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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

La corona de hierba (78 page)

BOOK: La corona de hierba
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Escauro hizo una pausa para respirar.

—¿No es maravilloso, mi querido Mamerco, lo intrincados que son los vínculos de nuestra familia?

—Increíbles, diría yo —respondió Mamerco.

—Volvamos a la niña de dos años, Servilia Cnea —dijo Escauro, arrellanándose cómodamente en la silla—. He utilizado la palabra «desafortunado» con toda razón, pues Cneo Cepio había prudentemente redactado su testamento antes de marchar a la provincia de Asia siendo cuestor, aunque imagino que ni por un momento habría pensado que se ejecutaría. Según la
lex voconia de mulierum hereditaubus
, Servilia Cnea, por ser niña, no podía heredar y la enorme fortuna que dejó fue a parar a su primo Cepio, el que perdió la batalla de Arausio y robó el oro de Tolosa.

—Advierto, Marco Emilio, que eres muy franco hablando del oro de Tolosa —comentó Mamerco—. Todos dicen que lo robó, pero nunca se lo había oído decir con tanta seguridad a nadie de tu
auctoritas
.

—¡Ah! —exclamó Escauro con vivo ademán—, todos sabemos que lo robó, Mamerco. ¿Por qué no decirlo? Nunca me has parecido una persona chismosa, y creo que se te pueden decir las cosas.

—Efectivamente.

—Lo concertado, naturalmente, era que ese Cepio de Arausio y del oro de Tolosa devolviese la fortuna a Servilia Cnea en caso de heredarla, pues Cneo Cepio había previsto en su testamento dejar a la hija lo máximo que la ley permite, una suma baladí comparada con el monto de su fortuna. Cuando regresaba, siendo cuestor, de la provincia de Asia, el barco naufragó y murió ahogado. Cepio, el de Arausio y el oro de Tolosa, heredó la fortuna, pero no se la devolvió a la niña, sino que la sumó, sin necesitarla, a la suya propia, que ya era astronómica. Y con el tiempo, la herencia de la pobre Servilia Cnea pasó a Cepio, el que el otro día murió a manos de Silo.

—Es repugnante —dijo Mamerco muy serio.

—Efectivamente, pero son las cosas de la vida —añadió Escauro.

—¿Y qué fue de Servilia Cnea? ¿Y de su madre?

—Oh, han sobrevivido, desde luego. Viven muy modestamente en la casa de Cneo Cepio, que Cepio el Cónsul y luego su hijo les dejaron habitar. No legalmente, simplemente habitarla. Cuando el testamento del último Quinto Cepio se verifique oficialmente, y en ello estoy actualmente, la casa quedará incluida; como sabes, todo lo que tenía Cepio, con excepción de las dotes de las dos niñas, va a ser para el pequeño Cepio el pelirrojo, ¡ja, ja! ¡Para mi sorpresa me nombró único albacea! Yo pensaba que habría nombrado a alguien como Filipo, pero me equivocaba. Ningún Cepio ha descuidado jamás su fortuna, y el recién fallecido debió pensar que si Filipo o Vario eran los albaceas se perdería una buena parte. ¡Prudente decisión! Porque, desde luego, Filipo se habría portado como un cerdo en un campo de bellotas.

—Todo esto es fascinante, Marco Emilio —dijo Mamerco, sintiendo un vivo interés por la genealogía—, pero sigo sin ver…

—¡Un poco de paciencia, Mamerco, a eso voy! —dijo Escauro.

—Por cierto —añadió Mamerco, recordando lo que había dicho su hermano Druso—, imagino que uno de los motivos por el que te nombraron albacea sería por influencia de mi hermano Druso. Por lo visto contaba con cierta información sobre Cepio y amenazó con desvelarla si él no dejaba a sus hijos incluidos en el testamento. Quizá Druso impusiera el albacea. Yo sé que Cepio tenía
Pavo
r de que Druso revelara lo que sabía.

—De nuevo el oro de Tolosa —dijo Escauro, complacido—. Tiene que ser eso. Lo que he averiguado de los asuntos de Cepio, aunque es escasamente el producto de dos o tres días de trabajo, es fascinante. ¡Qué cantidad de dinero! A las dos niñas les ha dejado una dote de doscientos talentos a cada una, y aun así eso no roza ni con mucho lo que habrían podido heredar incluso aplicando la lex Voconia. El pequeño Cepio pelirrojo es el hombre más rico de Roma.

—¡Por favor, Marco Emilio, acaba la historia!

—¡Oh, sí, sí! ¡Juventud impaciente! Según la ley, dado que el beneficiario es un menor, estoy obligado a tener en cuenta cosas tan negligibles como la casa en que siguen viviendo Servilia Cnea, que ya tiene diecisiete años, y su madre Porcia Liciniana. Bien, lo que no tengo ni idea es qué clase de hombre será el pelirrojo Cepio, y no quiero dejar a mi propio hijo quebraderos de cabeza testamentaríos. No es de descartar que el pequeño Cepio, al hacerse adulto, quiera saber por qué consentí que Servilia Cnea y su madre hayan seguido viviendo sin pagar alquiler en esa casa. El primitivo propietario, cuando el pequeño Cepio sea mayor, hará tanto tiempo que ha muerto que puede no llegar ni a saberlo. Legalmente, esa casa es suya.

—Ya veo a dónde vas a parar, Marco Emilio —dijo Mamerco—. Continúa, estoy en ascuas.

—Yo, Mamerco, sugeriría —dijo Escauro, inclinándose hacia adelante— que ofrecieses un empleo a Servilia Cnea, no a su madre. La pobre muchacha no tiene dote alguna y en estos quince años desde la muerte del padre se han gastado la pequeña herencia que les ha permitido vivir decentemente. He de añadir que los Porcios Licinianos no pueden prestarles ayuda. O no se la prestarán, que viene a ser lo mismo. Desde que hablamos la primera vez, pasé a ver a las dos mujeres, haciendo
Vale
r mi condición de albacea, y después de explicarles los intríngulis del testamento, se han quedado atemorizadas ante lo que el futuro pueda reservarles. Les dije que, en mi opinión, habría que vender la casa para que la falta de las rentas de alquiler de estos quince años no aparezca en la revisión del fisco.

—¡Es una maniobra tan hábil y enrevesada como para ganarte el cargo de gran chambelán del rey Tolomeo de Egipto! —dijo Mamerco riéndose.

—¡Cierto! —añadió Escauro con un suspiro—. Servilia Cnea tiene ahora diecisiete años, como te he dicho. Lo cual quiere decir que alcanzará la edad casadera habitual de aquí a un año. Pero, ¡ay!, no es ninguna beldad; en realidad es bastante feilla, la pobre. Sin dote, jamás podrá aspirar ni remotamente a un marido de su clase. Su madre es de auténtica estirpe Catón Liciniano, a quien no le gusta la idea de un caballero vulgar pero rico o un campesino adinerado para su hija. Pero ¡qué remedio, cuando no hay dote!

¡Que enrevesado es!, pensó Mamerco, sin abandonar su actitud de sumo interés.

—Mamerco, lo que sugiero es lo siguiente. Como ya he suscitado su preocupación con mi visita, ellas estarán dispuestas a escucharte. Sugiero que propongas a Servilia Cnea y a su madre, ¡pero sólo como compañía!, que acepten una cantidad por cuidar a los hijos de Marco Livio Druso. Que vivan en casa de Druso con una buena asignación para gastos y mantenimiento. Con la condición de que Servilia Cnea no se case hasta que el niño más pequeño sea mayor de edad. El menor es Catón, que ahora tiene tres años. Dieciséis menos tres son trece. Por consiguiente, Servilia Cnea debe seguir soltera trece años más hasta que expire su contrato contigo. ¡No es una edad en que sea imposible casarse! Y más si le ofreces obsequiarla con una dote igual que las de sus primas, a las que va a cuidar, cuando concluya su tarea. La fortuna de Cepio permite perfectamente dotarla con doscientos talentos, Mamerco, créeme. Y para dejar las cosas bien sentadas, puesto que ya no soy joven, reservaré esos doscientos talentos y los invertiré en nombre de Servilia Cnea, en depósito hasta que cumpla treinta y un años, y a condición de que haya actuado a plena satisfacción tuya y mía.

Una aviesa sonrisa surcó el rostro de Escauro.

—Mamerco, no es guapa, pero te garantizo que cuando tenga treinta y un años podrá elegir cómodamente entre una docena de pretendientes de su clase. ¡Doscientos talentos son irresistibles! —dijo, jugueteando un instante con la pluma y mirando después fijamente a Mamerco a los ojos—. Ya no soy joven y soy el último Escauro de los Emilios; tengo una esposa joven, una hija que acaba de cumplir once años y un hijo de cinco. Ahora soy el albacea de la mayor fortuna de Roma, y si algo me sucediera antes de que mi hijo sea mayor de edad, ¿a quién voy a confiar las fortunas de mis seres queridos y las fortunas de esos tres retoños Servilios? Tú y yo somos los albaceas de la fortuna de Druso, lo que significa que compartimos la responsabilidad de los tres niños porcianos. ¿Estás dispuesto a ser albacea y depositario de los míos si yo muero? Eres un Livio por nacimiento y un Emilio por adopción, Mamerco, y me quedaría más tranquilo si me dijeras que sí. Necesito guardarme las espaldas con la confianza de un hombre honrado.

—Acepto, Marco Emilio —contestó Mamerco sin dudarlo.

Con ello concluyó la conversación. Nada más salir de casa de Escauro, Mamerco fue directamente a ver a Servilia Cnea y a su madre. Vivían en un buen lugar, cerca del circo Máximo, en el lado del Palatino, pero Mamerco se percató en seguida de que, aunque Cepio les había permitido vivir en la casa, él no se había gastado mucho en conservarla, pues el estuco de las paredes estaba desconchado y el techo del
atrium
tenía manchas de humedad, a tal punto que en un rincón el yeso había cedido y se veían el cañizo y las vigas. Los murales habían sido muy bonitos pero estaban deslucidos y ennegrecidos. Sin embargo, mientras aguardaba a que le recibieran, echó una ojeada al jardín y comprobó que eran hacendosas porque estaba muy bien cuidado y lleno de flores.

Solicitó verlas a las dos, y ambas salieron a recibirle. Porcia, por curiosidad más que nada. Si, claro que sabía que estaba casado, ninguna mujer noble romana con una hija casadera dejaba de averiguar el estado de los hombres jóvenes de su clase.

Las dos eran morenas; Servilia Cnea de pelo más negro que la madre. Y más fea, pues, a pesar de que la madre tenía la nariz de los Catones, muy aquilina, la hija la tenía pequeña. Además, Serviha Cnea padecía un profuso acné, tenía los ojos muy juntos y un tanto porcinos y una boca muy grande de labios finos. Si la madre era una dama altiva y digna, la hija simplemente tenía aspecto severo, con la clase de carácter aburrido y anodino capaz de disuadir a hombres más decididos que Mamerco, que no era ningún tímido.

—Somos parientes, Mamerco Emilio —dijo airosamente la madre—. Mi abuela era Emilia Tercia, hija de Paulo.

—Efectivamente —dijo Mamerco, sentándose donde le indicaban.

—Y estamos también emparentados por parte de los Livios —continuó la dama, sentándose en un sofá enfrente de él, con la hija muda al lado.

—Lo sé —dijo Mamerco, sin saber cómo sacar a colación el motivo de su visita.

—¿Que deseáis? —inquirió Porcia, solventando la dificultad.

Mamerco expuso sus motivos con igual crudeza y con palabras llanas, ya que no era un gran hablador a pesar de ser hijo de Cornelia de los Escipiones. Porcia y Servilia Cnea le escuchaban atentamente sin dejar traslucir lo que pensaban.

—Es decir, que tendríamos que vivir en casa de Marco Livio Druso durante trece o catorce años, ¿no es eso? —inquirió Porcia cuando él acabó de exponer la propuesta.

—Sí.

—Y después, mi hija, con una dote de doscientos talentos, podría casarse.

—Si.

—¿Y yo?

Mamerco parpadeó sorprendido. Siempre había pensado que las madres seguían viviendo en la casa del
paterfamilias
, pero, claro, ésa era precisamente la casa que Escauro quería vender. Y había que tener valor para pedirle a una suegra como aquélla que se viniera a vivir a la casa, pensó Mamerco.

—¿Aceptaríais el usufructo de una villa a la orilla del mar, en Misenum o Cumae, junto con una asignación adecuada a las necesidades de una dama de vuestra edad? —inquirió.

—Sí —contestó Porcia sin dudarlo.

—En ese caso, si lo acordamos con un contrato legal, ¿debo entender que ambas aceptan la tarea de cuidar a los niños?

—Así es —contestó Porcia por encima de su impresionante nariz—. ¿Tienen pedagogo los niños?

—No. El mayor tiene unos diez años y ha ido a la escuela; Cepio aún no tiene siete años y el pequeño Catón sólo tres —contestó Mamerco.

—No obstante, Mamerco Emilio, considero de vital importancia que encontréis alguien adecuado para que viva en la casa como tutor de los seis niños —dijo Porcia—. No habrá varones en la casa. Y aunque no existe peligro fisico, por el bien de los niños creo que debe haber un hombre de autoridad que no sea esclavo y que viva en la casa. Un pedagogo sería lo idóneo.

—Tenéis toda la razón, Porcia. Me ocuparé de ello en seguida —dijo Mamerco, disponiéndose a salir.

—Iremos mañana —dijo Porcia mientras le acompañaba a la puerta.

—¿Tan pronto? Me parece estupendo, pero ¿no tenéis cosas que arreglar o disponer?

—Mi hija y yo no poseemos nada, Mamerco Emilio, salvo algunas ropas. Hasta los criados que tenemos son de la finca de Quinto Servilio Cepio —dijo, abriendo la puerta—. Que tengáis buen día, Mamerco Emilio. Y gracias por habernos librado de peores penurias.

Bien, pensó Mamerco mientras apretaba el paso en dirección al establecimiento cercano a la basílica Sempronia donde esperaba encontrar un pedagogo a la venta, ¡cuánto me alegro de no ser uno de esos seis pobres niños! Pero aún así vivirán mejor que con mi Claudia.

—Mamerco Emilio, tenemos unos cuantos nombres muy convenientes en nuestro registro —dijo Lucio Duronio Postumio, el dueño de una de las mejores agencias romanas de pedagogos.

—¿Cuánto cuesta un buen pedagogo actualmente? —inquirió Mamerco, que nunca se había visto en semejante situación.

—Entre cien mil y trescientos mil sestercios —contestó Duronio frunciendo los labios—. O más, si el producto es algo especial.

—¡Uf! —exclamó Mamerco con un silbido—. ¡A Catón el Censor no le habría hecho mucha gracia!

—Catón el Censor era un anticuado tacaño —replicó Duronio—. Incluso en su tiempo, un buen pedagogo costaba más de seis mil míseros sestercios.

—¡Pero es que voy a comprar un pedagogo para tres de sus descendientes directos!

—Lo tomáis o lo dejáis —replicó Duronio displicente.

Mamerco lanzó un suspiro. ¡Qué caro estaba saliendo el atender a aquellos seis niños!

—Bien, de acuerdo, ¿qué remedio me queda? ¿Cuándo puedo ver a los candidatos?

—Como a todos los esclavos que tengo a la venta los alojo en Roma, os los enviaré a casa por la mañana. ¿Cuánto es lo máximo que estáis dispuesto a pagar?

—¡Yo qué sé! ¡Si os parece, unos cuantos cientos de miles más de sestercios…! ¡No os excedáis, Duronio! ¡Si me enviáis un imbécil o un ladrón, juro que os castraré con verdadero placer!

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