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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

La corona de hierba (130 page)

BOOK: La corona de hierba
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Roma sufría, además, la presión de los itálicos recién emancipados, que estaban amargamente resentidos por su condición tribal, pese a que según las
leges Corneliae
era como si no existiesen sus votos en el seno de las tribus. Las leyes de Publio Sulpicio les habían abierto el apetito, y con su derogación había crecido el resentimiento. Después de más de dos años de guerra, quedaban todavía hombres de relieve entre los aliados itálicos que inundaban el Senado con cartas de queja por ellos mismos y por cuenta de sus hermanos itálicos menos privilegiados. Cinna los habría atendido de buena gana con una ley que distribuyera a todos los nuevos ciudadanos por igual entre las treinta y cinco tribus, pero ni el Senado ni la facción dirigida por el primer cónsul Octavio querían saber nada. Y la constitución de Sila se lo entorpecía enormemente.

Sin embargo, vio en Sextilis un primer rayo de esperanza; llegó noticia de que Sila estaba muy ocupado en Grecia y que seguramente no podría regresar de repente a Roma para reforzar su constitución, y Cinna pensó que había llegado el momento de zanjar sus diferencias con Pompeyo Estrabón, que seguía ocioso en Umbría y Picenum con cuatro legiones. Sin decir a nadie adónde iba, ni siquiera a su esposa, emprendió viaje para ver qué decía Pompeyo Estrabón ahora que Sila estaba entretenido con la guerra contra Mitrídates.

—Estoy dispuesto a hacer contigo el mismo trato que hice con el otro Lucio Cornelio —dijo el estrábico señor de Picenum, que le había recibido con cierta frialdad, pero tampoco se había mostrado renuente a escucharle—. Tú me dejas tranquilo con mis asuntos en este rincón del gran mundo romano y yo no te molesto en la gran urbe.

—¡Así que eso era…! —exclamó Cinna.

—Eso era.

—Tengo que rectificar numerosas alteraciones que el otro Lucio Cornelio hizo en nuestro sistema de gobierno —dijo Cinna con voz desapasionada—. Y quiero distribuir a los nuevos ciudadanos uniformemente entre las treinta y cinco tribus; y me atrae la idea de repartir a los libertos romanos entre las tribus —añadió, reprimiendo la indignación de tener que pedir permiso a aquel carnicero picentino para hacer lo que había que hacer—. ¿Qué te parece todo esto, Cneo Pompeyo?

—Haz lo que quieras —contestó Pompeyo, indiferente—, con tal de que me dejes en paz.

—Te doy mi palabra de que te dejaré en paz.

—¿Vale tanto tu palabra como tu juramento, Lucio Cinna?

—Aquel juramento no valió —replicó Cinna con gran dignidad, enrojeciendo—. Agarré una piedra en mi mano para invalidarlo.

Pompeyo Estrabón echó hacia atrás la cabeza y demostró lo que era relinchar riendo.

—Ah, ¿un auténtico leguleyo del Foro, no? —inquirió cuando pudo.

—¡Ese juramento no me obliga! —insistió Cinna, todavía ruborizado.

—Pues entonces eres aún más loco que el otro Lucio Cornelio. Y cuando regrese vas a durar menos que un copo de nieve en el fuego.

—Si crees eso, ¿por qué me dejas hacer lo que quiero hacer?

—Porque el otro Lucio Cornelio y yo nos entendemos; por eso —contestó Pompeyo Estrabón—. A mí no me va a echar la culpa de lo que ocurra. Te la echará a ti.

—Quizá el otro Lucio Cornelio no regrese.

El comentario provocó otro relincho de hilaridad.

—¡No cuentes con eso, Lucio Cinna! El otro Lucio Cornelio anda siempre de la mano de la Fortuna y lleva una vida mágica.

Cinna regresó a Roma sin detenerse en el feudo de Pompeyo Estrabón ni un minuto más de lo necesario. Prefería dormir en una casa cuyo dueño fuese menos temible, y por ello tuvo que escuchar de boca de su anfitrión en Assissium la historia de los ratones que se habían comido los calcetines de Quinto Pompeyo Rufo, presagiando su muerte. Pensándolo bien, se dijo Cinna una vez en Roma, no me gusta esa gente del norte. Son muy primitivos y muy apegados a los antiguos dioses.

A principios de septiembre se celebraban en Roma los grandes juegos anuales, los
ludi romani
. En los tres últimos años habían sido económicamente muy modestos a causa de la guerra y de la falta de las grandes sumas de dinero que los ediles generalmente consideraban conveniente extraer de su propia bolsa. Se habían esperado grandes cosas del edil del año anterior, Metelo Celer, pero todo había quedado en agua de borrajas. Sin embargo, la pareja del año en curso era fabulosamente rica y en Sextilis se vio que, efectivamente, cumplirían su palabra y habría juegos importantes. Así, se difundió por toda la península el rumor de que los juegos iban a ser algo nunca visto. Y, en consecuencia, todos los que podían permitirse el viaje a Roma decidieron de pronto que el mejor remedio para las secuelas y el malestar de la guerra era tomarse unas vacaciones y ver los
ludi romani
. Miles de itálicos recién emancipados y resentidos por el modo deplorable en que se les había tratado comenzaron a llegar a la ciudad hacia final de Sextilis. Había aficionados al teatro, a las carreras de carros, a la caza de fieras, al espectáculo… Todos los que podían acudieron. La ocasión era particularmente interesante para los amantes del teatro, pues se había logrado que el viejo Accio dejase su Umbría natal para presentar su última obra.

Y Cinna decidió actuar de una vez. Su aliado, el tribuno de la plebe Marco Virgilio, convocó una reunión «oficiosa» de la Asamblea plebeya y anunció a la multitud (en la que había muchos forasteros itálicos) que iba a presionar al Senado para lograr una distribución ecuánime de los nuevos ciudadanos. Era una reunión prevista estrictamente para llamar la atención de los que se interesaban por aquel asunto, ya que Marco Virgilio no podía legislar con un organismo que lo tenía prohibido.

Luego, Virgilio presentó la propuesta al Senado y se le dijo taxativamente que los padres conscriptos no pensaban debatir el asunto, del mismo modo que no lo habían hecho en enero. Virgilio se encogió de hombros y se sentó en el banco tribunicio junto a Sertorio y los demás. Había hecho lo que Cinna le había pedido: sondear al Senado. Que Cinna hiciera todo lo demás.

—Muy bien —dijo Cinna a sus aliados—, vamos a ello. Prometemos a todos que si nuestras leyes para restablecer la constitución en su antigua versión y tratar el asunto de la nueva ciudadanía se aprueban en la asamblea centuriada, promulgaremos una ley de cancelación general de deudas. Las promesas de Sulpicio fueron sospechosas porque legisló a favor de los acreedores del Senado, pero nosotros no tenemos esa contrariedad y nadie desconfiará.

La actividad que siguió no fue clandestina, aunque no se divulgó para que no llegase a oídos de los que se oponían a la anulación de deudas. Tan desesperada era la situación de la mayoría —incluso de la primera clase— que Cinna recibió inopinadamente el apoyo de la opinión pública, ya que por cada senador o caballero que no debía dinero o era prestamista, había seis o siete que estaban endeudados, algunos hasta el cuello.

—Tendremos problemas —dijo el primer cónsul Cneo Octavio Ruso a sus colegas Antonio Orator y a los hermanos César—. Con ese cebo de la cancelación general de deudas para los codiciosos y los indigentes, Cinna conseguirá lo que quiere, incluso entre la primera clase y las centurias.

—Desde luego hay que admitir que es muy listo no intentando convocar a la plebe y a todo el pueblo para promulgarlo en las asambleas —dijo Lucio César, inquieto—. Si aprueba las leyes con las centurias, será legal según la actual constitución de Lucio Cornelio. Y tal como está el
fiscus
y la situación aún peor del dinero privado, las centurias votarán en bloque lo que desea Lucio Cinna.

—Y el censo por cabezas se amotinará —terció Antonio Orator.

Pero Octavio, que era con gran diferencia el que más sabía de economía, meneó la cabeza.

—¡No, el
capite censi
no, Marco Antonio! —dijo atropelladamente, porque era hombre de poca paciencia—. La clase más baja nunca está endeudada… porque no tiene dinero. Los que lo piden prestado son los de las clases medias y altas, que se ven obligados a ello fundamentalmente para seguir ascendiendo y muchas veces para mantener su categoría. Ningún prestamista atiende a nadie que no tenga un respaldo económico. Por eso, cuanto más alta es la clase, mayor es el número de los que deben dinero.

—Entonces, ¿tú opinas que las centurias aprobarán esta ley inaceptable? —inquirió Catulo César.

—¿Tú no, Quinto Lutacio?

—Sí, mucho me temo que sí.

—¿Y qué podemos hacer? —inquirió Lucio César.

—Ah, yo sé qué hacer —dijo Octavio, indignado—. Pero lo haré sin decírselo a nadie; ni siquiera a vosotros.

—¿Qué creéis que piensa hacer? —inquirió Antonio Orator una vez que Octavio se hubo alejado hacia el Argiletum.

—No tengo la menor idea —contestó Catulo César, moviendo la cabeza y poniendo ceño—. ¡Ah, ojalá tuviese la capacidad y la habilidad de Lucio Sila! Pero él es un hombre de Pompeyo Estrabón y no la tiene.

—Tengo un mal presentimiento —dijo su hermano Lucio César, estremeciéndose—. Seguro que lo que se propone hacer no es lo adecuado.

—Creo que voy a estar diez días fuera de Roma —dijo enérgico Antonio Orator.

Y, al final, todos decidieron que era lo más prudente.

Seguro de sí mismo, Cinna determinó la fecha del
contio
de la asamblea centuriada: el sexto día antes de los idus de septiembre, es decir, dos días después del inicio de los
ludi romani
. Aquel mismo día al amanecer se evidenció sin ningún género de dudas que había incontables deudores y cuánto ansiaban ser liberados de la carga, cuando en el Campo de Marte se congregaron unas veinte mil personas para asistir al
contio
de Cinna. Todos deseaban poder votar aquel día, cosa que Cinna les había explicado tenazmente que era imposible, porque habría sido necesario en primer lugar que su ley derogase la
lex Caecilia Didia prima
(como había hecho Sila). No, insistió Cinna inquebrantable, había que respetar el habitual plazo de espera de tres
nundinae
. Pero prometió promulgar más leyes en otros
contiones
antes de que llegase la fecha de votación de la primera ley. Esto calmó los ánimos y todos quedaron convencidos de que la cancelación general de deudas sería una realidad mucho antes de que Cinna dejara el cargo.

Había dos leyes que Cinna quería tratar aquel primer día: la distribución de los nuevos ciudadanos entre las tribus y el perdón de los diecinueve proscritos. A todos, desde Cayo Mario hasta el caballero más humilde, se les devolvían las propiedades; Sila no había hecho nada por confiscarlas en los últimos días de su consulado, y los nuevos tribunos de la plebe —que aún podían interponer el veto ante el Senado— habían hecho ver que no vetarían a quien quisiera tomar la iniciativa de confiscación.

Así, cuando los veinte mil miembros de las clases se congregaron en el césped del Campo de Marte, lo hicieron deseosos de oír la única ley que podían aprobar: el regreso de los proscritos. Nadie acudía con la intención de distribuir a los nuevos ciudadanos entre las tribus, porque con ello se diluiría su actual poder en las asambleas tribales, y todos sabían que esa ley era la premisa para devolver el poder a las asambleas tribales. Cinna y sus tribunos de la plebe se presentaron ante la multitud, abriéndose camino entre los grupos, respondiendo a preguntas y calmando a quienes aún se mostraban reticentes respecto a los itálicos. Indudablemente, lo que más apaciguaba los ánimos era la promesa de una cancelación general de deudas.

Tan ensimismada estaba la vasta asamblea hablando, bostezando, aguardando con apatía a que hablase Cinna —que ya había subido a la tribuna con sus acólitos—, que nadie advirtió un aluvión de recién llegados. Eran togados, tranquilos, y parecían miembros de la tercera y cuarta clases.

Cneo Octavio Ruso no había servido en vano de legado con Pompeyo Estrabón. Su remedio para los males que aquejaban al Estado estaba soberbiamente organizado y bien previsto. El millar de antiguos combatientes del ejército que había contratado (con dinero de Pompeyo Estrabón y de Antonio Orator) rodeaban ya a los congregados y se habían despojado de la toga, descubriendo la coraza y las armas, sin que la multitud se hubiese percatado, y en un momento dado, en medio de fuertes silbidos y abucheos, se lanzaron sobre los reunidos por todos lados arreándoles con la espada. Pronto hubo cientos y miles de bajas, pero muchos más perecieron aplastados por los electores, presa del pánico. Azuzados unos contra otros por la oleada de atacantes, transcurrió un tiempo antes de que la multitud reaccionara y echara a correr para librarse de las espadas.

Cinna y los seis tribunos de la plebe no se vieron acorralados como el público y pudieron huir de la tribuna, salvando así sus vidas; pero dos tercios de los que estaban abajo no tuvieron tanta suerte y cuando Octavio llegó a ver su obra, varios miles de las clases altas y de la asamblea centuriada yacían cadáveres en el Campo de Marte. Octavio estaba furioso, porque lo que él quería es que hubiesen matado antes a Cinna y a los tribunos de la plebe, pero hasta los que se vendían para asesinar a víctimas inocentes tenían sus reglas, y consideraban demasiado peligroso asesinar a magistrados en el desempeño de sus funciones.

Quinto Lutacio Catulo César y su hermano Lucio Julio César estaban juntos en Lanuvium y allí se enteraron de la matanza que toda Roma comenzaba a denominar pocas horas después el Día de Octavio, y ambos regresaron inmediatamente a la ciudad para enfrentarse a él.

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