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Authors: Belén Gopegui

La conquista del aire (23 page)

BOOK: La conquista del aire
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—¿Tomáis un café en el bar?

Dijeron que sí mirando al chico que empaquetaba las últimas fuentes. En la calle, esperaron a que el hombre mayor cerrara las puertas de atrás y arrancase la furgoneta.

—Me gustaba más antes —dijo Esteban en el bar.

Quizá delante de Lucas, Carlos no hubiera asentido. Por algún lado juzgaba innecesario e irresponsable hacer público su estado de ánimo aunque, por otro, quisiera manifestarlo. Le dijo a Esteban que lo entendía. Rodrigo preguntó qué querían tomar y Esteban fue con él a la barra.

Antes, pensaba Carlos, la distribución se hacía de forma irregular. Contrataban sin fecha fija a un amigo de Rodrigo que tenía una furgoneta. Ellos le ayudaban a cargar parte de las fuentes. Además, Rodrigo repartía algunas en el Simca de Lucas; Esteban se encargaba de entregarlas, mientras Rodrigo esperaba en segunda fila. También Lucas y él mismo habían repartido fuentes por diversas circunstancias de urgencia u oportunidad. Un sistema falible, anómalo y no mucho más barato si se contaban las horas de trabajo perdidas, el número de viajes y el pago a empresas de reparto nacional. Era absurdo preferirlo a la distribución de Electra; en el fondo, él no lo prefería, ni tampoco Lucas. Pero en el fondo había realismo, el anhelo de una cierta tranquilidad económica. Quizá también visión de futuro, de qué futuro. O acaso hubiera resignación.

Cuando Esteban dejó en la mesa dos tazas de café, Carlos dijo:

—Al ver a esos tipos tiene uno la sensación de que Jard no es más que una sucursal.

—Parece que nos roban y que nos dejamos —dijo Esteban. Su cráneo pelado estaba ahora cubierto por una pelusa erizada. No se había quitado el chaquetón azul verdoso con capucha, y Carlos dio en imaginar a un campesino de la Edad Media separando parte de su cosecha para los nobles, pensaba en el pago en especie. Antes, se dijo, con el Simca y la furgoneta alquilada, experimentaban siquiera una ilusión de autonomía.

Esteban revolvía el azúcar en el café, callado, cuando Rodrigo llegó con el té de Carlos, quien lo tomó distraído. En la mesa contigua desayunaban dos mujeres junto a sus carros de la compra y detrás de la columna de aluminio, un viejo fumaba en la mesa donde él y Daniel hablaron la última vez. Daniel era el único que no había aceptado el pacto. Sus padres le pagaban un año en una escuela especializada en Barcelona; luego, seguramente, se pasaría al software. Carlos lo entendió. Además, Daniel no les dejaba colgados sino que había trabajado, y mucho, hasta el final de octubre. El último día le hicieron una cena de despedida, pero antes, por la tarde, Carlos fue con él a la mesa tras la columna y ambos habían hablado con triste sinceridad. Sonaba la máquina tragaperras.

Rodrigo sacó su caja de juanolas. Mientras ofrecía dijo que estaba buscando casa, que si se enteraban de un alquiler barato en el centro le avisaran. Carlos se preguntó a qué llamaría Rodrigo «barato». Pensó en el sueldo de Rodrigo, que no rebasaba las ciento diez mil pesetas, y en que él ganaba el doble.

—¿Para ti solo? —preguntó.

—Voy a intentarlo. Si no encuentro nada asequible, buscaré gente para compartir.

A Carlos se le había ocurrido que a lo mejor Santiago dejaba pronto su piso. Iba a decírselo, pero se dio cuenta de que no sabía nada de la relación de Leticia con Santiago. De repente le dolía imaginarse a Santiago en otro barrio y en otra casa. Empezó a oírse la melodía de
El tercer hombre
. Carlos acariciaba el borde mordido de la formica en la mesa; había vuelto a acordarse de su conversación con Daniel y se sentía mal. Aunque, por el momento, Jard estuviera remontando la crisis, no había nada seguro. Necesitaban demasiado a Electra. Se decía que antes del verano, si no surgían nuevos imprevistos, podría devolver como mínimo un millón a Santiago y otro a Marta. ¿Y qué? Tal vez a Santiago ahora le diese igual. En cuanto a Marta, eso no iba a conseguir que las cosas cambiasen entre Guillermo y ella, por no pensar en su propia relación con Ainhoa. Después seguiría sin poder pagarle un sueldo digno a Rodrigo. La máquina tragaperras simulaba algarabía; al viejo le habían tocado algunas monedas. En cualquier caso, se dijo, no creía que Electra fuera a mantener mucho tiempo su colaboración tal cual, sin reclamar su dinero o exigir nuevas compensaciones. Rodrigo y Esteban llevaban un buen rato hablando de los pisos. Él fue a la barra a pagar los cafés, pero ya estaban pagados.

Sobre la calle flotaba una bruma gris. Carlos se colocó en un extremo del trío, pegado a Esteban. La altura de Rodrigo a su lado le achantaba. Junto al semáforo, otra vez las palabras dichas a Daniel apareciéndosele. Que hacía bien en irse, él lo comprendía. Que lo razonable para una empresa no era tener criterios; lo razonable era tener beneficios. Así, delante de un chico de veintitrés años había negado a Jard. Cuando el semáforo cambió, los tres cruzaron como debían, en verde, y no como él le había contado a Daniel que estaban haciendo. Daniel, yo quisiera que el rojo en mi comunidad significara vía libre. Quiero cambiar el uso de los semáforos pero, en vez de tomar medidas para conseguirlo, me limito a hacer caso omiso de la convención vigente, cruzo en rojo y me atropellan. Estamos cruzando en rojo, Daniel, siempre hubo mártires, gente que se negó a respetar el juego. El problema es que un mártir sin un movimiento detrás no merece consideración. Si el Rick de Casablanca sólo hubiera perdido a una mujer, habría sido un tonto, un desgraciado sin más. Rick y la película necesitaban la resistencia francesa.

Entraron en Jard. La cazadora negra de Lucas colgaba ya del perchero, pero Carlos no fue a saludarle. Se encerró en el despacho. Que hacía bien en irse, le había dicho a Daniel. Que seguramente si los otros, incluido él mismo, pudieran, lo imitarían, porque cuando Jard empezase a cruzar en verde no iba a ser nada del otro mundo. Carlos abrió un cajón y sacó el balance de la empresa. Buscó entre papeles y carpetas un calendario del año siguiente. Calculaba que dentro de uno o dos meses Electra les haría una oferta de compra. Se había acostumbrado a revisar el balance a menudo para no estar desprevenido cuando pasara. Comprar Jard era lo lógico. Electra no lo propuso al principio para no provocar una crisis con la consiguiente pérdida de los intangibles de Jard, ni un movimiento de orgullo que habría perjudicado a todos. Pero ahora Jard funcionaba de nuevo. Pronto Electra querría servirse de los modelos de fuentes ya probados y aumentar la producción aprovechando, al mismo tiempo, la voluntad suya y de Lucas de no condenarse otra vez a la incertidumbre. Electra haría la oferta; ellos la aceptarían. Estaba seguro de que Lucas también lo había pensado. Miró el calendario colgado de la pared. En diciembre el cuadro era una estación de tren desdibujada, intuida entre manchas de luz. Si les compraban se irían del local. No vería más los grumos grises de pintura. No volvería a oír al otro lado de la ventana interior tenedores, alimentos friéndose, el zumbido de la olla a presión. Y tal vez lo deseaba, se dijo.

Trabajar para otro, alquilarse por un buen precio y desentenderse. Dejar de aguantar y de temer. Rechazar el riesgo como valor; el riesgo era una imposición, una trampa para pobres. Alquilarse. Delegar las consecuencias de sus actos, los fines, los criterios. Y vivir fuera del trabajo conquistando la identidad con una casa de pueblo, con viajes, con la lectura. Así pasaría el tiempo. Una mañana, tarde o temprano, tendría que contarle a su hijo la diferencia entre elegir y tomar decisiones. Elegir, le diría, significaba determinar los fines de acuerdo con la razón. Tomar decisiones era sólo escoger entre los deseos de un muestrario concebido por el apetito propio o ajeno, casi siempre ajeno. Le contaría que en eso había consistido su vida: decidir sin elegir, componer discursos para imitar a la razón, fingiendo que cada individuo en solitario tenía la insólita capacidad de convertir en racional el acto de haber comprado aquella chaqueta, de haber enviado a su hijo a este colegio, de haber vendido una pequeña empresa. Pero leeremos junto a la chimenea, hijo, y visitaremos países tan extraños. Si nos van bien las cosas, tu madre y yo decidiremos qué piso comprar para que tú lo heredes y dejaremos de pensar en quién vas a ser tú. Dejaremos de creer que eso puede elegirse un poco. Tal vez había una escala de valores que transmitirte, pero eso, hijo, no nos preocupará. Estaremos en casa, daremos paseos, veremos una película de Disney los tres. Luego tú crecerás oyendo lo que te digan en clase, irás a los conciertos de moda, hablarás de lo que hablen tus amigos en paro o tus amigos hijos de padres que puedan enchufarles, y yo trataré de ser uno de esos padres, Diego. Entre tu madre y yo ganaremos dinero para llevarte a un colegio que te proporcione los contactos suficientes, me situaré bien. No lo he elegido, pero estoy decidiéndolo, así es como funciona, hijo, y el resto, la historia, el sentido de la historia, el sentido de ser hombres y poder juzgar, el resto existe, Diego, es un espejo sin luz.

II

Lo primero que Marta aprendió de la nieve fue que hacía ruido. Había caído durante toda la noche. Desde la ventana se estuvieron viendo zonas de luz que proyectaban la lentitud de los copos. Eran las ocho de la mañana del jueves 14 de diciembre; Marta había adelantado el despertador para ir andando a la reunión, andando por la gran avenida blanca. Cuando se levantó, oyó chorros de agua y creyó que llovía. Temió entonces que la lluvia hubiera deshecho la nieve impidiéndola cuajar. Pero Bonn no era Madrid, por la ventana vio los tejados, las aceras y los pequeños árboles completamente blancos. El sol se abría paso a través del cielo cubierto; el ruido del agua vendría, se dijo, de los canalones. Se duchó, se vistió deprisa y desayunó un café y un yogur con muesli en el comedor del hotel. El ruido persistía detrás de las grandes cristaleras. Abajo, la recepcionista le entregó un fax doblado. Antes de leerlo se fijó en el membrete de la cadena de televisión. «He sabido a través de mis agentes que los días 26 y 27 de diciembre coincidiremos en Bruselas. ¿Puedo pedirte que reserves la noche del 27 para cenar conmigo? A las ocho en el bar del Metropol. Sueño con ello.» Marta volvió a doblarlo y lo guardó en el bolsillo interior del abrigo.

Se colgó el maletín del hombro, se puso los guantes, un gorro blanco de lana y salió fuera. El ruido la envolvió. Era nieve derretida vertiéndose desde los aleros, cayendo también de los árboles y de las marquesinas y de cada saliente. Un ruido sin armonía, apresurado, insistente. A cada paso ella misma producía un crujido de bombillas machacadas. No quiso abandonar el propósito de ir andando, pero llevaba la mirada fija en sus botas para no resbalarse ni pisar charcos. Había soñado con Guillermo y ahora le parecía que iba a encontrarle en el camino, que él la saludaría con la ilógica naturalidad de lo onírico y le diría: «He encontrado un sitio sin ti. No es un sitio maravilloso; no es el mejor de los sitios pero no es el peor. La gente respira, la comida caliente huele bien, en las tardes de lluvia dan ganas de hacer el amor, las verduras son grandes y baratas; algunas noches me doy cuenta de cómo llega el sueño, entonces pienso que sería bien triste no volver a despertarme. La vida, sí, la vida hubiera estado mejor contigo, pero el que nos hayamos alejado no puede hacer que la vida esté mal».

Levantó la vista de la nieve para mirar la avenida: alejarse, se habían alejado. Dio un paso y se le clavaron bombillas rotas en las suelas. Guillermo la había dejado sola con su nieve. O quizá ella había querido que la dejara sola. Con un fax de Manuel Soto en el abrigo.

Marta se fijó en la ristra de agua que había levantado un coche. Reanudó la marcha. Pisaba, y aquel desmenuzarse de cristales finos. Hay algo bueno en mezclarse, Guillermo, en respirar, en vivir junto a los otros; en que las naranjas sean redondas, las personas tengan brazos y manos, en ver una película, tomar café. Pero es distinto vivir y estar de acuerdo. Dentro de diez años todas las películas pueden ser como series de televisión, y a lo mejor hay que tomar café en cafeterías vigiladas por guardias de seguridad. ¿Qué hacer con el desacuerdo? Recordó la discusión sobre las oenegés en casa de Carlos y tuvo ganas de repetirla empezando por otro sitio: quizá las oenegés fuesen una caridad sin fronteras; quizá canalizaran, sí, las contradicciones de los grupos privilegiados, su miedo a la revuelta y su necesidad de controlar y dividir a la población explotada. Pero eso venía luego, diría. Las contradicciones y, en cierto modo, la buena voluntad venían después. Las oenegés tenían sobre todo que ver con el paro y con los trabajos mal remunerados, eventuales y frustrantes. Montones de individuos se resignaban a una oenegé porque les proporcionaba si no siempre un complemento económico, sí al menos un incremento de sentido. Las oenegés no nacían de un malestar moral, sino físico y psicológico. No en vano, en las últimas reuniones había oído definir la solidaridad como un producto de consumo de gran valor para los ciudadanos.

Decidió coger un autobús, estaba cansada. Miraría por las ventanas, se quedaría de pie y viajaría sobre una plataforma encima de la nieve. Ahí venía el gran cajón verde pálido. El fax crujió en el bolsillo cuando metió la mano para sacar la cartera. Pagó el billete y se quedó en el centro, en su sitio, pensó con ironía. Ella quería pertenecer al contingente de personas que concebían un destino distinto del destino un poco mezquino, un poco satisfecho, bastante entretenido, de cualquier miembro bien situado de la clase media. Quería no entregarse, pero lo quería por sus lecturas, por unos brazos morenos, lejanos, por un esfuerzo de la razón voluntaria mientras que la reunión era inminente. Allí hablarían de la «racionalidad» del gasto público quienes previamente habían definido un modelo «racional» de presupuesto haciendo gala de su exquisita desfachatez a la hora de alterar el concepto de lo racional hasta desfigurarlo por completo. Desfigurado o no, ellos esgrimían ese concepto. Francia, se dijo. En Francia sí parecía haberse despertado la población. Claro que en Francia había una tradición de defensa de lo público y, a pesar de todo, Marta no acababa de creerse que las manifestaciones y protestas fuesen a conseguir alguna modificación sustancial. Si en vez de Francia fuera toda Europa. Si ella pudiera respaldar sus argumentos amparándose en una defensa masiva de la Seguridad Social que recorriera la Unión Europea. Porque, en última instancia, ella sólo podía hablar de medidas eficaces y no de medidas buenas. Los fines los fijaban otros; ella se ganaba un sueldo y cualquier pretensión de estar por encima de eso no era más que un iluso sentimentalismo cargado de ideología, o al menos le parecía tan fácil darse cuenta cuando hablaba con Manuel Soto. Bajó del autobús.

En adelante, se dijo a punto ya de llegar, renegaría de esos alegatos de adolescente que desea descubrir el modo de acabar con el hambre en el mundo. Como aquel otro deseo de jugar a repetirse: «A las ocho en el bar del Metropol. Sueño con ello». Pero ya no tenía quince años.

Marta depositó el tabaco y el mechero junto al arco metálico y lo atravesó. El guardián de la puerta miraba el interior de su maletín. Ella se quitó el gorro, regalo de Guillermo. Siempre su moral cristiana. Siempre empeñada en salvarse y en creer que no hacía exactamente lo que hacía: espíritu y cuerpo. Pues bien, se había acabado. Que se salvaran otros. Carlos con su empresa, Santiago por haber sido pobre.

Ahora ella iba a entrar en el aula de puertas metálicas y sillas de madera nórdicas. Se fundiría con los demás elementos del escenario, las luces graduables en la larguísima mesa, las cabinas de cristal con traductores, los delicados micrófonos. Deja, pensó, el bibliotecario de discutir qué libros quiere para la biblioteca; acepta que su única función es clasificarlos y renuncia así a su cuota de sentido pero, en cambio, se convierte en el gestor de una biblioteca ordenada en los límites de la excelencia. Nunca más estará disgustado, molesto por haber tenido que encajar una remesa de morralla editorial, o afligido por no haber logrado presupuesto para aquella otra remesa que sí juzgaba interesante; y nunca, nunca más volverá a casa sintiendo frustración ni alegría sino la constante satisfacción del trabajo bien hecho. Así ella, se dijo saliendo del ascensor, iba a renunciar esa mañana a las discusiones, a los fines, y entraría en la reunión con la cara relajada. Mediante ágiles intervenciones, distendidas, brillantes, sabría adivinar qué fórmula estaba requiriendo la cuestión planteada por unos y por otros. Abrió la puerta del aula, saludó con serena sonrisa a quienes ya habían llegado, colgó el abrigo del perchero y tomó asiento.

El sábado 30 de diciembre, al anochecer, Santiago decidió que no saldría a cenar con los primos de Leticia. Se encontraba un poco mal del estómago y, sobre todo, las Navidades le estaban consumiendo el ánimo. Al día siguiente tendría que ir a Barcelona a la cena de Nochevieja en casa de los abuelos de Leticia donde se esperaba de él que ofreciera una imagen de seguridad no exenta del toque humilde. Debería combinar el mensaje de «sé bien lo que quiero» con el de «aunque estaría dispuesto a ser flexible si estuviera en juego la felicidad de Leticia». Ya lo había hecho otras veces y no le asustaba, pero tampoco le divertía. Y aún le quemaba el recuerdo de la Nochebuena en Alguazas. Allí no tuvo que estar pendiente de adelantarse a las expectativas de «los Tineo». Pero tampoco había estado pendiente de su madre, o de Leticia e Irene, sino que ellas, su madre y Leticia, habían estado pendientes de él.

Miró la figura de Leticia, medio oculta tras el periódico. Mejor contarle su decisión más tarde para evitar que suspendiera la cena. Le apetecía que Leticia saliera y quedarse en el salón, con una sola luz encendida, mientras Irene dormía en su cuarto. Al poco, Leticia se fue para bañar a Irene. Él hizo un filete a la plancha. Cuando estaban dándoselo a la niña, dijo:

—Voy a llamar a la canguro para que no venga. Tengo el estómago revuelto y estoy bastante cansado. Lo mejor es que vayas tú a la cena y yo me quede con Irene.

Leticia, con ojos de enfado, se mordió las mejillas hacia dentro. Luego cambió.

—Vale, llama —dijo casi alegre.

Acostaron a Irene. Leticia ya se había hecho a la idea y le preguntaba por su estómago. En la puerta, él sostuvo a su espalda el abrigo.

—Cuídate —dijo ella.

—Y tú.

Leticia había llamado al ascensor. Él la vio meterse, luego volvió al salón, lo dejó a oscuras y apoyó la frente en un cristal. Miraba los castaños de la calle, el horizonte oscuro del Retiro. Fue a tientas hasta uno de los sillones. Sentado, encendió una lámpara de lectura que iluminaba sólo la superficie del libro. Sin embargo, no pensaba seguir leyendo
La muerte del pasado
de Plumb. Echó de menos el resto de los libros de Vázquez de Mella. Tenía que terminar el traslado si es que seguía con la idea de deshacerse del piso. Ya veremos, se dijo, y apartó, una vez más, la insidiosa cadena de preguntas que se agolpaba detrás de esa cuestión. Volvió a pensar en las palabras que le gustaría leer. Píndaro acaso. Un nuevo Píndaro que celebrara otro triunfo: el suyo. No habría banquetes ni comitivas. No habría trofeos ni condecoraciones porque su triunfo iba a remontarse más allá de cualquier contingencia. El relieve, la casa, la cátedra, el instituto para la investigación histórica y social se le antojaban irrelevantes. Su triunfo sería de otra especie.

Apagó la luz y puso las manos en los brazos del sillón. Vencer y vencerse. Dominar. Quería saber que algo suyo permanecería idéntico y poderoso al margen de cuanto dijeran de él, al margen de los trajes que tuviera que ponerse, de sus artículos, del Rover 623. Al margen de su estómago revuelto habría algo suyo esencial, así el rayo que taladra una piedra, algo vivo y eléctrico que permanecería. Tal su triunfo. Como el eje de un astro él habría mantenido su estructura interior. Intocada y, si alguna vez tocada, inalterable. Algunos minerales cristalizaban siempre de acuerdo con ciertos planos de simetría porque entre cada uno de sus átomos regía una distancia fijada con antelación. Y así él, como la estructura del cuarzo, permanecería. Aunque a veces errara en las palabras dichas o se viera en el centro de penosas ceremonias, algo suyo, esencial y fuerte, permanecería. Él era Santiago Álvarez. De acuerdo, muchos otros individuos podían llamarse igual. Pero él era Santiago Álvarez, él tenía un secreto que no iba a desvanecerse porque estaba hecho con los millones de minutos de su existencia, con una persistente hilera de palabras nunca pronunciadas. Durante años, en tardes de rencor y rutina él había defendido la forma cristalográfica de su personalidad. Luego llegaba la noche. Se vio tendido en cada una de las camas de su vida. Se acordó de Irene.

Sorteando muebles en lo oscuro salió del salón hacia el cuarto de la niña. Dormía boca abajo, la almohada en un lateral, la cabeza apoyada y como empujando el cabecero almohadillado. La piel, muy clara, casi resplandecía en la penumbra del cuarto. Qué poca cosa era un niño. Esa niña, sin carne apenas, sus huesos debían de ser blandos, cartilaginosos. Y Santiago pensó que la niña flotaba. No tenía peso, no era sólida; por eso necesitaba sujetarse con el cabecero y apretar en el puño la sábana de abajo. Su cuerpo le recordaba al algodón en rama, cabeza, tronco y extremidades unidos como hebras que no precisan ser cortadas. Un cuerpo no trabado, no cerrado todavía. Él debía guardarlo, ser su centinela. Pero quién era él. Se inclinó y puso la mano sobre la espalda de la niña, sus dedos largos en el hombro minúsculo. Luego salió del cuarto sin cerrar la puerta.

Notaba aún el estómago revuelto. Leería un rato y enseguida se acostaría. Qué centinela, se dijo. Su estructura interior y su secreto, la gran tentación, mierda, la tentación de dejarle la realidad a otros. Y había estado a punto de caer, y cómo lo había deseado. Pensar que podría entregarles el hábito, el entorno, la cuenta bancaria y, no obstante, permanecer. Santiago se tumbó en el sofá. La estructura del cuarzo: un corazón puro; una inteligencia afilada. Capacidad para distinguir el arte y la belleza dondequiera que se encuentren. Cenicienta y el zapato de cristal. Obedecer, cumplir con cada una de las exigencias pero seguir manteniendo la fe en el diamante puro, en el filamento eléctrico. Algo que brillaría al ser reconocido. Se incorporó, inquieto; necesitaba estar ocupado. Pensó en preparar las clases.

Enero de 1996 trajo lluvias intermitentes que humedecieron los campos. Se reabrían investigaciones. Se preparaban listas electorales. El miércoles día 9 un comando checheno amenazó de muerte a más de dos mil rehenes en un hospital ruso. El viernes 12 el Banco de España bajó por sorpresa el precio del dinero. En Madrid había niebla y los dedos y las caras notaban, en la calle, un contacto húmedo, junto a la piel la carne de una manzana abierta.

Por la mañana, Carlos habló por teléfono con la secretaria inglesa de Claudio Robles. La imaginaba alta y sin ropa de secretaria, una hija de buena familia inglesa que completaba su formación trabajando en la empresa española de un amigo de los padres. Claudio Robles quería cancelar la cita del lunes 15 de enero y proponía adelantarla a una comida este mismo viernes pues salía de viaje por dos semanas. Carlos rehusó aunque no por orgullo ni para hacerse valer. Prefería el despacho de Claudio Robles a un restaurante. No podía, se dijo al colgar, darle la ventaja de una carta y un maître y elegir y cortar y beber: multitud de pequeñas acciones que dispersarían su atención. Pensó con afecto en Sol y en el hermano de su amigo, aquel primer contacto con Electra cuando aún no había secretarias. Pero el hermano se había limitado a hacer de mensajero. Luego el nivel de los interlocutores fue subiendo en la misma medida que el interés de Electra por Jard. Eso tendría que satisfacerle. Claudio Robles representaba la cúspide del interés, se dijo, el máximo y el último momento de esplendor. Pero incluso en el pico del gráfico, cuando podía siquiera parecer que combatían dos contrincantes igualados, que Jard necesitaba de Electra y que Electra estaba encaprichada con algo que Jard tenía, incluso en ese momento de gloria la secretaria alargaba los silencios o subrayaba su origen inglés y Carlos reincidía en la sensación de estar siendo evaluado. Aun así, eliminaron el restaurante. Las nuevas condiciones eran una cita en el despacho de Claudio Robles a las seis de ese mismo viernes 12 de enero. Carlos dio su aprobación.

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