado hay una mezcla perfecta de poder y ternura. La nueva criatura está indefensa y sentimos el impulso de atender sus necesidades, un impulso que no solo satisface el amor de los padres por el niño, sino también el deseo de poder de los padres. Mientras el niño no pueda valerse por sí mismo, las atenciones que se le dedican no son altruistas, ya que equivale a proteger una parte vulnerable de uno mismo. Pero desde una edad muy temprana empieza a haber un conflicto entre el afán de poder paternal y el interés por el bien del niño, ya que, aunque el poder sobre el niño está hasta cierto punto impuesto por la situación, también es deseable que el niño aprenda cuanto antes a ser independiente en todos los aspectos posibles, lo cual contraría el afán de poder de los padres. Algunos padres nunca llegan a ser conscientes de este conflicto, y siguen portándose como tiranos hasta que los hijos están en condiciones de rebelarse. Otros, en cambio, son conscientes de ello y como consecuencia caen presa de emociones contradictorias. En este conflicto se pierde la felicidad parental. Después de todos los cuidados que han dedicado a su hijo, descubren consternados que este ha salido muy diferente de lo que esperaban. Querían que fuera militar y resulta que es pacifista; o, como en el caso de Tolstói, querían que fuera pacifista y él se alista en el ejército. Pero no es solo en esta época posterior de la vida cuando surgen dificultades. Si damos de comer a un niño que es ya capaz de comer solo, estamos anteponiendo el afán de poder al bienestar del niño, aunque parezca que solo estamos siendo amables y ahorrándole una molestia. Si le metemos mucho miedo al advertirle de los peligros, probablemente actuamos movidos por el deseo de mantenerle dependiente de nosotros. Si le damos muestras de cariño esperando una respuesta, probablemente estamos tratando de atarle a nosotros por medio de sus emociones. El impulso posesivo de los padres puede descarriar al niño de mil maneras, grandes y pequeñas, a menos que tengan mucho cuidado o sean muy puros de corazón. Los padres modernos, conscientes de estos peligros, pierden a veces la confianza en su capacidad de tratar a los hijos y el resultado es peor que si se permitieran cometer errores espontáneos, porque nada perturba tanto a un niño como la falta de seguridad y confianza en sí mismo por parte de un adulto. Así pues, más vale ser puro que ser cuidadoso. El padre que verdaderamente desea más el bien del niño que tener poder sobre él no necesitará libros de psicología que le digan lo que tiene que hacer y lo que no, porque su instinto le guiará correctamente. Y en este caso, la relación entre padres e hijo será armoniosa de principio a fin, sin provocar rebelión en el hijo ni sentimientos de frustración en los padres. Pero para esto es necesario que los padres, desde un principio, respeten la personalidad del hijo, un respeto que no debe ser simple cuestión de principios morales o intelectuales, sino algo que se siente en el alma, con convicción casi mística, en tal medida que resulta totalmente imposible mostrarse posesivo u opresor. Por supuesto, esta actitud no solo es deseable para con los niños: es muy necesaria en el matrimonio, y también en la amistad, aunque en esta última no resulta tan difícil. En un mundo ideal, se aplicaría también a las relaciones políticas entre grupos de personas, aunque esta esperanza es tan remota que más vale no pensar en ella. Pero aunque este tipo de afecto sea necesario en todas partes, es mucho más importante cuando se trata de niños, porque son seres indefensos y porque su pequeño tamaño y escasa fuerza hacen que las almas vulgares los desprecien.
Pero volviendo al problema que nos interesa en este libro, la plena alegría de la paternidad solo pueden alcanzarla en el mundo moderno los que sientan sinceramente esta actitud de respeto hacia el hijo, porque a ellos no les molestará reprimir sus ansias de poder y no tendrán que temer la amarga desilusión que experimentan los padres despóticos cuando sus hijos adquieren libertad. Al padre que tenga esta actitud, la paternidad le ofrecerá numerosas alegrías que jamás estuvieron al alcance de los déspotas en los tiempos de apogeo de la autoridad paterna. Porque el amor al que la nobleza ha purgado de toda tendencia a la tiranía puede proporcionar una alegría más exquisita, más tierna, más capaz de transmutar los metales vulgares de la vida cotidiana en el oro puro del éxtasis místico, que cualquiera de las emociones que pueda sentir el hombre que sigue luchando y esforzándose por mantener su autoridad en este resbaladizo mundo.
Aunque concedo mucha importancia a las emociones de los padres, no por ello soy de la opinión, tan extendida, de que las madres deben hacer personalmente todo lo que se pueda por sus hijos. Este convencionalismo tenía su razón de ser en los tiempos en que no se sabía nada sobre el cuidado de los niños, aparte de unos cuantos consejos anticientíficos que las viejas transmitían a las jóvenes. En la actualidad, hay muchos aspectos del cuidado de los niños que es mejor dejar en manos de especialistas que hayan estudiado las materias correspondientes. Esto se acepta en lo referente a esa parte de su educación que se
llama
«educación». A ninguna madre se le pide que enseñe cálculo a su hijo, por mucho que lo quiera. En lo que se refiere a la adquisición de conocimientos intelectuales, todos están de acuerdo en que los niños los aprenderán mejor de alguien que los pose a que de una madre que no los tenga. Pero en lo referente a otros muchos aspectos del cuidado de los niños, esto no se acepta, porque aún no se reconoce que se necesite experiencia para ello. Sin duda alguna, hay ciertas cosas que es mejor que las haga la madre, pero a medida que el niño crece habrá cada vez más cosas que es mejor que las haga otra persona. Si todos aceptaran esto, las madres se ahorrarían una gran cantidad de trabajo que para ellas resulta fastidioso porque carecen de competencia profesional en ese campo. Una mujer que haya adquirido algún tipo de destreza profesional debería, por su propio bien y por el de la comunidad, tener libertad para seguir ejerciendo su profesión a pesar de la maternidad. Seguramente, no podrá hacerlo durante los últimos meses de embarazo y durante la lactancia, pero un niño de más de nueve meses no debería constituir una barrera insuperable para la actividad profesional de su madre. Siempre que la sociedad exija a una madre que se sacrifique por su hijo más allá de lo razonable, la madre, si no es excepcionalmente santa, esperará de su hijo más compensaciones de las que tiene derecho a esperar. Las que solemos llamar madres sacrificadas son, en la mayoría de los casos, extraordinariamente egoístas para con sus hijos porque, aunque la paternidad es un elemento muy importante de la vida, no resulta satisfactoria si constituye lo único que hay en la vida, y los padres insatisfechos tienden a ser emocionalmente avaros. Por eso es importante, por el bien de los hijos y por el de la madre, que la maternidad no la prive de todos sus demás intereses y ocupaciones. Si tiene auténtica vocación por el cuidado de los niños y dispone de los conocimientos necesarios para cuidar bien de sus hijos, habría que aprovechar más su talento, contratándola profesionalmente para que cuidara de un grupo de niños, entre los que podrían figurar los suyos. Es justo que los padres que cumplan los requisitos mínimos estipulados por el Estado puedan decidir cómo han de ser criados sus hijos y por quién, con tal de que lo hagan personas cualificadas. Pero no se debería exigir por costumbre a todas las madres que hagan cosas que otra mujer podría hacer mejor. Las madres que se sienten desconcertadas e incompetentes cuando se enfrentan con sus hijos, y esto les ocurre a muchas madres, no deberían vacilar en encomendar el cuidado de sus hijos a mujeres con aptitudes para este trabajo y con la formación necesaria. No existe un instinto de origen celestial que enseñe a las mujeres lo que tienen que hacer con sus hijos, y la solicitud más allá de cierto punto no es más que un disfraz del afán de posesión. Muchos niños han quedado malogrados psicológicamente a causa del trato ignorante y sentimental que les dieron sus madres. Siempre se ha admitido que no se puede esperar que los padres hagan mucho por sus hijos, y sin embargo los niños suelen querer tanto a sus padres como a sus madres. En el futuro, la relación madre-hijo se parecerá cada vez más a la que los hijos tienen ahora con sus padres, y así las mujeres se librarán de una esclavitud innecesaria y los niños se beneficiarán del conocimiento científico que se va acumulando en lo referente al cuidado de sus mentes y sus cuerpos en los primeros años.
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Puede que no esté muy claro si el trabajo debería clasificarse entre las causas de felicidad o entre las causas de desdicha. Desde luego, hay muchos trabajos que son sumamente desagradables, y un exceso de trabajo es siempre muy penoso. Creo, sin embargo, que si el trabajo no es excesivo, para la mayor parte de la gente hasta la tarea más aburrida es mejor que no hacer nada. En el trabajo hay toda una gradación, desde el mero alivio del tedio hasta los placeres más intensos, dependiendo de la clase de trabajo y de las aptitudes del trabajador. La mayor parte del trabajo que casi todo el mundo tiene que hacer no es nada interesante en sí mismo, pero incluso este tipo de trabajo tiene algunas grandes ventajas. Para empezar, ocupa muchas horas del día, sin necesidad de decidir qué vamos a hacer. La mayor parte de la gente, si se la deja libre para ocupar su tiempo a su gusto, se queda indecisa, sin que se le ocurra algo lo bastante agradable como para que valga la pena hacerlo. Y decidan lo que decidan, tienen la molesta sensación de que habría sido más agradable hacer alguna otra cosa. La capacidad de saber emplear inteligentemente el tiempo libre es el último producto de la civilización, y por el momento hay muy pocas personas que hayan alcanzado este nivel. Además, tener que decidir es ya de por sí una molestia. Exceptuando las personas con iniciativa fuera de lo normal, casi todos prefieren que se les diga lo que tienen que hacer a cada hora del día, siempre que las órdenes no sean muy desagradables. Casi todos los ricos ociosos padecen un aburrimiento insoportable; es el precio que pagan por librarse de los trabajos penosos. A veces encuentran alivio practicando la caza mayor en África o dando la vuelta al mundo en avión, pero el número de sensaciones de este tipo es limitado, sobre todo cuando ya no se es joven. Por eso, los ricos más inteligentes trabajan casi tan duro como si fueran pobres, y la mayor parte de las mujeres ricas se mantiene ocupada en innumerables fruslerías, de cuya trascendental importancia están firmemente convencidas.
Así pues, el trabajo es deseable ante todo y sobre todo como preventivo del aburrimiento, porque el aburrimiento que uno siente cuando está haciendo un trabajo necesario pero poco interesante no es nada en comparación con el aburrimiento que se siente cuando uno no tiene nada que hacer. Esta ventaja lleva aparejada otra: que los días de fiesta, cuando llegan, se disfrutan mucho más. Si el trabajo no es tan duro que le deje a uno sin fuerzas, el trabajador le sacará a su tiempo libre mucho más placer que un hombre ocioso.
La segunda ventaja de casi todos los trabajos remunerados y de algunos trabajos no remunerados es que ofrecen posibilidades de éxito y dan oportunidades a la ambición. En casi todos los trabajos el éxito se mide por los ingresos, y esto será inevitable mientras dure nuestra sociedad capitalista. Solo en los mejores trabajos deja de ser aplicable esta vara de medir. En el deseo de ganar más que sienten los hombres interviene tanto el deseo de éxito como el de los lujos adicionales que podrían procurarse con más ingresos. Por aburrido que sea un trabajo, se hace soportable si sirve para labrarse una reputación, ya sea a nivel mundial o solo en el propio círculo privado. La persistencia en los propósitos es uno de los ingredientes más importantes de la felicidad a largo plazo, y para la mayoría de los hombres esto se consigue principalmente en el trabajo. En este aspecto, las mujeres cuya vida está dedicada a las tareas del hogar son mucho menos afortunadas que los hombres y que las mujeres que trabajan fuera de casa. La esposa domesticada no cobra salario, no tiene posibilidades de prosperar, su marido (que no ve prácticamente nada de lo que ella hace) considera que todo eso es natural, y no la valora por su trabajo doméstico sino por otras cualidades. Por supuesto, esto no se aplica a las mujeres con suficientes medios económicos para montarse casas magníficas con jardines preciosos, que son la envidia de sus vecinos; pero estas mujeres son relativamente pocas, y, para la gran mayoría, las labores domésticas no pueden proporcionar tantas satisfacciones como las que obtienen de su trabajo los hombres y las mujeres con una profesión.