La corona de hierba (128 page)

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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

BOOK: La corona de hierba
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—Hemos capturado a Cayo Mario cuando estaba a punto de zarpar en un navío de Minturnae —dijo amenazador el jefe de la tropa—. Sabíais que estaba aquí y le habéis ayudado.

—Minturnae no puede hacerse responsable de la conducta de unos cuantos ciudadanos —dijo muy serio el primer magistrado—. De todos modos, ya tienes al preso. Llévatelo y ya está.

—¡Bah, no lo quiero todo entero! —replicó el jefe, sonriente—. únicamente la cabeza; el resto podéis quedároslo. Ahí hay un buen banco de piedra para hacer la faena en un abrir y cerrar de ojos.

La multitud contuvo un grito de indignación, mientras los dos magistrados adoptaban un gesto severo y los bedeles se rebullían inquietos.

—¿Con qué autoridad pretendéis ejecutar en el foro de Minturnae a un hombre que ha sido seis veces cónsul de Roma, a un héroe? —inquirió el
duumviri
de más edad, mirando al jefe y a la tropa de arriba abajo, decidido a hacerles sentirse un poco como se había sentido él cuando le habían abordado tan avasalladoramente poco después del amanecer—. No parecéis de la caballería romana. ¿Cómo sé que sois quien decís?

—Nos han contratado concretamente para esto —contestó el jefe, cada vez más inquieto al ver las caras de la gente y a los bedeles dispuestos a desenvainar la espada.

—¿Contratados por quién? ¿Por el Senado y el pueblo de Roma? —inquirió el
duumvir
al modo de un abogado.

—Eso es.

—No te creo. Demuéstralo.

—¡Este hombre ha sido condenado por
perduellio
! Y tú sabes lo que eso significa, duunvir. La pena capital en cualquier localidad romana o latina. No estoy autorizado a llevármelo entero y con vida a Roma. Me han encargado que lleve su cabeza.

—En ese caso —replicó muy tranquilo el magistrado—, tendrás que enfrentarte a Minturnae para conseguirla. Aquí no somos bárbaros, y a un ciudadano romano de la categoría de Cayo Mario no se le decapita como a un esclavo o a un
peregrinus
.

—¡En realidad no es ciudadano romano! —replicó furioso el jefe de la tropa—. Pero si queréis que las cosas se hagan como es debido, decapitadlo vosotros. ¡Yo me vuelvo a Roma para traeros esas pruebas,
duumvir
! Volveré dentro de tres días, y más vale que haya muerto Cayo Mario, porque si no esta ciudad tendrá que responder ante el Senado y el pueblo de Roma. Pasados esos tres días me llevaré la cabeza del cadáver, según las órdenes que me han dado.

Durante este diálogo, Mario había permanecido tambaleante en medio de los soldados, con tan deplorable aspecto que arrancaba lágrimas en algunos. Uno de los soldados, enfurecido por la contrariedad, sacó la espada decidido a acabar con él, pero la multitud se interpuso inmediatamente y se lo arrebató decidida a luchar y secundada por los bedeles armados.

—¡Minturnae pagará esto! —vociferó el jefe.

—Minturnae ejecutará al preso con arreglo a su
dignitas
y
auctoritas
—dijo el más viejo de los magistrados—. ¡Ahora, marchaos!

—¡Un momento! —tronó una voz ronca, al tiempo que Mario salía de entre un grupo de ciudadanos—. ¡Engañaréis a estos buenos campesinos, pero a mí no! —añadió—. Roma no tiene caballería para perseguir a condenados, ni la contrata el Senado ni el pueblo; sólo particulares. ¿Quién os contrató?

Tan evocador de las épocas gloriosas era el poder de la voz de Mario, que el jefe de la tropa se fue de la lengua sin darse cuenta.

—Sexto Lucilio —contestó.

—¡Gracias! —dijo Mario—. No lo olvidaré.

—¡Me meo en ti, viejo! —replicó airado el jefe de la tropa, haciendo volver grupas al caballo con un gesto violento—. ¡Me has dado tu palabra, magistrado! ¡Cuando vuelva, espero que Cayo Mario esté muerto y con la cabeza lista para cortar.

Nada más desaparecer la tropa a caballo, el
duumvir
hizo un gesto a los bedeles.

—Confinad a Cayo Mario —dijo.

Los hombres del magistrado cogieron a Mario de entre la multitud y le escoltaron con toda deferencia hasta una celda que había en el podio del templo de Júpiter Optimus Maximus, en la que generalmente sólo encerraban de noche a algún borracho violento o, provisionalmente, a algún loco.

En cuanto Mario desapareció del foro, la multitud se congregó en grupos para hablar acaloradamente sin apartarse de las tabernas que había por los alrededores. Y fue en ese momento cuando Aulo Belaeo, que había sido testigo de la escena, comenzó a ir de un grupo a otro hablando acaloradamente.

Minturnae contaba con varios esclavos públicos, pero entre ellos había uno muy hábil, comprado a un mercader ambulante dos años atrás; y no se habían arrepentido del alto precio de cinco mil denarios del coste. El esclavo, adquirido con dieciocho años, había cumplido ya veinte y era un germano gigantesco de origen címbrico que se llamaba Burgundus y sobresalía una cabeza entre los más altos de Minturnae. Y si su potencia muscular y su fuerza eran apabullantes, no menos asombrosa era su falta de inteligencia y sensibilidad; cosa nada rara en una persona cautiva desde los seis años, después de la batalla de Vercellae, y que desde entonces había llevado la vida de un esclavo bárbaro. Para él no existían los privilegios y emolumentos del griego culto que se vende a sí mismo decidido a propiciar sus posibilidades de progreso; Burgundus vivía en la miseria en una casucha de madera de las afueras de la ciudad, y se creía visitado por el carro mágico de la diosa Nerthus cuando alguna mujer iba a su choza para comprobar qué clase de amante era un gigante bárbaro. No se le había ocurrido huir ni lamentaba su situación; al contrario, los dos años que llevaba en Minturnae habían sido dos años felices en los que se sentía importante y revalorizado. Le habían dado a entender que, con el tiempo, sus
stips
irían en aumento y se le permitiría casarse y tener hijos. Y si seguía trabajando bien, sus hijos serían libres.

Los otros esclavos públicos se encargaban de limpiar las hierbas y barrer, pintar, adecentar los edificios públicos y otras tareas de conservación, pero a Burgundus le encomendaban los trabajos más duros o que requerían una fuerza sobrehumana. Burgundus había limpiado las cloacas de Minturnae atascadas por las inundaciones, era Burgundus quien quitaba la carroña llena de moscas de un caballo o de un asno de algún lugar molesto, Burgundus quien derribaba los árboles que podían constituir peligro, Burgundus quien perseguía a algún perro salvaje, Burgundus quien cavaba zanjas con una sola mano. Como todos los seres enormes, el germano era un hombre amable y dócil, consciente de su fuerza y sin necesidad de hacer ostentación de ella, y consciente también de que si daba en broma un golpe a alguien podía matarle sin querer. Por ello había adquirido una gran habilidad en manejar a los marineros borrachos y otros personajes violentos que le hacían frente y como consecuencia de lo cual le habían quedado algunas cicatrices. Pero en la ciudad tenía fama de amable.

Como les habían cargado con la poco envidiable tarea de ejecutar a Cayo Mario, y decididos a llevarla a cabo del modo más romano posible (conscientes, además, de que sus conciudadanos no iban a aceptarlo tranquilamente) los magistrados mandaron llamar a Burgundus.

El germano, que no estaba al corriente de lo acontecido aquel día, se hallaba amontonando enormes pedruscos bajo las murallas que daban a la Via Appia para unas obras que iban a realizarse. Avisado por otro esclavo, se encaminó hacia el foro con sus engañosas zancadas lentas, que obligaban a los otros esclavos casi a correr para mantener su paso.

El magistrado más viejo le aguardaba en una calle cercana al foro, una calle que daba a la parte de atrás del consejo municipal y del templo de Júpiter Optimus Maximus; si había que llevar a cabo la ejecución sin que hubiera disturbios, tenía que hacerse de inmediato y sin que se enterase el gentío que llenaba el foro.

—¡Ah, Burgundus, nos vienes de maravilla! —dijo el
duumvir
, cuyo colega, hombre de menor entereza, había desaparecido—. En la
cella
del capitolio tenemos un preso —añadió, diciendo lo demás por encima del hombro, como quitándole importancia—. Estrangúlale, es un traidor condenado a muerte.

El germano permanecía inmóvil; luego alzó las manazas y se las miró absorto. A él nunca le habían ordenado matar a nadie. Para él, matar a un hombre con aquellas manos sería tan fácil como para cualquier otra persona retorcer el cuello a un pollo. Sí, claro, no tenía más remedio que hacer lo que le decían, pero de pronto notó que desaparecía aquel sentimiento de bienestar de que gozaba en Minturnae. Tenía que convertirse en verdugo de la ciudad, además de tener que realizar siempre todo lo desagradable. Lleno de horror, sus ojos azules, habitualmente de plácido mirar, estaban clavados en la parte de atrás del Capitolio, en el templo de Júpiter Optimus Maximus, donde le decían que estaba el preso. Un preso de mucha importancia, por lo visto. ¿Sería uno de los jefes itálicos de la guerra contra Roma?

Burgundus lanzó un fuerte suspiro y se dirigió al templo con sus pesadas zancadas. Para entrar, no sólo tuvo que agachar la cabeza, sino casi doblarse por la cintura. Se vio dentro de un estrecho cuarto de piedra con varias puertas a ambos lados y al fondo una reja que tapaba una ranura por la que pasaba la luz. Aquel lúgubre recinto encerraba los registros y archivos de la ciudad, las leyes y estatutos, el tesoro y, detrás de la primera puerta a la izquierda, a los contados hombres o mujeres que los
duumviri
mandaban detener hasta que se les pasaba lo que les hubiera hecho alborotar y los ponían en libertad.

La puerta, en roble de tres dedos de grosor, era aún más pequeña que la de entrada; Burgundus descorrió el cerrojo, se agachó y entró en la celda. Igual que el recinto de fuera, recibía la luz a través de una abertura enrejada, ésta a gran altura en la pared trasera del templo, de forma que los ruidos procedentes del interior fuesen más dificiles de oír desde el foro. Apenas daba luz a la celda, y menos teniendo en cuenta que Burgundus aún no se había acostumbrado a aquella penumbra.

Frunciendo esforzadamente los ojos, el gigantesco germano distinguió un bulto gris y negro vagamente humano, que se puso en pie y se le quedó mirando.

—¿Qué quieres? —decía el preso con fuerte voz, llena de autofidad.

—Me han mandado estrangularte —contestó Burgundus con toda simpleza.

—¡Tú eres germano! —replicó el preso—. ¿De qué tribu? ¡Vamos, contesta, gigantón bobo!

Lo último lo había dicho aún con mayor énfasis; ahora Burgundus comenzaba a ver más claramente y lo que le hacía dudar de cómo contestar eran aquel par de ojos feroces.

—Soy de los cimbros,
domine
.

El grandullón desnudo de los ojos temibles pareció crecerse.

—¡Cómo! ¿Un esclavo… y del pueblo que, por cierto, yo derroté, pretende matar a Cayo Mario?

Burgundus se acobardó y vaciló, tapándose la cabeza con las manos y retrocediendo.

—¡Fuera! —bramó Cayo Mario—. ¡No pienso enfrentarme a la muerte en una mazmorra a manos de un germano!

Y Burgundus huyó, dejando abierta la puerta de la celda e igualmente la del recinto, y entró corriendo en el foro.

—¡No, no! —gritaba—. ¡No puedo matar a Cayo Mario! ¡No puedo matar a Cayo Mario! ¡No puedo matar a Cayo Mario!

Aulo Belaeo se acercó a él con grandes zancadas desde el otro lado de la plaza y le tomó las manos, que él se retorcía nervioso.

—Está bien, Burgundus, no tendrás que hacerlo. Ahora deja de llorar. Eso es; buen chico. Ya está.

—¡No puedo matar a Cayo Mario! —repitió Burgundus, limpiándose la nariz en el brazo, porque Belaeo no le soltaba las manos—. ¡Y no puedo consentir que nadie mate a Cayo Mario!

—Nadie va a matar a Cayo Mario —dijo Belaeo con firmeza—. Todo ha sido un malentendido. Ahora, cálmate y haz algo útil. Ve a casa de Marco Furio y trae el vino y el manto que te dará, se lo llevas a Cayo Mario, le conduces a mi casa y nos esperáis allí.

El gigante se tranquilizó como un niño, dirigió una beatífica sonrisa a Aulo Belaeo y se dispuso a hacer lo que le decían.

Belaeo se volvió hacia la multitud que de nuevo se congregaba allí y clavó los ojos en los
duumviri
que se dirigían a vivo paso hacia el consejo municipal con aire agresivo.

—Bien, ciudadanos de Minturnae, ¿vais a consentir que recaiga sobre nuestra querida ciudad la detestable tarea de matar a Cayo Mario?

—¡Aulo Belaeo, tenemos que hacerlo! —replicó sin aliento el magistrado más viejo—. ¡Es reo de alta traición!

—¡Igual me da que sea reo de todos los delitos constitucionales! —replicó Aulo Belaeo—. ¡Minturnae no puede ejecutar a Cayo Mario!

La multitud clamaba efusivamente en apoyo de Aulo Belaeo y los magistrados convocaron una reunión pública para discutir el asunto. Y llegaron a la conclusión irrevocable de que había que liberar a Cayo Mario. Minturnae no podía hacerse responsable de la muerte de un hombre que había sido seis veces cónsul de Roma y la había salvado de la invasión germana.

—Así pues —decía Aulo Belaeo, animoso, poco después a Mario—, me alegra poderos decir que volveréis a embarcar en mi navío con los mejores deseos de toda Minturnae, incluidos nuestros bobos Y estrictos magistrados. Y esta vez el barco zarpará sin que nadie os obligue a desembarcar, os lo prometo.

Después de bañarse y comer, Mario se sentía mucho mejor.

—Me han hecho objeto de muchas amabilidades desde que dejé Roma, Aulo Belaeo, pero en ningún sitio como en Minturnae. Nunca me olvidaré de esta ciudad —dijo, volviéndose para dirigir al gigantesco Burgundus la mejor sonrisa de que era capaz su pobre rostro hemipléjico—. Ni tampoco olvidaré que me salvó la vida un germano. Gracias.

Belaeo se puso en pie.

—Me gustaría tener el honor de albergaros en mi casa, Cayo Mario, pero no estaré tranquilo hasta ver vuestro barco salir de la bahía. Permitidme que os escolte ahora mismo hasta el muelle. Ya dormiréis a bordo.

Al salir a la estrecha calle en que estaba la casa de Belaeo, casi toda Minturnae aguardaba para acompañarle al puerto. Sonaron vítores por Cayo Mario, quien los acogió con regia dignidad. Luego se encaminaron todos al muelle, alegres e importantes como no se habían sentido durante años. En el muelle, Mario abrazó a Aulo Belaeo delante de todos.

—Tenéis el dinero a bordo —dijo Belaeo con lágrimas en los ojos—. Os he dispuesto ropa y un vino mucho mejor que el que bebe normalmente el capitán. Además, os entrego al esclavo Burgundus, puesto que no tenéis servidumbre. En la ciudad se teme por su vida, si vuelven esos soldados y algún necio cuenta lo sucedido. No merece morir y lo he comprado para vuestro servicio.

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