—Sí, todo eso lo sé —comentó Druso en tono amable.
—No importa, me parece que debes volver a oírlo, Marco Livio. Nuestros censores son una curiosa pareja. Antonio Orator nunca me ha parecido realmente eficiente, aunque supongo que, pensando en la clase de campaña que efectuó contra los piratas, debe de serlo. En cuanto a Lucio Valerio,
flamen
Martialis
y consular, lo único que recuerdo de él es el lío que organizó el último año de Saturnino, cuando Cayo Mario no podía gobernar por enfermedad. No obstante, se dice que no hay nadie que no haya nacido dotado de algún talento, y ahora resulta que Lucio Valerio tiene talento para lo que podríamos llamar logística. Hoy he entrado por la puerta Collina y paseaba por el bajo Foro cuando me tropecé con Lucio Valerio. —Silo abrió unos ojos como platos, haciendo un teatral gesto de sorpresa—. ¡Imagínate cómo me quedé cuando me saludó y me dijo si tenía un rato para charlar! ¡A mí, un itálico! Naturalmente, le contesté que estaba a su disposición. En resumen, que quería que le indicase los nombres de algunos marsos con ciudadanía romana que estuvieran dispuestos a efectuar un censo de ciudadanos con derecho latino en territorio marso. Y a fuerza de hacerme el obtuso, al final conseguí que me lo explicase todo. Él y Antonio Orator quieren formar una plantilla especial de lo que ellos llaman administrativos censuales y enviarla por toda Italia y la Galia itálica a finales de año y a principios del que viene para que hagan el censo de las zonas rurales más remotas. Según Lucio Valerio, a vuestros nuevos censores les preocupa que tal como se ha efectuado hasta ahora queden muchos ciudadanos de áreas rurales y con derecho latino que no se hayan inscrito por desidia. ¿A ti qué te parece?
—¿Qué va a parecerme? —replicó Druso, perplejo.
—En primer lugar, Marco Livio, considero que eso es ver las cosas claras.
—Desde luego, y con gran sentido comercial. ¿Pero qué otra cosa especial ves tú para estar tan contento?
—Mi querido Druso, si los itálicos podemos presentarnos a esos administrativos del censo, con toda seguridad podrán inscribir a un gran número de itálicos que merezcan la ciudadanía romana. No la chusma, sino hombres que por derecho merecerían haber sido romanos hace muchos años —dijo Silo con gran convicción.
—Eso no es posible —replicó Druso muy serio—. No es ético y es ilícito.
—¡Es un derecho moral!
—No se trata de la moral, Quinto Popecio, sino de la ley. Todo ciudadano espúreo inscrito en los rollos de Roma será ¡legal. Yo no puedo aprobar eso, ni tu deberías tampoco. ¡No, no me repliques nada! Piénsalo y verás que tengo razón —añadió Druso con firmeza.
Durante un buen rato, Silo observó la expresión de su amigo y finalmente alzó las manos, exasperado.
—¡Oh, maldita sea, Marco Livio, sería tan fácil!
—Sí, y más fácil aún de desenmarañar una vez hecho el mal. Al inscribir a esos falsos ciudadanos, los expones a la furia de la ley romana y a que sus nombres se anoten en una lista negra y les impongan fuertes multas —dijo Druso.
—Bien, bien —replicó Silo con un suspiro, encogiéndose de hombros—, ya te entiendo, pero era una buena idea.
—No era una buena idea —replicó Marco Livio Druso, decidido a no dar su brazo a torcer.
Silo no dijo nada más, pero cuando la casa —con menos gente aquellos días— quedó tranquila por la noche, tomó ejemplo de la ausente Livia Drusa y fue a sentarse en la balaustrada del peristilo.
Ni por un momento se le había ocurrido pensar que Druso no fuese a coincidir con sus apreciaciones; de haberlo pensado, no le habría planteado el asunto. Quizá, pensó Silo entristecido, era ése el motivo por el que muchos romanos decían que los itálicos nunca podrían ser romanos. No entendía la mentalidad de Druso.
Ahora su posición era comprometida porque había descubierto sus intenciones y se daba cuenta de que no podía contar con el silencio de Druso. ¿Iría Druso al día siguiente a contárselo todo a Valerio Flaco y a Marco Antonio Orator?
No le quedaba más remedio que aguardar acontecimientos. Y tendría que trabajar a fondo —¡y con mucha sutileza!— para convencer a Druso de que lo que había calificado de luminosa idea, concebida entre el Foro y el Palatino, era una tontería que no merecía la pena y que se había disipado con un buen sueño.
Pero no tenía intención de abandonar el proyecto. Al contrario, su simplicidad y propósito lo hacían cada vez más atractivo. ¡Los censores esperaban que se inscribieran muchos miles de ciudadanos! ¿A qué, si no, prever un notable aumento de la inscripción rural? Tenía que viajar en seguida a Bovianum a ver a Cayo Papio Mutilo el samnita y luego irían juntos a hablar con otros dirigentes de los aliados itáliCos. Cuando los censores comenzasen a enrolar en serio su pequeño ejército de administrativos, los dirigentes itálicos tenían que estar preparados para sobornarlos y situar en el cargo a empleados que trabajasen en secreto por la causa itálica, alterando o añadiendo rollos al censo. No podrían falsificar nada en la ciudad de Roma, ni él realmente se lo proponía, porque no merecía la pena incluir a los habitantes itálicos de Roma que no tuvieran la ciudadanía, dado que habían emigrado desde las tierras de sus antepasados para vivir mejor o peor en una gran metrópolis y estaban irremediablemente integrados.
Estuvo mucho rato sentado en la columnata reflexionando sobre los medios y los métodos para lograr su propósito de igualdad para todos los itálicos de la península.
Por la mañana se dispuso a borrar la indiscreta conversación con Druso, debidamente arrepentido aunque contento, como si realmente no le importase lo más mínimo que Druso le hubiera mostrado lo equivocado que estaba.
—Estaba en un error —le dijo en tono melifluo—.
consulta
ndo con la almohada me he dado cuenta de que tenías toda la razón.
—¡Estupendo! —comentó Druso sonriendo.
Quinto Servilio Cepio no regresó a casa hasta el otoño del año siguiente, después de viajar desde Esmirna, en la provincia de Asia, hasta la Galia itálica, a Utica, en la provincia de Africa, a Gades, en la Hispania Ulterior, y de nuevo a la Galia itálica, sembrando dadivosamente sus caudales y recogiendo mayores beneficios aún. Y poco a poco el oro de Tolosa fue transformándose en otra cosa: grandes parcelas de ricas tierras en las riberas del río Baetis, en la Hispania Ulterior, casas de alquiler en Gades, Utica, Corduba, Hispalis, la vieja y la nueva Cartago, Cirta, Nemausus, Arelate y las principales ciudades de la Galia itálica y la península italiana. A las poblaciones dedicadas al hierro y al carbón que fue creando en la Galia itálica, se fueron sumando ciudades de manufacturas textiles, y en las zonas en que las tierras de labranza eran excepcionales, Quinto Servilio Cepio las adquiría, sirviéndose de bancos itálicos más que romanos y de empresas igualmente itálicas. Todo ello sin que su fortuna saliese de Asia Menor.
Llegó a la casa de Marco Livio Druso en Roma sin anunciarse, y por ello, sólo entonces se enteró de que no estaban su esposa e hijas.
—¿Dónde se encuentran? —preguntó a su hermana.
—Donde tú dijiste que podían estar —contestó Servilia Cepionis un tanto perpleja.
—¿Cómo donde yo dije?
—Siguen en la casa de campo de Marco Livio en Tusculum —contestó ella, deseando que su marido volviese a casa.
—¿Y por qué diablos viven allí?
—Para estar más tranquilas —contestó Servilia Cepionis, llevándose la mano a la cabeza—. ¡Oh, debí de entenderlo mal! Estaba convencida de que Marco Livio me había dicho que tú estabas de acuerdo.
—Yo no estaba de acuerdo en nada —replicó Cepio, enojado—. ¡Estoy año y medio fuera, llego a casa esperando que mi esposa y mis hijas me den la bienvenida y resulta que no están! ¡Es absurdo! ¿Qué hacen en Tusculum?
Una de las virtudes que los hombres de la familia de los Servilios Cepionis más valoraban era la continencia sexual vinculada a la fidelidad conyugal, y Cepio no había estado con ninguna mujer durante todo aquel tiempo. En consecuencia, cuanto más se aproximaba a Roma, más crecían sus deseos de volver a yacer con su esposa.
—Livia Drusa estaba harta de Roma y se fue a vivir a la antigua villa de Livio Druso en Tusculum —añadió Servilia Cepionis, con el corazón latiéndole aceleradamente—. ¡De verdad que yo creía que habías dado tu consentimiento! En cualquier caso, a ella no le ha sentado nada mal; nunca la había visto tan bien y tan feliz —añadió, sonriendo a su hermano—. Tienes un hijito, Quinto Servilio. Nació en las calendas de diciembre pasado.
Era una buena noticia, pero no había noticia capaz de neutralizar el enfado de Cepio al descubrir que su esposa no estaba en casa y verse así obligado a postergar sus ansias.
—Envía a alguien que las traiga inmediatamente —dijo.
Poco después llegaba Druso, quien se encontró con su cuñado sentado muy erguido en el despacho, sin ningún libro en la mano ni otra cosa en su mente que la ausencia de Livia Drusa.
—¿Qué es esa historia de Livia Drusa? —inquirió nada más entrar Druso, sin hacer caso de la mano que le tendía ni darle un beso de hermano.
Previamente advertido por su esposa, Druso se dirigió despacio a tomar asiento tras el escritorio.
—Livia Drusa se trasladó a la villa de Tusculum durante tu ausencia —le contestó—. No hay nada malo en ello, Quinto Servilio. Estaba harta de la ciudad; eso es todo. Desde luego, el traslado le ha sentado muy bien y está estupendamente. Y tienes un hijo.
—Mi hermana me ha dicho que tenía la impresión de que yo había dado mi consentimiento al traslado —dijo Cepio con un bufido—. ¡Pues no lo di!
—Sí, Livia Drusa dijo que habías dado el consentimiento —replicó Druso impasible—. Pero bueno, eso es lo de menos. Supongo que no debió ocurrírsele hasta después de haberte marchado tú y para evitar inconvenientes dijo que estabas de acuerdo. Cuando la veas, creo que te darás cuenta de lo bien que ha obrado. Está mucho mejor que nunca de salud y de espíritu. Es evidente que le prueba la vida campestre.
—Tiene que ser disciplinada.
—Eso, Quinto Servilio —dijo Druso enarcando una de sus puntiagudas cejas—, no es asunto mío. No quiero saber nada. Lo que si quiero saber es cómo te ha ido el viaje.
Cuando la comitiva de criados llegó a la villa, aquel mismo día, la tarde ya avanzada, Livia Drusa estaba en casa para recibirlos. No mostró consternación alguna, se limitó a asentir con la cabeza, diciéndoles que estaría lista para volver a Roma al mediodía siguiente. Luego llamó a Mopsus y le dio instrucciones.
La antigua alquería tusculana se había transformado en una auténtica villa campestre, con jardín peristilo y todos los servicios higiénicos. Livia Drusa cruzó las habitaciones hasta la sala de estar, cerró puerta y persianas y se tumbó llorando en la camilla. Todo había acabado. Había vuelto Quinto Servilio, y para Quinto Servilio el hogar estaba en Roma. No la dejaría ir a Tusculum, y seguro que ya sabría que había mentido respecto a lo del permiso para trasladarse; lo que bastaba, dado su temperamento, para que le prohibiese volver a Tusculum por el resto de sus días.
Catón Saloniano no estaba porque había sesión del Senado en Roma, y hacía ya varias semanas que no le veía. Una vez enjugadas las lágrimas, se sentó en su pequeño escritorio, cogió un pliego, pluma y tinta y le escribió.
Ha vuelto mi marido y ha enviado criados a buscarme. Cuando leas la presente estaré ya en Roma entre los muros de la casa de mi hermano y a la vista de todos. No sé cuándo ni cómo podremos volver a vernos.
¿Cómo podré vivir sin ti? ¡Oh, mi adorado, mi tesoro! ¿Cómo podré soportarlo? No verte, no sentir tus brazos, tus manos, tus labios… ¡No lo soporto! Pero él me pondrá tantas restricciones y en Roma hay tanta gente, que desespero de poder volver a verte. Te amo más de lo que sé expresar. No lo olvides. Te amo.
Por la mañana fue a dar un paseo como de costumbre, diciendo a los criados que regresaría antes del mediodía, cuando habían de salir para Roma. Generalmente se apresuraba en acudir a la cita, pero aquella mañana caminó muy despacio, absorbiendo con los cinco sentidos la belleza del campo otoñal, grabando en su memoria todas las peñas y arbustos para los años de soledad que le aguardaban. Y cuando llegó a la casita encalada en que ella y Catón se habían encontrado durante veintiún meses, fue como sonámbula de una pared a otra, tocándolo todo, entristecida, con ternura. Contra toda esperanza había ansiado encontrarle allí, pero no estaba; dejó, pues, la nota a la vista sobre la cama, sabiendo que nadie mas se atrevería a entrar en la casa.
Después emprendió viaje a Roma, en medio del traqueteo y el bamboleo del
carpentum
de dos ruedas que Cepio consideraba adecuado para el transporte de su esposa. Al principio, Livia Drusa había insistido en llevar al pequeño Cepio —como todos llamaban a su hijo— en el vehículo con ella, pero al cabo de tres millas entregó el niño a un fuerte esclavo para que lo llevase a pie. Servililla estuvo algo más con ella, hasta que su estómago se sublevó y tantas veces se asomó a la ventanilla que también tuvo que seguir a pie. A Livia Drusa le habría encantado sobremanera unirse a ellos, pero cuando lo mencionó le comunicaron que el amo había dado instrucciones terminantes de que viajase en el
carpentum
con las ventanillas tapadas.
Servilia, a diferencia de Lilla, tenía un estómago de hierro y permaneció en el vehículo; cuando le dijeron de ir a pie, contestó altanera que las patricias no iban a pie. Se notaba claramente, pensó Livia Drusa, que la niña iba muy ilusionada. únicamente la estrecha convivencia de aquellos meses había hecho posible que la madre adquiriese tal penetración psicológica, porque aparentemente sólo se advertía un leve destello en los ojos y un ligero frunce en la comisura de aquella boquita sensual.
—Me alegra mucho que tengas ganas de ver a
tata
—dijo Livia Drusa, agarrándose a un sujetamanos en un momento en que el
carpentum
daba un peligroso tumbo.
—Ya sé que tú no —replicó Servilia aviesa.
—Procura entenderlo —exclamó la madre—. ¡Estaba encantada viviendo en Tusculum, sencillamente! ¡Odio Roma!
—¡Ja! —se burló Servilia.
Y ahí concluyó la conversación.
Cinco horas después, el
carpentum
y la escolta llegaban a casa de Marco Livio Druso.
—Habría llegado antes a pie! —dijo Livia Drusa con aspereza al
carpentarius
, que se disponía a marcharse.