Primero, ya comienza a hablarse de tu candidatura a pretor. Las reacciones entre los electores son excelentes, supongo que te alegrará saberlo. Escauro sigue apoyándote, una manera indirecta de decir que no te considera culpable de esa vieja historia con su mujer, imagino yo. ¡Viejo engreido! Habría debido tener suficiente entereza para haberlo admitido entonces en lugar de obligarte a lo que yo siempre he considerado un exilio. Pero al menos Hispania te ha venido bien. Si Cayo Mario hubiese conseguido del Meneítos el apoyo que a ti te da Tito Didio, le habría sido más fácil.
Ahora, las noticias internacionales. El viejo Nicomedes de Bitinia murió por fin, creo que con casi noventa y tres años. El hijo de su fallecida esposa, que tiene nada menos que sesenta y cinco, le ha sucedido en el trono. Pero hay un hijo más joven —de cincuenta y siete— llamado Sócrates (el otro se llama Nicomedes, y reinará con la cifra III) ha presentado demanda ante el Senado de Roma para que depongan a Nicomedes tercero y ocupar él el trono. El Senado está deliberando con extrema pesadez, por considerar poco importantes los asuntos extranjeros. También ha habido algo de revuelo en Capadocia, donde la población ha depuesto al rey niño para entronizar a uno al que llaman Ariarates VIII. Pero el octavo Ariarates murió hace poco en circunstancias sospechosas, según nos han dicho. El rey niño y su regente Gordius han vuelto a hacerse dueños de la situación, ayudados por un ejército de Mítrídates, rey del Ponto.
Cuando Cayo Mario regresó de esa parte del mundo, pronunció un discurso en la Cámara, advirtiéndonos de que el rey Mitrídates del Ponto es un joven peligroso, pero los que se molestaron en asistir a esa reunión concreta no hicieron más que cabecear mientras hablaba; luego, Escauro, príncipe del Senado, se levantó y dijo que opinaba que Cayo Mario exageraba. Por lo visto el joven rey del Ponto ha estado cortejando a Escauro con una serie de correctísimas cartas, escritas en un griego impecable y trufadas de citas de Homero, Hesiodo, Esquilo, Sófocles y Euripides, y no digamos Menandro y Píndaro. Y Escauro ha llegado a la conclusión de que constituye un buen cambio respecto al sátrapa oriental, más predispuesto a leer a los clásicos que a introducir una lanza por el orificio trasero de su abuela. Cayo Mario, por el contrario, sostiene que ese Mitrídates sexto —llamado, figúrate, Eupator!— hizo que su madre pereciese de hambre, mató a su hermano, que era rey bajo la regencia de la madre, asesinó a varios tíos y primos y para adornarlo envenenó a su hermana, ¡que a la vez era su esposa! Ya puedes imaginarte que es un individuo de lo más afable, ¡muy en la línea de los clásicos!
Políticamente, Roma está saturada de gandules complacientes, y te juro que no sucede nada. En lo que respecta a los tribunales, ha habido cosas más interesantes. Por segundo año el Senado envió los tribunales extraordinarios para investigar la inscripción masiva ¡legal de itálicos y, como sucedió el año pasado, les resultó imposible localizar a la mayoría de los inscritos. Sin embargo, ha habido varios triunfos, es decir varios centenares de víctimas a apuntar al débito de Roma. Lucio Cornelio, de verdad que un escalofrío te recorre la espina dorsal si en una localidad itálica notas que tienes detrás de ti una docena de forzudos. Nunca había visto esas miradas, tanta Jálta de colaboración, pasividad diría yo, por parte de los itálicos. Probablemente se habrían necesitado años para que nos aceptasen, pero desde que se establecieron estos tribunales e iniciaron su repugnante tarea de flagelación y confiscación, lo que nos tienen es odio. Un factor positivo es que el Tesoro comienza a llorar porque el monto de multas impuestas no llega para cubrir los gastos de las altas dietas de los senadores. Cayo Mario y yo intentamos presentar una moción en la Cámara hacia finales de año para que se deroguen los quaestiones de la lex Licinia Mucia por inútiles y excesivamente costosos para el Estado.
Un brote muy nuevo y muy joven de la casa plebeya de los Sulpicios, un tal Publio Sulpicio Rufo, tuvo el valor de llevar ante el tribunal de traición a Cayo Norbano por haber inducido ilegalmente el exilio de Quinto Servilio Cepio, famoso por el aurum Tolosanum y Arausio. Sulpicio alegó que la acusación era inadmisible en la Asamblea plebeya y que habría debido llevarse ante el tribunal de traiciones. Añado que este joven Sulpicio acompaña siempre al actual Cépio, lo que, por su parte, denota muy mal gusto, Bien, Antonio Orator actuó de defensor y en mi opinión hizo el mejor discurso de toda su carrera, con el resultado de que todo el jurado votó unánimemente la absolución y Norbano dejó con un palmo de narices a Sulpicio y a Cepio. Te adjunto copia del discurso de Orator para tu deleite. Te encantará.
Respecto al otro Orator, Lucio Licinio Craso, los maridos de sus dos hijas han producido muy distinta progenie. Escipión Nasica hijo tiene un varón llamado también Escipión Nasica. La hija, Licinia, se ha criado estupendamente y ya tiene una hija, pero la Licinia que se casó con Metelo Pío el Meneítos no ha tenido suerte y la habitación de los niños del Meneítos está vacía porque Licinia Meneítos es estéril. Mi sobrina Livia Drusa tuvo una niña a finales del año pasado, una Porcia, naturalmente, y con un pelo como un par de almiares incendiados. Livia Drusa sigue enloquecida por Catón Saloniano, quien me parece un individuo bastante agradable. ¡Roma tiene una auténtica reproductora en Livia Drusa!
Estoy divagando, pero ¿qué más da? Este año nuestros ediles están curiosamente relacionados. Mi sobrino Marco Livio es uno de los ediles plebeyos y su colega un anodino Remmio inmensamente rico, mientras que su cuñado Catón Saloniano es edil curul. Su actuación será espléndida.
Noticias de la familia. La pobre Aurelia sigue viviendo sola en el Subura, pero espera que Cayo Julio regrese por fin a casa el año que viene, o al otro como mucho. Su hermano Sexto es pretor este año y pronto le llegará el turno a Cayo Julio. Desde luego, Cayo Mario cumplirá su promesa y sobornará al precio que sea en caso necesario. Aurelia y Cayo Julio tienen un hijo extraordinario; el pequeño César, como le llaman, tiene cinco años y ya sabe leer y escribir. Pero lo más extraordinario es que lee sin titubear. Le das un galimatías que hayas acabado de redactar y él te lo lee de corrido. Conozco pocos adultos capaces de eso, y ahí tienes a ese crío de cinco años déjándonos lelos. Su fisico es también admirable; pero no está mimado, porque Aurelia le trata con excesiva dureza, en mi opinión.
No se me ocurre nada más, Lucio Cornelio. Apresúrate a regresar. Hay algo que me dice que tienes una silla curul esperándote.
Lucio Cornelio Sila se apresuró a regresar tal como se le pedía, la mitad de su ser eufórico de esperanza Y la otra mitad convencido de que algo sucedería que frustrara esa esperanza. Aunque anhelaba con todas las fibras de su corazón visitar a su amante de tantos años, Metrobio, no lo hizo, ni estaba tampoco en casa cuando la estrella del teatro trágico vino a visitarle como cliente. Aquél era su año, y si fracasaba, la diosa Fortuna le volvería la espalda para siempre. Por eso no quería hacer nada para enojarla, pues era una diosa proclive a la aversión cuando sus protegidos se entregaban a historias amorosas importantes. Adiós, Metrobio.
Pero sí pasó a visitar a Aurelia después de dedicar unos instantes a sus hijos, quienes habían crecido tanto que le dieron ganas de llorar. ¡De cuatro años de sus vidas le había privado una tonta a la que aún añoraba! Cornelía Sila tenía ya trece años; con aquella belleza frágil de su difunta madre que empezaba a despuntar, hacía que se volvieran a mirarla, tanto más cuanto que quedaba acrecentada por una preciosa melena pelirroja ondulada heredada del padre. Le dijo que ya tenía la menstruación, y era de imaginar, a tenor de aquellos senos que ya apuntaban bajo la lisa túnica. Al verla, Sila se sintió viejo, una sensación totalmente nueva y turbadora; pero ella le dirigió la hechicera sonrisa de Julilla, se echó en sus brazos y sin necesidad de empinarse mucho le cubrió de besos. El hijo tenía doce años; físicamente era casi un César, con el cabello rubio, ojos azules, rostro elongado, nariz larga gruesa; era alto y delgado, pero musculoso.
Sila halló en aquel muchacho el amigo que nunca había tenido; un cariño tan perfecto, puro, inocente, profundo, que se vio pensando nada más que en aquello, en lugar de dedicarse a captar electores. El joven Sila —aunque aún vestía la toga bordada en púrpura de la niñez y lucía, colgado de una cadena al cuello, el talismán de la
bulla
para protección del mal de ojo— acompañaba al padre a todas partes, permaneciendo grave y discretamente a un lado, escuchando atentamente todo lo que Sila hablaba con sus amistades. Luego, al volver a casa, se sentaban en el despacho paterno y departían sobre lo que habían hecho aquel día, de la gente que habían visto, de cómo estaba el Foro.
Pero Sila no llevó a su hijo al Subura, fue solo, sorprendiéndose cuando de vez en cuando alguien le saludaba o le daba unas palmaditas en la espalda. ¡Por fin empezaba a ser conocido! Considerando un buen presagio aquellos saludos, llamó a la puerta de Aurelia con más optimismo del que le había hecho salir del Palatino. Naturalmente, Eutico, el mayordomo, le abrió en seguida. Como carecía del sentimiento de la vergüenza, no se sintió inferior mientras aguardaba en la sala de espera, y cuando la vio salir del despacho se limitó a tenderle la mano con una sonrisa. Sonrisa a la que ella correspondió.
Qué poco había cambiado. Y cuánto había cambiado. ¿Qué edad tenía ya? ¿Veintinueve? ¿Treinta? Helena de Troya entrega los laureles, pensó. La belleza personíficada. Los ojos malva eran más grandes y las negras pestañas igual de espesas; la tez tan tersa y cremosa como siempre, y aquel aire indefinible de inmensa dignidad y compostura más acentuado.
—¿Se me perdona? —inquirió él, estrechándole la mano.
—¡Naturalmente, Lucio Cornelio! ¿Cómo voy a seguir reprochándote una debilidad mía?
—¿Lo intento de nuevo? —añadió él, impenitente.
—No, gracias —respondió ella, sentándose—. ¿Una copa de vino?
—Sí, por favor —contestó Sila, mirando en derredor—. ¿Sigues sola, Aurelia?
—Todavía, y totalmente feliz. Te lo aseguro.
—Eres la persona más autosuficiente que conozco. Si no hubiera sido por aquel breve incidente, pensaría que eres inhumana, ¡o sobrehumana! Por eso me alegra que sucediera, porque sería imposible mantener amistad con una auténtica diosa, ¿no crees?
—O con un auténtico demonio, Lucio Cornelio —replicó ella.
—¡Ya lo creo! ¡Me rindo! —dijo Sila riendo.
Llegó el vino y fue servido. Mientras bebía de la copa, observó por encima del borde su rostro irisado por las pequeñas burbujas de aquel caldo ligeramente efervescente. Quizá fuese la placidez y el deleite de su nueva amistad con el hijo lo que confería a sus ojos una nueva dimensión de la mirada, permitiéndole el acceso a las luminosas ventanas de aquella mente femenina y profundizar en su interior, para descubrir sucesivas capas de complejidades, contingencias y problemas, todo ello ordenado con cuidado y con lógica en diversas categorías.
—¡Oh! —exclamó, parpadeando—. ¡No tienes ninguna fachada ficticia!
¡Eres exactamente lo que aparentas!
—Eso espero —contestó ella sonriendo.
—La mayoría no somos así, Aurelia.
—Tú, desde luego, no.
—¿Qué crees que oculta mi fachada?
Ella meneó la cabeza insistentemente.
—Lucio Cornelio, piense lo que piense, me lo guardaré. Algo me dice que es más seguro.
—¿Más seguro?
—¿Por qué habré empleado esa palabra? —dijo ella, encogiéndose de hombros—. Sinceramente, no lo sé. ¿Será una premonición? No, lo más probable es que venga de antes, porque yo no tengo premoniciones.
—¿Cómo están tus hijos? —inquirió él, por hablar de un tema menos arriesgado.
—¿Quieres verlo por ti mismo?
—Bien. Puedo decirte que los míos me han causado una gran sorpresa. Y te confieso que me va a costar ser educado con Marco Emilio Escauro. ¡Cuatro años, Aurelia! Se han hecho mayores y yo me he perdido todo el proceso.
—A casi todos los hombres de nuestra clase les sucede lo mismo, Lucio Cornelio —dijo ella con voz plácida—. Es muy posible que hubieras tenido que estar lejos de Roma aunque no se hubiera producido el incidente de Dalmática. Disfruta con tus hijos mientras puedas y no te reconcomas con lo que es agua pasada.
Las finas cejas rubias que oscurecía con tinte se enarcaron por la sorpresa.
—¡Hay tantas cosas de mi vida que me gustaría cambiar, Aurelia! Ése es el problema, que lamento muchas cosas.
—Laméntalo si no tienes más remedio, pero no dejes que ensombrezca el hoy ni el mañana —replicó ella, más práctica que mística—. Si no lo haces, Lucio Cornelio, el pasado te agobiará constantemente. Como te he dicho ya muchas veces, aún tienes mucho camino por delante. La carrera apenas ha empezado.
—¿Lo crees así?
—Totalmente.
Los tres niños entraron en tropel. Todos ellos Césares de la cabeza a los pies. Julia Maior, llamada Lia, tenía diez años y Julia Minor, llamada Ju-Ju, casi diez. Las dos eran esbeltas, altas y gráciles; se parecían a la difunta Julilla, salvo que los ojos eran azules. El pequeño César tenía seis años. Aunque lo notó inmediatamente, Sila no sabía cómo se las arreglaba para dar la impresión de ser más guapo que sus hermanas. Una belleza completamente romana, desde luego. Ahora recordaba que era el niño del que Publio Rutilio le había dicho que leía con tanta facilidad. Eso era indicio de un grado extraordinario de inteligencia. Pero al pequeño le podían suceder no pocas cosas que apagaran aquel fuego de su mente.
—Niños, éste es Lucio Cornelio Sila —dijo Aurelia.
Las niñas musitaron un tímido saludo, pero el pequeño César esbozó una sonrisa que dejó a Sila sin respiración y turbó su ser como la primera vez que había visto a Metrobio. Los ojos que le miraban fijamente eran igual que los de aquél, de un azul claro circundado de un círculo oscuro. Irradiaban inteligencia. Así es como podría haber sido yo de haber tenido una madre como la maravillosa Aurelia y no un padre borracho, pensó Sila. Un rostro capaz de prender fuego a Atenas, y una mente igual.
—César —dijo Sila—, me han dicho que eres muy listo.
La sonrisa se transformó en risa.
—Será porque no habéis hablado con Marco Antonio Cnifo —contestó el pequeño.
—¿Quién es Cnifo?
—Mi tutor, Lucio Cornelio.