La corona de hierba (82 page)

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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

BOOK: La corona de hierba
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—Si.

Volvieron a quedarse callados, mientras caminaban hacia las ruinas del foro de Fregellae, entre cuyos yerbajos y flores permanecían en pie algunas columnas y tramos de escalinatas en el vacío.

—Tengo una tarea para ti —dijo Mario, sentándose en una piedra sillar—. ¡Vamos, ponte a la sombra o siéntate a mi lado, Lucio Cornelio! Y quítate ese maldito sombrero para que pueda verte los ojos.

Sila se puso obedientemente a la sombra y se quitó el sombrero, pero no se sentó ni dijo nada.

—Te habrás preguntado por qué he venido a verte en Fregellae en lugar de esperarte en Reate.

—Me imagino que no querrás que vaya a Reate.

Carcajada de Mario.

—Siempre me adivinas las intenciones, Lucio Cornelio. Pues sí, no quiero que vayas a Reate —dijo, dejando de sonreír—. Y es que no quería exponerte mis planes por carta. Cuanta menos gente sepa lo que vas a hacer, mejor. Y no es que piense que hay algún espía en el puesto de mando de Lucio Cornelio; es simple prudencia.

—La única manera de guardar un secreto es no decírselo a nadie.

—Cierto, cierto —contestó Mario con un bufido tan fuerte que hizo crujir las correas y hebillas de su coraza—. Lucio Cornelio, tú abandonarás aquí la Via Latina y remontarás el Liris hacia Sora y después continuarás hasta el nacimiento del río. En otras palabras, quiero que estés en la vertiente sur, no lejos de la Via Valeria.

—Bien, mi papel está entendido. ¿Y el tuyo?

—Mientras tú remontas el Liris, yo saldré de Reate hacia el paso occidental por la Via Valeria. Pienso entrar en ella más allá de Carseoli. Esa ciudad está en ruinas con una guarnición enemiga, de marrucini según me han dicho los escuchas, al mando de Heno Asinio en persona. Si puedo, le obligaré a entablar batalla por la posesión de la Via Valeria en el tramo anterior al paso. En cuyo caso quiero que estés a mi altura…, pero en la vertiente sur.

—En la vertiente sur sin que lo sepa el enemigo —añadió Sila, que comenzaba a animarse.

—Exacto. Eso quiere decir que mates a todos los que te encuentres. Todos saben que yo estoy al norte de la Via Valeria y espero que no se les ocurra a los marrucini ni a los marsos pensar que haya un ejército enemigo que llegue por el flanco sur. Procuraré distraer su atención con mis movimientos —dijo Mario, sonriente—. Tú, naturalmente, estás con Lucio Julio camino de Aesernia.

—No has perdido el don del generalato, Cayo Mario.

—¡Eso espero! —contestó Mario, con un fulgor en sus fieros ojos marrones—. Porque, te lo digo sinceramente, Lucio Cornelio, si perdiese ese don no habría nadie en esta maldita conflagración que me sustituyera, y acabaríamos concediendo la ciudadanía a nuestros enemigos en el campo de batalla.

Parte del ser de Sila se inclinaba a discutir lo de la ciudadanía, pero otra parte más dominante presentaba otras ideas.

—¿Y yo? —espetó—. Yo tengo capacidad de general.

—Si, si, claro que si —respondió Mario, afable—. No me he permitido dudarlo ni por un instante. Pero en ti no es algo congénito.

—Pero se puede aprender —insistió Sila.

—Claro que puede aprenderse. Como has hecho tú. Pero si no lo llevas en la sangre, Lucio Cornelio, a lo más que puedes aspirar es a ser un buen general —replicó Mario, sin darse cuenta de lo despectivo que se mostraba—. A veces no basta con ser un buen general y se impone la inspiración. Y eso sólo se lleva en la sangre.

—Algún día —replicó Sila pensativo—, Roma no te tendrá, Cayo Mario, y entonces veremos. ¡Yo tendré el mando supremo!

Pero Mario seguía en sus trece sin percatarse de las intenciones de Sila.

—Bien, Lucio Cornelio —añadió riéndose—, cuando llegue ese día, esperemos que Roma únicamente necesite un buen general, ¿no crees?

—Lo que tú digas —contestó Lucio Cornelio Sila.

Lo más mortificante, ¡claro!, era que el plan de Mario era perfecto. Sila penetró con sus dos legiones hasta Sora sin tropezarse con el enemigo y a continuación, en un combate que no pasó de ser una escaramuza, derrotó a una modesta fuerza de picentinos mandados por Tito Herenio. Y desde Sora hasta el nacimiento del Liris sólo encontró campesinos latinos y sabinos, que le acogieron tan jubilosamente que no estimó necesario cumplir las órdenes de Mario, matándolos. Había más probabilidades de que los picentinos que se habían salvado del enfrentamiento de Sora dieran aviso de su presencia en la zona, pero él había fingido ante ellos hallarse en Sora por orden de Lucio César, para marchar a continuación a unírsele al este del paso de Melfa. Afortunadamente, el resto de los picentinos y pelignos de Tito Herenio estaban al acecho en un lugar por donde Sila no tenía que pasar.

Por la comunicación constante que mantenían, Sila sabía que Mario había hecho lo previsto, entrando en la Via Valeria después de Carseoli. Heno Asinio y sus marrucini habían acudido a defender la Via, sufriendo una aplastante derrota al caer en la celada que les tendió Mario haciéndoles creer que no quería plantear combate allí. Había perecido el propio Heno Asinio y casi todo su ejército. Luego, Mario se puso en marcha hacia el paso occidental sin que le amenazase ninguna fuerza y en aquel momento se dirigía a Alba Fucentia con cuatro legiones de hombres seguros de la victoria. ¿Cómo iban a perder llevando por jefe al zorro de Arpinum? Ya habían efectuado su bautismo de sangre, ¡y de qué manera!

Sila, con sus dos legiones, siguió en paralelo la marcha de Mario por la Via Valeria hasta que la vertiente que los separaba se convertía en la cuenca de la altiplanicie del lago Fucinus; aun así, se mantuvo a una distancia de quince millas detrás de Mario, sin dejarse ver con relativa facilidad. En esta tesitura, tuvo la oportunidad de dar gracias a que los marsos fueran tan aficionados a hacer su propio vino, a pesar de la orografía, pues al sur de la Via Valeria todo el terreno eran viñedos cercados con muros para protegerlos del viento acerado que soplaba de las montañas. Y era la época del año en que comienzan a formarse las tiernas uvas y los insectos necesitan aire suave para polinizar. Allí Sila sí mató a cuantos encontró, principalmente mujeres y niños, porque, excepto los viejos, todos los hombres de las aldehuelas y granjas del lago se habían enrolado en el ejército.

Supo en seguida que Mario había entablado batalla con los marsos, porque el viento aquel día soplaba del norte y traía los ruidos tan indistintamente a través de aquellos viñedos, que sus soldados pensaron que el combate se libraba entre las vides. Al amanecer había llegado un correo para comunicarle que seguramente sería aquel mismo día; por consiguiente, Sila se situó en orden de marcha, en fila de ocho en fondo, entre los muros de tres metros de los viñedos, y aguardó.

Efectivamente, a las pocas horas de los primeros fragores, los marsos fugitivos comenzaron a llegar en tropel a las cercas de piedra y se encontraron con las espadas de los legionarios de Sila, ávidos de participar en el combate. En ciertos puntos la lucha fue encarnizada, pues eran hombres a la desesperada, pero en ningún caso corrieron peligro las tropas de Sila.

Como de costumbre, soy el hábil lacayo de Cayo Mario, pensó Sila desde el altozano en que presenciaba el combate. El era el cerebro que concebía la estrategia, la mano que dirigía la táctica y la voluntad que lo llevaba todo a buen término. Y aquí estoy yo, al otro lado de un maldito muro, recogiendo hambriento sus migajas. Qué bien que se conoce y qué bien me conoce.

Fastidiado por tener que regocijarse de la victoria, Sila montó en su mula cuando concluyó la lucha y recorrió el largo camino hasta la Via Valeria para informar a Cayo Mario que todo había salido conforme a lo previsto y que los marsos estaban prácticamente exterminados.

—¡He entablado combate con el mismo Silo! —comentó Mario con su habitual ronca euforia de después de la batalla, dando unas palmadas a Sila en la espalda y haciéndole pasar a la tienda de mando con un brazo sobre los hombros—. Los sorprendimos —añadió regocijado—. Supongo que porque ellos se consideraban en su propio terreno. ¡Caí sobre ellos como un relámpago, Lucio Cornelio! Por lo visto no habían ni soñado que Asinio pudiera ser derrotado. No habían recibido ningún emisario que se lo dijese y lo único que sabían es que estaba en marcha porque yo, por fin, había salido de Reate. Y de pronto aparezco por una esquina delante de sus narices. Ellos iban a reforzar las tropas de Asinio, y yo me detuve a suficiente distancia para no verme obligado a entablar combate y formé a las tropas en cuadrado, como si me dispusiera a luchar a la defensiva, sin atacar.

»«¡Cayo Mario, si eres tan buen general, ven a luchar conmigo!», me gritó Silo a caballo.

»«¡Si eres tan buen general, ven a cogerme, Quinto Popedio!», le grité yo.

»Nunca sabremos lo que habría hecho, porque, acto seguido, sus hombres cogieron las riendas entre los dientes y cargaron sin que él diese la orden. Me lo pusieron fácil, porque yo sé qué es lo que hay que hacer, y Silo no. Digo que no lo sabe, porque escapó ileso. Cuando sus tropas se dispersaron despavoridas, él picó espuelas y emprendió el galope hacia el este. Supongo que no parará hasta dar con Mutilo. En cualquier caso, obligué a los marsos a retirarse en una sola dirección, a través de los viñedos, sabiendo que tú los esperabas allí para acabar con ellos. Y eso es todo.

—Ha sido un planteamiento perfecto, Cayo Mario —dijo Sila con sinceridad.

Y se dispusieron a celebrar la victoria con los legados y el joven Mario, que servía de cadete y estaba transfigurado de orgullo por su padre. ¡Ah, el cachorro del oso!, pensó Sila, sin dirigirle una mirada.

Y se repitió la batalla, que duró casi más tiempo que en la realidad, pero, finalmente, conforme fue descendiendo el nivel de las
amphorae
de vino, la charla derivó inevitablemente hacia la política. El tema fue la proyectada ley de Lucio César, que para los subordinados de Mario fue una auténtica sorpresa porque él no les había comentado la conversación sostenida con Sila en Fregellae. Hubo diversidad de reacciones. Ellos eran soldados, hombres que llevaban seis meses luchando y habían visto perecer a miles de compañeros, y además sentían que los chochos y cobardes de Roma no les habían dado la posibilidad de coordinar la preparación para iniciar la guerra y vencer. Los que vivían a salvo en Roma fueron objeto de improperios tales como «gansos» y «vírgenes vestales resecas», siendo Filipo el que mayores críticas suscitaba, seguido de cerca por Lucio César.

—Los Julios Césares son todos un manojo de nervios —dijo Mario, congestionado—. Es una lástima que tengamos de primer cónsul en esta crisis a un Julio César. Ya sabía yo que cedería.

—Cayo Mario, se diría que eres partidario de no conceder nada a los itálicos —comentó Sila.

—Hubiera preferido que no —replicó Mario—. Hasta que la cuestión desembocó en guerra abierta era distinto, pero una vez que un pueblo se declara enemigo de Roma, es también enemigo mío. Para siempre.

—También yo lo siento así —dijo Sila—. Sin embargo, si Lucio Julio logra convencer al Senado y al pueblo para que aprueben la ley, disminuirán las posibilidades de que Etruria y Umbría se pasen al enemigo. He oído que se han producido disturbios.

—Efectivamente. Por eso Lucio Catón Liciniano y Aulo Plotio han separado sus fuerzas de las de Sexto Julio y se encaminan allá; Plotio a Umbría y Catón Liciniano a Etruria —contestó Mario.

—Entonces, ¿qué hace Sexto Julio?

—Se está recuperando en Roma —terció el joven Mario con voz tonante—. Un mal resfriado, decía mi madre en su última carta.

Sila habría debido aplastarle con la mirada, pero no lo hizo. ¡Aunque uno fuese hijo del comandante en jefe, no se intervenía en la conversación siendo un simple
contubernalis
!

—No cabe duda de que, con la campaña de Etruria, Catón Liciniano tendrá posibilidades de obtener el consulado el año que viene —dijo Sila—. Si hace las cosas bien; y yo imagino que si.

—Yo también lo creo —dijo Mario, eructando—, pues es una tarea mínima, idónea para un inútil como Catón Liciniano.

—¿Cómo, Cayo Mario? ¿No te ha impresionado? —inquirió Sila sonriente.

—¿A ti sí? —replicó Mario parpadeando.

—Ni mucho menos. — Ya había bebido bastante vino y tomó agua—. Y entretanto, ¿qué hacemos nosotros? Los días transcurridos de septiembre son un intervalo de mercado y yo tendré que volver a Campania pronto. Me gustaría aprovechar al máximo el poco tiempo que me queda; si es posible.

—¡No puedo creer que Lucio Julio dejase que Egnacio le engañase en el paso de Melfa —terció el joven Mario.

—Hijo, eres muy joven para saber hasta dónde llega la idiotez humana —contestó Mario, aprobando el comentario más que desaprobando la intervención de su retoño—. No podemos esperar nada de Lucio Julio —añadió, volviéndose hacia Sila— ahora que ha vuelto por segunda vez a Teanum Sidicinum después de haber perdido la cuarta parte de su ejército. Luego ¿para qué regresar tan pronto, Lucio Cornelio? ¿Para sostenerle la mano? Supongo que ya se encargan de eso no pocos. Sugiero que vayamos juntos a Alba Fucentia —añadió como último comentario, rematado por un extraño sonido, mezcla de risa y arcada.

—¿Te encuentras bien? —inquirió Sila irguiéndose.

Por un instante la tez de Mario se tornó color de ceniza, pero se recuperó y soltó una de sus carcajadas.

—¡Después del día que hemos tenido, perfecto, Lucio Cornelio! Bien, como decía: vamos los dos en socorro de Alba Fucentia y después… yo creo que un paseito por el Samnio, ¿no te parece? Dejamos que Sexto Julio sitie Asculum Picentum, mientras nosotros nos encargamos de los samnitas. A mí, sitiar ciudades me aburre; no es lo mio —añadió con risita de borracho—. ¿No sería estupendo que aparecieras en Teanum Sidicinum con Aesernia en el
sinus
de tu toga, como regalo para Lucio Julio? ¡Qué agradecido te estaría!

—Sí, muy agradecido, Cayo Mario.

Se despidieron. Sila y el joven Mario ayudaron a Cayo Mario a acostarse y le tumbaron sin complicaciones. Luego, el joven Mario salió, dirigiendo una celosa mirada a Sila, que se quedaba rezagado contemplando aquel corpachón tumbado en el lecho.

—Lucio Cornelio —dijo Mario con lengua de trapo—, haz el favor de venir tú en persona por la mañana a despertarme, quiero hablar contigo a solas. Esta noche no puedo. ¡Ese vino!

—Que duermas bien, Cayo Mario. Vendré por la mañana.

Pero no sería conforme a lo previsto. Cuando Sila —que tampoco se encontraba muy bien— entró en la sección trasera de la tienda de mando, se encontró con el corpachón tal como lo había dejado por la noche. Frunció el entrecejo y se acercó a toda prisa, sintiendo un picor insoportable. No, no había temor de que Mario estuviese muerto; había oído sus ronquidos nada más entrar en la tienda. Ahora lo miró más de cerca y vio su mano derecha tratando de agarrar torpemente la sábana y en sus desorbitados ojos un profundo terror parecido a la locura. Desde la mejilla hundida hasta el pie fláccido, el lado izquierdo estaba laxo, flojo, inmóvil. El gigante se había derrumbado, impotente para rechazar un golpe que no había visto venir.

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