—¿Es lo peor que podría sucederle a Roma? —replicó Escauro riendo, ladeando la cabeza como un viejo pájaro desplumado—. En ciertos aspectos, estoy totalmente de acuerdo contigo, Lucio Cornelio. Pero en otros, tengo la impresión de que Roma estaría mucho peor en tus manos que en las de Filipo —añadió, moviendo con rapidez los dedos de una mano—. Puede que no seas un militar nato, pero casi todos los años que llevas en el Senado los has pasado en el ejército. He advertido que muchos años de servicio militar convierten en autócratas a los senadores. Como sucede con Cayo Mario. Cuando alcanzan un alto cargo político, les molestan las restricciones políticas normales.
Estaban ante la librería de Sosio, en el Argiletum, lugar en el que se había alzado durante décadas uno de los mejores mercados de Roma, y, por eso, mientras hablaban, iban comiendo tartas rellenas de pasas con natillas y miel; un chiquillo los miraba atentamente, listo para acercarse a ofrecerles una jofaina de agua caliente y un paño. Las tartas eran pegajosas y chorreaban.
—Cuando llegue mi hora, Marco Emilio, el camino que Roma siga en mis manos dependerá de la clase de Roma que sea. Una cosa te prometo, no causaré la desgracia de Roma ni de sus antepasados, ni consentiré que la dominen gentes como Saturnino —replicó Sila con aspereza.
Escauro dio el último bocado, demostrando al pilluelo que se había percatado de su presencia chascando sus pringosos dedos para que no se acercara a ellos por propia iniciativa. Con gran cuidado, se lavó y se secó las manos, y le dio un sestercio. Luego, mientras Sila hacía lo propio (dando al chiquillo una moneda mucho más pequeña), reanudó la conversación.
—Tuve un hijo que no era como se debe ser —dijo muy entero—. Era un débil y un cobarde, a pesar de ser un joven muy agradable. Ahora tengo otro hijo, demasiado pequeño para saber de qué temple es. Sin embargo, la primera experiencia me ha servido para saber una cosa, Lucio Cornelio. Por muy ilustres que nuestros antepasados hayan sido, al final dependemos en gran medida de nuestra progenie.
—También mi hijo murió —replicó Sila, con una mueca—, pero no tengo otro.
—En cuyo caso, ése sería tu destino.
—¿No crees que todo sea azar, príncipe del Senado?
—No, no lo creo. Yo he vivido para contener a Cayo Mario. Roma me necesitaba para eso… y ahí estuve, a las órdenes de Roma. Pero, en cierto modo, actualmente te veo más como un Mario que como un Escauro. Y no vislumbro a nadie capaz de contenerte. Lo que puede resultar más peligroso para el
mos maiorum
que mil Saturninos —contestó Escauro.
—Te aseguro, Marco Emilio, que Roma no corre peligro conmigo —dijo Sila—. Me refiero a tu Roma —añadió, después de reflexionar sobre lo que había dicho—, no a la de Saturnino.
—Lo espero sinceramente, Lucio Cornelio.
Siguieron caminando en dirección al Senado.
—Tengo entendido que Catón Liciniano ha decidido hacerse cargo de los asuntos en Campania —dijo Escauro—. Es más difícil de tratar que Lucio Julio César… igual de inseguro, pero muy dominante.
—A mí no me estorbará —contestó Sila tranquilo—. Cayo Mario le calificó de guisante, igual que su anodina campaña en Etruria. Yo sé cómo tratar a los guisantes.
—¿Cómo?
—Aplastándolos.
—No te concederán el mando, ¿sabes? Lo intenté.
—Eso no tiene la menor importancia —contestó Sila sonriente—. Ya tomaré el mando cuando aplaste el guisante.
En otro hombre, habría sonado a vanagloria y Escauro se habría echado a reír; pero en Sila sonaba a funesto presagio y el príncipe del Senado se estremeció.
Cumplía diecisiete años el tres de enero, y Marco Tulio Cicerón se dirigió con su cuerpecillo a la caseta de enrolamiento militar del Campo de Marte, después de las elecciones centuriadas. El adolescente fatuo y seguro de si mismo que tan amigo había sido del hijo de Sila, se había apaciguado bastante y, con sus diecisiete años, sabía que su estrella le marcaba el camino con un tenue brillo, disminuido por el terrible incendio de la guerra civil. Donde otrora él descollaba entre la admiración de las multitudes, no se veía ahora a nadie. Y quizá no volviera a congregarse nadie más. Todos los tribunales estaban cerrados, con excepción del de Quinto Vario. El pretor urbano, que habría debido estar al frente de ellos, gobernaba Roma por ausencia de los cónsules. Como a los itálicos les iban tan bien las cosas, era verosímil que los tribunales no volviesen a abrirse. Salvo Escévola el Augur, ya nonagenario e inactivo, todos los mentores y preceptores de Cicerón habían desaparecido. Craso Orator había muerto y al resto los había arrastrado el huracán militar al olvido oficial.
Lo que más asustaba a Cicerón era que nadie mostrase el menor interés en él ni en su destino. Los pocos grandes hombres que conocía y que seguían viviendo en Roma estaban demasiado ocupados para molestarlos —ah, claro que los había molestado para que consideraran su situación—, pero no había logrado que le ayudaran a conseguir una entrevista con nadie, ni con Escauro, príncipe del Senado, ni con Lucio César. Al fin y al cabo, él no era nadie sino un brillante monstruo del Foro, de diecisiete años. ¿Por qué iban a interesarse en él los importantes? Como había dicho su padre (ahora cliente de un fallecido) tenía que olvidarse de un puesto especial y apechar sin quejarse con lo que viniera.
Al llegar a la caseta del Campo de Marte, situada en el lado de la Via Lata, no vio a nadie conocido. Los presentes eran viejos senadores sin derecho a la palabra, obligados a hacer un trabajo tan oneroso como importante, una tarea que no les gustaba. El presidente fue el único que levantó la vista cuando le llegó el turno al joven Cicerón —el resto siguió enfrascado en gruesos rollos de papel— y miró de arriba abajo el enclenque cuerpo del joven (que daba la impresión de ser mayor por aquella cabezota de calabaza) sin manifestar el menor entusiasmo.
—Nombre y apellido.
—Marco Tulio.
—Nombre y apellido del padre.
—Marco Tulio.
—Nombre y apellido del abuelo.
—Marco Tulio.
—Tribu.
—Cornelia.
—Sobrenombre, si lo tienes.
—Cicerón.
—Clase.
—Eques de la primera.
—¿Tu padre tiene el Caballo Público?
—No.
—¿Puedes pagarte los pertrechos?
—Claro.
—¿Sabes leer y escribir?
—¡Naturalmente!
—Tu tribu es rural. ¿De qué distrito?
—De Arpinum.
—¡Ah, el pueblo de Cayo Mario! ¿Quién es el patrón de tu padre?
—Lucio Licinio Craso Orator.
—¿Ninguno más, de momento?
—No, de momento no.
—¿Tienes alguna instrucción militar?
—No.
—¿Sabes distinguir la empuñadura de la espada de la punta?
—Si os referís a si sé usarla, no.
—¿Montas a caballo?
—Sí.
El presidente acabó de tomar nota, levantó la vista y le dirigió una agria sonrisa.
—Vuelve dos días antes de los nones de enero, Marco Tulio, y se te asignará servicio militar.
Y eso fue todo. Le habían ordenado presentarse precisamente el día de su cumpleaños. Cicerón se alejó de la caseta profundamente humillado. ¡Ni siquiera se habían dado cuenta de quién era! ¡Seguro que tenían que haberle visto en el Foro y oído comentar sus intervenciones! Pero, en cualquier caso, no se lo habían dado a entender, y era evidente que pensaban hacerle cumplir servicio militar. Haber solicitado un servicio administrativo habría sido quedar como un cobarde ante ellos; era inteligente de sobra para darse cuenta. Por eso no había dicho nada, por no manchar su nombre de modo que algún rival candidato al consulado pudiera reprochárselo años después.
Inclinado a la amistad con gente mayor que él, no había en aquel momento nadie a quien poder hacerle confidencias; todos estaban haciendo el servicio militar fuera de Roma, desde Tito Pomponio hasta los diversos sobrinos del fallecido pátrón de su padre y sus propios primos. El joven Sila, el único amigo al que habría podido recurrir, había muerto. No tenía a dónde ir, salvo a su casa. Dirigió sus pasos hacia el vicus Cuprius y fue caminando despacio, desesperado, hasta la casa de su padre en el
Carinae
.
Todos los ciudadanos romanos varones, al cumplir diecisiete años, tenían la obligación de inscribirse para el servicio militar activo —y en aquellos momentos, incluso los del censo por cabezas— pero hasta que estalló la guerra con los itálicos no se le había ocurrido a Cicerón pensar que le correspondería hacer de soldado; él había pensado utilizar a sus mentores del Foro para conseguir un puesto en el que brillara su talento literario, sin necesidad de revestir una cota de malla o ceñir una espada, aparte de algún desfile. Pero no había tenido suerte —ahora no le cabía duda— y algo en su interior le decía que iba a verse sometido a un régimen que detestaba. Y que moriría.
Su padre, que en Roma nunca se había sentido a gusto ni contento, estaba en Arpinum para preparar las tierras de sus vastas propiedades para el invierno, y no regresaría a la ciudad hasta que el hijo mayor fuese llamado a filas. Quinto, su hermano más joven, que ahora tenía ocho años, estaba con el padre, pues era muy distinto a Marco y prefería la vida del campo. Por eso era Helvia, la madre, quien había tenido que quedarse en Roma a cuidar la casa de su hijo, y lo había hecho con muy pocas ganas.
—¡No eres más que un estorbo! —le dijo cuando, triste y desconsolado, fue a verla con la esperanza de que le escuchase con afecto—. Por culpa tuya no estoy en el pueblo con tu padre y tenemos que pagar esta casa tan cara, en esta ciudad, en la que no hay un solo esclavo que no sea un ladrón o un pícaro; así que, cuando no estoy repasando los libros de gastos, tengo que dedicarme a comprobar lo que hacen. Aguan el vino, me cobran por las mejores aceitunas y compran las peores, traen la mitad del pan y el aceite que nos cobran y comen y beben como glotones. Tendré que hacer yo misma las compras. — Hizo una pausa para respirar—. ¡Y todo por tu culpa y tus locas ambiciones, Marco! Hay que saber estar cada uno en su lugar, que es lo que yo siempre digo. Pero nadie me hace caso. ¡Tú venga a empujar a tu padre para que despilfarre en tu fantástica educación el dinero que no nos sobra, y bien sabes que no serás jamás un Cayo Mario! Nunca he visto un muchacho más desgarbado… y ya me dirás para qué sirve tanto Homero y Hesíodo… De los papeles no se saca para comer ni para ganarse la vida. Y yo tengo que estar aquí simplemente porque…
No quiso seguir escuchándola. Marco Tulio Cicerón se alejó, tapándose los oídos, para recluirse en su despacho.
Tenía un despacho gracias a su padre, que había cedido lo que habría debido ser su cuarto para uso exclusivo del inteligente y prometedor retoño. En principio era el padre quien había tenido sus ambiciones, que luego había asumido el hijo. ¿Cómo iba a retener en Arpinum a semejante prodigio? ¡Ni hablar! Hasta el nacimiento de Cicerón, el único hombre famoso de Arpinum había sido Cayo Mario, y los Tulios Cicerones se consideraban por encima de los Marios porque éstos no eran tan inteligentes. Así pues, que los Marios tuviesen un guerrero, un hombre de acción; los Tulios Cicerones tendrían un intelectual. Los hombres de acción pasan; los intelectuales quedan para siempre.
El embrión de intelectual se encerró en el despacho, a salvo de la madre, y rompió a llorar.
El día de su cumpleaños, Cicerón volvió a la caseta del Campo de Marte con las rodillas temblorosas y fue sometido a una versión abreviada del interrogatorio del primer día.
—¿Nombre completo con sobrenombre?
—Marco Tulio Cicerón, hijo.
—¿Tribu?
—Cornelia.
—¿Clase?
—Primera.
Miraron entre los rollos de órdenes para los que comparecían aquel día y le dieron el suyo para su presentación al comandante de su destino. El sentido práctico romano tenía bien prevista la posibilidad de que se olvidaran las órdenes verbales, y, además, ya habían enviado copia de ella a la oficina de reclutamiento en Capua.
El presidente de junta leyó detenidamente las anotaciones bastante extensas de la orden de incorporación de Cicerón y le miró de hito en hito.
—Bien, Marco Tulio Cicerón hijo, ha habido una oportuna intercesión a favor tuyo —dijo—. En principio te habíamos asignado destino de legionario y habrías debido ir a Capua. Pero hay una solicitud especial del príncipe del Senado para que se te asigne al servicio del estado mayor de uno de los cónsules. En consecuencia, quedas destinado al estado mayor de Cneo Pompeyo Estrabón. Preséntate a él en su casa mañana al amanecer para recibir instrucciones. Esta junta señala que no tienes instrucción militar y, por consiguiente, recomienda que le dediques todo el tiempo posible efectuándola en los polígonos de entrenamiento del Campo de Marte antes de tu incorporación. Puedes irte.
A Cicerón le temblaron aún más las rodillas al sentir un gran alivio. Cogió el precioso rollo y salió apresuradamente. ¡Servicio en el estado mayor! ¡Ah, que los dioses te sean propicios, Marco Emilio, príncipe del Senado! ¡Gracias, gracias! ¡Haré una valiosa aportación a la figura de Cneo Pompeyo… seré el historiador de su ejército o le redactaré los discursos, y no tendré que desenvainar la espada!
No tenía intención de hacer ninguna instrucción militar en el Campo de Marte, pues ya lo había intentado a los dieciséis años y había visto que no sabía pisar con firmeza, carecía de rapidez manual, puntería y presencia de ánimo. Al poco tiempo de iniciar la instrucción con la espada de madera, era el centro de atención de todos. Pero no se trataba, como en el Foro, de un grupo boquiabierto de admiradores, no; sus bufonadas en el Campo de Marte hacían desternillarse de risa a quienes le miraban, y conforme pasaba el tiempo todos se metían con él. Imitaban su voz aguda y su risa quejumbrosa, se tomaban a chacota su erudición, y su aspecto de viejo le hacía destacar como el protagonista de una farsa. Marco Tulio Cicerón abandonó el entrenamiento militar, jurándose no reanudarlo jamás. A nadie con quince años le gusta que se rían de él, pero aquel quinceañero ya había sido objeto de admiración por parte de los adultos y se consideraba un individuo extraordinario en todos los aspectos.
Hacia tiempo que se decía que algunos hombres no tienen condiciones para ser soldados. Y él era uno de ellos. ¡No era cobardía! Era más bien una carencia absoluta de valía fisica, y no se le podía reprochar como una debilidad innata del carácter. Los muchachos de su edad eran estúpidos, un poco mejor que simples animales, que daban importancia a su cuerpo y no a su mente. ¿Es que no se daban cuenta de que la mente sería un florón aun después que el cuerpo estuviera en decadencia? ¿No querían ser distintos? ¿Qué había de interesante en saber clavar una lanza en el centro de la diana o en decapitar de un tajo un muñeco de paja? Cicerón era lo bastante inteligente para darse cuenta de que las dianas y los muñecos de paja eran cosas muy distintas a la realidad del campo de batalla y que muchos de aquellos juveniles asesinos de sucedáneos abominarían de la realidad.