La corona de hierba (36 page)

Read La corona de hierba Online

Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

BOOK: La corona de hierba
8.11Mb size Format: txt, pdf, ePub

Nadie aplaudió, aunque se oyeron susurros y ruido de gente rebulléndose, mientras Mario sonreía.

Y ya estaba, pensó Marco Livio Druso cuando se cerró la sesión. Era evidente que había triunfado Escauro, príncipe del Senado, y que la que perdía era Roma. ¿Cómo iban a escuchar aquellos oídos sordos a Rutilio Rufo? Cayo Mario y Rutilio Rufo habían hablado con mucho sentido común, un sentido común que casi tiraba de espaldas. ¿Qué expresión había empleado Cayo Mario? Una cosecha de sangre como nunca se había visto. La contrariedad era que casi ninguno de ellos sabía lo que eran los itálicos, salvo por algún negocio o alguna molesta contigüidad. No tienen la menor idea, pensó Druso entristecido, de que todo itálico es una simiente de odio y venganza lista para germinar. Y yo tampoco lo habría sabido de no haber conocido a Quinto Popedio Silo en el campo de batalla.

Su cuñado Marco Porcio Catón Saloniano, que estaba sentado en la grada superior, no muy lejos, se abrió paso hasta él y le puso la mano en el hombro.

—¿Vuelves a casa conmigo, Marco Livio?

Druso miró hacia arriba, sin levantarse, con la boca ligeramente abierta y los ojos obnubilados.

—Vete sin mí, Marco Porcio —contestó—; estoy muy cansado y quiero reflexionar.

Aguardó a que el último de los senadores hubiera cruzado la puerta e hizo señal a su criado de que recogiera la silla plegable y se fuera a casa sin esperarle. Luego descendió despacio hasta las losas blancas y negras y salió cuando ya los esclavos de la Curia Hostilia comenzaban a barrer las gradas; cuando acabaran la limpieza, cerrarían las puertas por prevención ante la chusma del Subura y se retirarían a las dependencias de esclavos públicos, detrás de las tres
domi publici
de los sacerdotes
flamines
.

Druso, cabizbajo, cruzó la columnata del pórtico, pensando en cuánto tardarían Silo y Mutilo en enterarse de los acontecimientos de la jornada, convencido en lo más profundo de su ser de que la
lex Licinia Mucia
, con las enmiendas de Escauro, pasaría el proceso de promulgación y ratificación en el prescrito plazo mínimo de tres días entre mercados. Diecisiete días después Roma contaría con una nueva ley en las tablillas y habría muerto toda esperanza de reconciliación pacífica con los aliados itálicos.

Se tropezó con Cayo Mario sin esperárselo. Y sin querer. Retrocedió unos pasos y no supo articular una excusa al ver la fiera mirada de Mario, acompañado de Publio Rutilío Rufo.

—Ven a casa con tu tío y conmigo, Marco Livio, y toma una copa de mi excelente vino —dijo Mario.

Pese a la sabiduría acumulada en sus sesenta y dos años, Mario no habría podido prever la reacción de Druso a su amable invitación; el terso y oscuro rostro del Livio, en el que ya comenzaban a dibujarse las arrugas, se descompuso y sus ojos se llenaron de lágrimas. Tapándose la cabeza con la toga para ocultar su debilidad, Druso lloró como si fuera el fin del mundo, mientras Mario y Rutilio Rufo se le acercaban tratando de consolarle, musitando torpes frases y dándole palmadas en la espalda. En aquel momento, a Mario se le ocurrió una idea, y metiendo la mano en el
sinus
de su toga sacó un pañuelo, que introdujo en la improvisada capucha de Druso.

Druso tardó un rato en sobreponerse, dejó caer la toga y se volvió hacia ellos.

—Ayer murió mi esposa —dijo, entre hipidos.

—Lo sabemos, Marco Livio —dijo Mario afectuoso.

—¡Creí que me encontraba bien, pero esto es demasiado! Lamento haber dado este espectáculo.

—Lo que necesitas es un buen trago de excelente falerno —replicó Mario, adelantándose a descender la escalinata.

Efectivamente, un buen trago de aquel vino sin par contribuyó notablememte a que Druso recuperase en parte la normalidad. Mario había mandado traer otra silla a su despacho y los tres tomaron asiento, con los respectivos jarros de vino y de agua a mano.

—Bien, lo hemos intentado —dijo Rutilio Rufo con un suspiro.

—Puede que no hubiéramos debido molestarnos —gruñó Mario.

—No estoy de acuerdo, Cayo Mario —replicó Druso—. La sesión se ha recogido palabra por palabra; vi cómo Quinto Mucio daba instrucciones, y los escribas estuvieron ocupados mientras hablabas y durante la intervención de Escauro y Craso Orator. Así que, en el futuro, cuando se dilucide lo que estaba bien y lo que estaba mal, habrá quien lea lo que dijiste y la posteridad sabrá que no todos los romanos eran unos locos arrogantes.

—Supongo que eso puede ser un consuelo, aunque habría preferido que todos hubiesen rechazado las últimas cláusulas de la
lex Licinia Mucia
—dijo Rutilio Rufo—. ¡Lo malo es que todos viven entre itálicos y es como si no los conocieran!

—Es muy cierto —asintió Druso, dejando la copa en la mesa para que Mario volviera a llenársela—. Habrá guerra —añadió lacónico.

—¡No, guerra, no! —se apresuró a decir Rutilio Rufo.

—Sí, la habrá. A menos que haya alguien capaz de bloquear esa ley y consiga el sufragio de toda Italia —replicó Druso, dando un sorbo—. Sobre el cadáver de mi esposa —añadió, con los ojos de nuevo bañados en lágrimas— he jurado no tener nada que ver con ese falso registro de ciudadanos itálicos, pero en cuanto me enteré de que se había producido, supe quién lo había organizado. Han sido los dirigentes de todos los pueblos itálicos, no exclusivamente mi amigo Silo y su amigo Mutilo. Y ni por un momento he pensado que hayan imaginado que podían salirse con la suya. No, creo que lo han hecho como último recurso para que Roma vea lo acuciante que es implantar el sufragio universal en Italia. ¡Y os digo que la guerra es inevitable!

—No están organizados para emprender una guerra —dijo Mario.

—Quizá te lleves una desagradable sorpresa —contestó Druso—. De dar crédito a las observaciones que a veces me ha hecho Silo, y creo que hay que dárselo, hace ya años que vienen hablando de ir a la guerra. Desde Arausio cuando menos. No tengo pruebas, lo digo únicamente basándome en mi conocimiento de la clase de hombre que es Quinto Popedio Silo. Y sabiendo la clase de hombre que es, creo que ya deben estar materialmente preparados para la guerra. Los niños han crecido, y en cuanto cumplen diecisiete años los ponen a hacer instrucción militar. Y con toda lógica. ¿Quién va a decirles nada porque quieran que sus jóvenes estén preparados para el día en que Roma los reclame? ¿Quién puede desmentirles si dicen que las armas y los pertrechos que están acumulando son para cuando Roma les exija las legiones de tropas auxiliares?

Mario apoyó los codos en el escritorio y lanzó un gruñido.

—Muy cierto, Marco Livio. Espero que te equivoques, porque una cosa es luchar contra bárbaros o extranjeros con las legiones romanas, pero si tenemos que combatir a los itálicos deberemos de enfrentarnos a guerreros tan entrenados como nosotros. Los itálicos serán un terrible enemigo, como ya lo fueron otrora. ¡Recordad cómo nos derrotaban los samnitas! Al final vencimos, pero el Samnio es tan sólo una parte de Italia. Una guerra contra toda Italia puede ser nuestro final.

—Es lo que yo pienso —dijo Druso.

—Entonces, lo mejor es que comencemos a tratar de formar un grupo que presione a favor de una integración pacífica de los itálicos en el Estado romano —dijo Rutilio Rufo, decidido—. Si es eso lo que quieren, debemos dárselo. Nunca he sido partidario incondicional de la emancipación total en Italia, pero soy razonable; y si como romano no lo apruebo, como patriota tengo que hacerlo. Una guerra civil sería nuestra ruina.

—¿Estás completamente seguro de lo que has dicho? —preguntó Mario a Druso, con voz sombría.

—Totalmente seguro, Cayo Mario.

—Entonces creo que debes salir de viaje lo antes posible para hablar con Quinto Silo y Cayo Mutilo —dijo Mario, expresando en voz alta su criterio— para tratar de convencerlos, y a los otros itálicos mediante ellos, de que, a pesar de la
lex Licinia Mucia
, no está irrevocablemente cerrada la puerta a la ciudadanía generalizada. Si se están preparando para la guerra, no podrás disuadirlos para que interrumpan los preparativos, pero podrás convencerlos de que una guerra es un último recurso tan horrible, que acepten esperar. Y que esperen y esperen. Entretanto debemos demostrar en el Senado y la
Comitia
que un grupo de los nuestros está decidido a propugnar la emancipación general de todos los itálicos. Y tarde o temprano, Marco Livio, tendremos que encontrar un tribuno de la plebe que quiera consagrar su vida a una legislación encaminada a convertir toda Italia en romana.

—Yo seré ese tribuno de la plebe —dijo Druso con firmeza.

—¡Magnífico! Nadie podrá acusarte de ser un demagogo o de tratar de ganarte a la tercera y cuarta clases. Estarás muy por encima de la edad habitual de un tribuno de la plebe y, en consecuencia, te verán como alguien maduro y responsable. Eres hijo de un censor sumamente conservador, y la única tendencia liberal que tienes es tu bien sabida simpatía por la causa itálica —dijo Mario, complacido.

—Pero aún no —dijo con firmeza Rutilio Rufo—. ¡Hay que esperar, Cayo Mario! Primero hay que formar un grupo influyente y asegurarnos el apoyo de la comunidad romana… y eso va a llevarnos varios años. No sé si lo has advertido, pero hoy la multitud del exterior de la Curia Hostilia me demostró lo que siempre he sospechado: que la oposición a la emancipación de los itálicos no se da exclusivamente entre las clases dirigentes, sino que es un asunto en el que se produce unanimidad entre todos los romanos, desde la cúspide social hasta el
capite censi
i y en el que, si no me equivoco, los ciudadanos con derecho latino están también de parte de Roma.

—Es el deseo de privilegio que tienen todos —dijo Mario, asintiendo con la cabeza—: quieren tener más categoría que los itálicos. Yo creo que es muy posible que ese sentimiento de superioridad esté más arraigado entre las clases bajas que entre la élite. Tendremos que reclutar a Lucio Decumio.

—¿Lucio Decumio? —inquirió Druso, enarcando las cejas.

—Es un conocido mío de muy baja extracción —contestó Mario sonriente—. Pero tiene gran ascendiente entre los de su nivel y es un rendido servidor de mi cuñada Aurelia. Yo procuraría enrolarla a ella para que, a su vez, le capte.

—Dudo mucho que tengas suerte con Aurelia —dijo Druso frunciendo el entrecejo—. ¿No has visto a su hermano mayor, Lucio Aurelio Cota, en la parte superior de la grada próxima al pretor? No hacía más que vitorear y aplaudir con los demás, igual que su tío Marco Aurelio Cota.

—Tranquilízate, Marco Livio, ella no es ni con mucho tan aferrada a la tradición como sus familiares —dijo Rutilio Rufo—. Esa joven piensa por sí misma y está unida por matrimonio a una de las ramas más heterodoxas y radicales de la familia de Julio César. La ganaremos para la causa, pierde cuidado. Y mediante ella lograremos enrolar a Lucio Decumio.

Se oyó llamar levemente a la puerta y entró Julia ataviada con vaporosas vestiduras de finísimo lino adquiridas en Cos. Igual que Mario, estaba muy bronceada y saludable.

—Marco Livio, querido amigo —dijo acercándose a abrazarle por detrás de la silla e inclinándose a darle un beso en la mejilla—, no quiero amilanarte con sensiblerías, pero quiero que sepas cuánto lo he sentido y decirte que aquí siempre serás bien acogido.

Era tan plácida su presencia y tan fuerte la simpatía que irradiaba, que Druso se sintió profundamente consolado y más bien animado por aquel pésame.

—Te lo agradezco, Julia —dijo, poniéndose en pie para besarle la mano.

Julia se sentó en la silla que le arrimó Rutilio Rufo y aceptó una copa de vino ligeramente aguado, con pleno convencimiento de que era bien recibida en aquel grupo de varones, aunque se daba perfecta cuenta de que la conversación había sido profunda y seria.

—La
lex Licinia Mucia
, ¿no? —comentó.

—Eso es,
mel
—contestó Mario, mirándola apasionadamente y más enamorado que cuando se había casado con ella—. Pero de momento no hemos podido hacer más. Ya hablaremos luego de ello, creo que te necesitaré.

—Haré lo que esté en mi mano —dijo ella, asiendo a Druso por el brazo y echándose a reír—. ¡Marco Livio, indirectamente has interrumpido nuestras vacaciones!

—¿Cómo es posible que haya hecho semejante cosa? —inquirió Druso sonriente.

—La culpa es mía —dijo Rutilio Rufo, con expresión perversa, conteniendo la risa.

—Por supuesto —añadió Julia, dirigiéndole una mirada furibunda—. Marco Livio, tu tío nos escribió a Halicarnaso en enero diciéndonos que su sobrina acababa de divorciarse por adulterio al dar a luz un niño pelirrojo.

—Y es cierto —contestó Druso, aún más sonriente.

—Sí, pero el problema es que tiene otra sobrina… ¡Aurelia! Aunque puede que no lo sepas, circulaba cierto rumor en la familia a propósito de su amistad con cierto pelirrojo que ahora está de primer legado con Tito Didio en la Hispania Citerior. Así que, al leer el críptico comentario de tu tío, mi esposo pensó que se refería a Aurelia. Y yo me empeñé en regresar, porque habría apostado la cabeza a que lo único que unía a Aurelia con Lucio Cornelio Sila era una buena amistad. ¡Y cuando llegamos aquí me enteré de que nos habíamos estado preocupando por la sobrina que no era! Publio Rutilio nos la jugó bien —añadió, riendo otra vez.

—Os echaba de menos —dijo Rutilio Rufo.

—Las familias son a veces una pesadez —dijo Druso—. Pero tengo que admitir que Marco Porcio Catón Saloniano es un hombre mucho más agradable que Quinto Servilio Cepio. Y Livia Drusa es feliz.

—Entonces todo va bien —dijo Julia.

—Sí, todo va bien —corroboró Druso.

Quinto Popedio Silo estuvo viajando de un lugar a otro durante los días que transcurrieron entre la primera sesión sobre la
lex Licinia Mucia
y su aprobación prácticamente por unanimidad del voto de las tribus en la Asamblea del Pueblo. Así, fue por boca de Cayo Papio Mutilo que Silo lo supo al llegar a Bovianum.

—Entonces, es la guerra —dijo muy serio a Mutilo.

—Me temo que sí, Quinto Popedio.

—Hay que convocar un consejo de dirigentes nacionales.

—Ya está en marcha.

—¿Dónde?

—Donde a los romanos nunca se les ocurrirá pensar —contestó Papio Mutilo—. En Grumentum, dentro de diez días.

—¡Estupendo! —exclamó Silo—. La Lucania interna es un lugar del que no se les ocurrirá sospechar; allí no hay terratenientes romanos ni
latifundia
a menos de un día a caballo desde Grumentum.

Other books

The Legend of the Irish Castle by Gertrude Chandler Warner
Breaking the Rules by Hb Heinzer
Beating the Babushka by Tim Maleeny
An Experiment in Treason by Bruce Alexander
Forget Me Not by Stormy Glenn