La corona de hierba (133 page)

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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

BOOK: La corona de hierba
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Cneo Octavio y su colega custodio del cargo consular, el
flamen dialis Merula
, vieron cómo transcurría octubre sin que las posiciones de los ejércitos cambiasen, y se desesperaron. Siempre que lograban una audiencia con Pompeyo Estrabón, éste invocaba algún motivo para no atacar, y Octavio y
Merula
tuvieron necesariamente que llegar a la conclusión de que el motivo real era que prefería superar en número al adversario en el campo de batalla, cuando en realidad el que le superaba en número a él era Cinna.

Cuando se supo en Roma que Mario se había apoderado de Ostia y que no habría barcazas que trajeran el grano de la última cosecha, los ciudadanos cayeron en una especie de tristeza en lugar de ceder al pánico. Los cónsules vieron el futuro muy negro y se preguntaron cuánto podrían resistir si Pompeyo Estrabón seguía negándose a atacar al enemigo.

Finalmente, Octavio y
Merula
decidieron reclutar tropas entre los itálicos e hicieron que el Senado recomendase a las centurias que a los itálicos que apoyasen al «auténtico» gobierno de Roma se les concediese la ciudadanía en todas las tribus. Una vez aprobada la ley, se enviaron heraldos por toda Italia para proclamarla e instar al alistamiento.

Pocos se presentaron, fundamentalmente porque los tribunos de la plebe de Cinna se habían anticipado al «auténtico» gobierno de Roma más de dos meses atrás.

Luego, Pompeyo Estrabón insinuó que si Metelo Pío traía sus dos legiones de Aesernia, juntos derrotarían a Cinna y Mario. Así pues, Octavio y
Merula
enviaron una delegación a entrevistarse con el Meneítos en el sitio de Aesernia, suplicándole que concluyese un tratado de paz con la coalición samnita y acudiese a Roma lo antes posible.

Indeciso entre su deber de reducir Aesernia y la crítica situación que vivía Roma, el Meneítos montó a caballo para parlamentar de paz con el paralizado Cayo Papio Mutilo, quien, naturalmente, estaba al corriente de lo que sucedía en la capital del imperio.

—Estoy dispuesto a concluir un tratado de paz contigo, Quinto Cecilio —dijo Mutilo desde su litera—, con las siguientes condiciones: devolver a los samnitas lo que les habéis arrebatado, es decir, los desertores y prisioneros sanos y salvos; que renunciéis a reclamar lo que los samnitas os han saqueado y conceder plena ciudadanía romana a todos los hombres libres en la nación del Samnio.

—¡Sí, claro, Cayo Papio! —exclamó sarcástico Metelo Pío, retrocediendo indignado—. ¿Y por qué no nos pedís que pasemos bajo el yugo, igual que hicieron los samnitas tras la batalla de las Horcas Caudinas hace doscientos años? ¡Tus condiciones son totalmente inaceptables! ¡Adiós!

Con la cabeza alta y el torso muy derecho, volvió grupas hacia el campamento e informó fríamente a la delegación de Octavio y
Merula
que no habría tratado de paz, y que por consiguiente no podría acudir en ayuda de Roma.

El samnita Mutilo regresó en su litera a Aesernia mucho más contento que el Meneítos: se le acababa de ocurrir una brillante idea. Pasada la medianoche, un correo cruzó las líneas romanas con una carta para Cayo Mario, en la que Mutilo le decía si le interesaba concluir un tratado de paz con Samnio. Aunque sabía perfectamente que Cinna era el cónsul rebelde y Mario tan sólo un
privatus
sublevado, no se le habría ocurrido enviársela a Cinna, porque en cualquier empresa en que Mario anduviese metido, él era el que mandaba, el que tenía ascendiente.

Con Mario, que ya estaba cerca de Roma, iba el tribuno de los soldados Cayo Flavio Fimbria; había estado de servicio en la legión de Nola, y, al igual que sus colegas Publio Annio y Cayo Marcio Censorino, había optado por seguir a Cinna. Pero en el momento en que Fimbria supo del desembarco de Mario en Etruria, fue rápidamente a su encuentro, para complacencia del gran hombre.

—Es inútil que actúes de tribuno de los soldados con esta tropa —dijo Mario—. No son soldados romanos; casi todos son esclavos. Así que te doy el mando de la caballería númida que me he traído de Africa.

Al recibir la carta de Mutilo, Mario mandó llamar a Fimbria.

—Ve a entrevistarte con Mutilo en el paso de Melfa, donde dice que estará —dijo Mario, enfurruñado—. Sin duda quiere restregarnos por las narices las veces que fuimos derrotados en ese mismo lugar. Pero, en fin, de momento no haremos caso de su insolencia. Habla con él, Cayo Flavio, y acepta todo lo que te pida, aunque sea el mando de toda Italia o un viaje al país de los hiperbóreos. Ya haremos picadillo más adelante a Mutilo y a los sanmitas.

Mientras esto sucedía, una segunda comisión de Roma llegaba a Aesernia para entrevistarse con Metelo Pío. La formaban hombres de mayor fuste: Catulo César y su hijo Catulo, y Publio Craso el Censor con su hijo Lucio.

—¡Te lo suplico, Quinto Cecilio —dijo Catulo César al Meneítos y a su legado Mamerco—, deja la mínima fuerza necesaria en el asedio y ven a Roma! Porque si no será inútil que continúes el sitio de Aesernia, pues habrá perecido Roma y todo lo que representa.

Y Metelo Pío accedió. Dejó a Marco Plautio Silvano con cinco miserables cohortes de soldados súbitamente aterrados, y apenas las otras quince cohortes habían desaparecido en dirección a Roma, cuando los samnitas hicieron una salida, dieron un escarmiento a las esqueléticas fuerzas romanas y recuperaron todo el territorio del Samnio en poder de Roma. Los samnitas que no habían marchado con Cinna sobre Roma, ahora dominaban toda la Campania sudoeste hasta casi Capua; la pequeña ciudad de Abella fue saqueada y quemada y después un segundo ejército samnita fue a unirse a los sublevados. Pero estos últimos itálicos no dieron a Cinna ningún quebradero de cabeza, porque fueron a ofrecerse directamente a Mario.

Con Metelo Pío iban Mamerco y Apio Claudio Pulcher, y las quince cohortes que trajeron de Aesernia fueron situadas en las fortificaciones del Janículo y el mando de la guarnición se dio a Apio Claudio. Desgraciadamente, Octavio se empeñó en retener el título de comandante jefe de la guarnición, cosa que Apio Claudio se tomó como una descomunal ofensa. ¿Por qué tenía él que hacer toda la faena y no llevarse gloria alguna? Resentido, comenzó a considerar el cambiar de bando.

El Senado había enviado también mensaje a Publio Servilio Vatia en la Galia itálica, donde había en pie de guerra dos legiones entrenadas; una estaba en Placentia con el legado Cayo Celio y la otra en Aquileia con Vatia, en el extremo este. Las dos fuerzas tenían exclusivamente el cometido de intimidar a los galos itálicos, pues Vatia temía el odio acumulado contra Roma por no haber pagado sus deudas, en particular en las ciudades de manufacturas metálicas próximas a Aquileia. Al recibir la carta del Senado, Vatia comunicó a Celio que desplazara su legión de Placentia hacia el este, y él se puso en camino con la suya hacia Roma en cuanto aquél le indicó que podía hacerlo con toda confianza.

Desgraciadamente para el «auténtico» gobierno de Roma, cuando Vatia llegó a Ariminum se encontró con el proscrito tribuno de la plebe Marco Mario Gratidiano, que había sido enviado al norte de la Via Flaminia con todas las cohortes que pudo confiarle Cinna, por si el gobernador de la Galia itálica intentaba enviar refuerzos. Después de que sus bisoños reclutas dieran una pobre muestra de valor, Vatia retrocedió hasta su provincia y desechó la idea de acudir en auxilio de Roma. Al escuchar una versión tergiversada de lo que había sucedido en Ariminum, Cayo Celio, que era un hombre muy depresivo, pensó que estaba todo perdido para el «auténtico» gobierno de Roma y se suicidó.

Octavio,
Merula
y el resto del «auténtico» gobierno de Roma vieron cómo su posición se deterioraba por momentos. Cayo Mario llegó haciendo cabriolas por la Via Campana y situó a sus tropas al sur de la guarnición del Janículo; visto lo cual, el resentido Apio Claudio colaboró secretamente con él y le permitió cruzar las defensas y estacadas externas de la fortaleza, que no cayó gracias a que Pompeyo Estrabón distrajo la atención de Cinna, que apoyaba a Mario, lanzándose contra la colina Pinciana y entablando combate con Sertorio. Simultáneamente, Octavio y el censor Publio Craso conducían una fuerza de refresco formada por voluntarios a través del puente de madera y aliviaron la situación de la ciudadela en el momento en que estaba a punto de caer. Entorpecido por la falta de disciplina de sus soldados esclavos, Mario se vio obligado a retroceder, mientras caía el tribuno de la plebe Cayo Millonio, que intentaba ayudarle. Publio Craso y su hijo quedaron permanentemente en la ciudadela del Janículo para vigilar a Apio Claudio, que había vuelto a cambiar de idea y pensaba que el «auténtico» gobierno saldría victorioso. Y Pompeyo Estrabón, informado de que la fortaleza no corría peligro, ordenó cesar el combate con las legiones de Sertorio y regresó a su campamento ante la puerta Collina, próxima a la colina Pinciana.

A decir verdad, las cosas distaban mucho de irle bien a Pompeyo Estrabón. Su hijo, que siempre le acompañaba, nada más reintegrarse al campamento hizo que el padre se metiera en cama. Le había afectado la fiebre durante el combate y, a pesar de que Pompeyo Estrabón siguió en persona al frente del mando, para su hijo y sus legados era evidente que no estaba en condiciones de proseguir su relativo éxito en el Campo de Marte. Demasiado joven para haberse granjeado la confianza de la tropa picentina, Pompeyo hijo optó por no intentar asumir el mando, y menos en medio de cruentos combates.

Durante tres días el señor de Picenum norte y la Umbría adyacente tuvo que quedarse en su casa, presa de los peores estragos de las fiebres tifoideas, mientras el joven Pompeyo y su amigo Marco Tulio Cicerón le cuidaban con toda devoción y las tropas aguardaban un desenlace. En las primeras horas del cuarto día, Pompeyo Estrabón, tan fuerte y vigoroso, moría de deshidratación y emaciación.

Apoyado en Cicerón, su doliente hijo descendió por el vicus Sub
Agger
e, por debajo de la doble muralla del
Agger
, camino del templo de Venus Libitina para disponer el entierro de su progenitor. De haberse celebrado en Picenum, en alguna de las enormes fincas del difunto, habría sido un desfile tan majestuoso como el de un general triunfante, pero el hijo era tan listo como capaz y sabía que las exequias debían ser lo más sencillas posible dadas las circunstancias; estaba bastante harta la tropa, y los vecinos del Quirinal, Viminal y Esquilino superior odiaban profundamente al general, a quien consideraban culpable de las enfermedades que hacían estragos.

—¿Qué vas a hacer? —inquirió Cicerón al avistar los cipreses que rodeaban las casetas del gremio de enterradores.

—Me marcho a Picenum —contestó Pompeyo entre profundos sollozos, sin poder contener el llanto—. ¡Mi padre no tenía que haber venido… yo le aconsejé que no viniera! ¡Que perezca Roma, dije! Pero él no me hizo caso. Alegó que tenía que defender mi patrimonio, asegurarse de que Roma seguía siendo Roma para cuando llegara mi día de ser cónsul.

—Ven conmigo a la ciudad y quédate un tiempo en mi casa —dijo Cicerón, también lloroso—, pese a lo que había detestado y temido a Pompeyo Estrabón, no era indiferente a la aflicción del hijo—. ¡Cneo Pompeyo, he visto a Accio! Ha venido a Roma para presentar su nueva obra en los
ludi romani
y cuando estalló el enfrentamiento entre Lucio Cinna y Cneo Octavio dijo que era demasiado viejo para regresar a Umbría en las actuales circunstancias. Supongo que le debe gustar el ambiente actual, dramático y tan verídico. Anda, ven y quédate un tiempo en mi casa. Tú eres pariente del gran Lucilio… y disfrutarás con Accio. Y así dejarás de pensar en este horrendo caos.

—No —contestó Pompeyo, lloroso—. Me marcho a casa.

—¿Con el ejército?

—Era de mi padre. Que se lo quede Roma.

Los dos jóvenes pasaron varias horas paseando entristecidos y no regresaron a la villa en las cercanías de la puerta Collina, en la que Pompeyo Estrabón había instalado su residencia, hasta pasado el mediodía. Nadie —y menos el afligido Pompeyo hijo— había pensado en montar una guardia en la mansión; el general había muerto y no había nada de valor dentro. Había pocos criados debido a las bajas por enfermedad, pero antes de salir el hijo con su amigo, ya habían colocado el cadáver en la cama, con dos mujeres componiendo el velatorio.

Pero Pompeyo y Cicerón se encontraron a su vuelta la villa tranquila y en silencio, como si estuviera deshabitada. Y cuando entraron en la habitación en que yacía Pompeyo Estrabón de cuerpo presente se encontraron con que había desaparecido.

—¡Vive! —exclamó gozoso el hijo, con el rostro radiante.

—Cneo Pompeyo, tu padre ha muerto —dijo Cicerón, a quien el recuerdo del padre no movía su emoción, y conservaba su sentido común—. ¡Vamos, cálmate! Sabes que cuando salimos estaba muerto. Le lavamos y le vestimos. ¡Estaba muerto!

El rostro de Pompeyo hijo se ensombreció, pero no rompió a llorar, sino que adoptó una expresión implacable.

—¿Y dónde está, entonces?

—Creo que se han ido todos los criados, hasta los que estaban enfermos —dijo Cicerón—. Antes que nada vamos a mirar por la casa.

El registro no dio ningún resultado ni clave alguna respecto a dónde habría podido ir a parar el cadáver de Pompeyo Estrabón. El hijo cada vez más obcecado y el intelectual cada vez más estupefacto salieron de la villa sin que nada rompiera aquel silencio, y estuvieron un rato en la Via Nomentana, mirando en ambas direcciones.

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