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Authors: Eric Walz

Tags: #Novela histórica

La cortesana de Roma (11 page)

BOOK: La cortesana de Roma
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—Tienes buen aspecto. ¿A dónde vas? —le preguntó Antonia.

—Al escenario de mis primeras actividades, a un prostíbulo llamado Teatro. Allí fue donde me gané la vida durante los primeros meses tras mi llegada a Roma, hace siete años.

Antonia se refrotó la cara con gesto decidido.

—Voy contigo.

—¿A un prostíbulo?

—Nunca he visto uno por dentro.

—Ni quieres hacerlo, cariño, créeme. Las mujeres que trabajan allí son el absoluto opuesto a ti: están hartas de los hombres. Tú, por el contrario, no tienes suficientes.

—No pienso quedarme aquí sentada contando pedacitos de cristal mientras Sandro y tú resolvéis un asesinato.

—Yo no resuelvo ningún asesinato, solo indago un poco dentro del gremio.

—Cuatro ojos ven mejor que dos. Ya ayudé a Sandro en Trento a resolver aquel crimen, y no nos hizo ningún mal. Espera, voy a ponerme alguna otra cosa.

—Bien expresado, eso de «alguna otra cosa», teniendo en cuenta que ahora mismo solo llevas una manta encima.

Antonia se levantó de un salto y cogió el primer vestido que encontró. No era particularmente bonito, de hecho, era espantoso: uno de aquellos trapos sencillos con los que los artistas suelen vestirse. Antonia estaba acostumbrada a definirse por su creatividad y su sensualidad, por lo que su aspecto exterior no le preocupaba mucho.

Sin embargo, en aquella ocasión, dejó aquel vestido viejo y destartalado encima de la cama.

—¿Puedes dejarme uno de tus vestidos? —preguntó—. Quiero estar por lo menos algo más guapa, más cercana a ti. Y después, recógeme el pelo. Necesito unos zapatos en condiciones. Tengo que tener las joyas de mi madre por aquí, en alguna parte...

Carlotta se dio cuenta de lo que su joven amiga estaba tramando en cuanto, y en contra de su costumbre, mostró aquel repentino interés en vestirse de forma provocativa. Conocía aquella expresión, aquel resplandor astuto e intrépido en los ojos. No todo había terminado entre ella y Sandro Carissimi, al menos, no por parte de Antonia.

Sandro recorrió cada centímetro del suelo de la villa de Maddalena buscando rastros de sangre que hubieran podido quedar tras una pelea. Era necesario observar muy detenidamente para poder descubrir cualquier tipo de mancha en aquella superficie de mármol, y tras unos instantes con la nariz pegada al suelo, no solo comenzaron a bailarle ante los ojos un montón de puntos y rayas, sino que terminó adquiriendo la apariencia de un cerdo en busca de comida.

Sin embargo, Dios terminó por compadecerse de él pues, en el dormitorio de Maddalena, a escasos dos pasos de su cama, el jesuita encontró dos gotas rojas de sangre. Tras dos horas de búsqueda, la espalda le dolía espantosamente y tenía las rodillas hinchadas y en carne viva, por lo que tuvo que considerar el hallazgo de las dos gotitas como un gran éxito. La mano herida de Quirini, la mejilla amoratada y los labios levantados de Maddalena, la sangre junto a la cama... todo llevaba a una escena que podría llevar por título «Drama de celos». El cardenal visita a Maddalena, se produce una pelea, él la golpea, ella huye al salón, él la sigue, saca un puñal...

Sin embargo, ya había algo que no concordaba con la escena. El cardenal no acostumbraba a pasearse por ahí con un puñal. Si Quirini llevaba uno encima, debía haber planeado el crimen. Además, no había visto a Maddalena en catorce meses, y en la cronología de un ataque de celos, catorce meses es una eternidad insoportable. ¿De verdad Quirini habría esperado tanto para actuar? ¿Y no se habría preocupado, tras llevar a cabo sus planes, de hacer desaparecer todas las pistas, todos los indicios, que le apuntaran a él y a la Cámara Apostólica?

Otra teoría ocupó de inmediato la mente de Sandro: ¿Y si alguien hubiera colocado intencionadamente el papel de la Cámara Apostólica allí para dejar una pista falsa? ¿Y si Massa fuera ese alguien? El ayudante de cámara del Papa había intentado engañarlo al ocultar su relación con Maddalena Nera.

Aquel caso estaba siendo delicado desde el principio: la víctima, la querida del Vicario de Cristo; una lista de clientes que contenía los nombres más prominentes de Roma; una pista que señalaba a la Cámara Apostólica; una conexión con su familia, con la de Sandro... Aunque los indicios no eran suficientes, parecían colocar en situación embarazosa al entorno del Papa, por lo que Sandro se encontraba irremediablemente en terreno peligroso. Cualquier paso que diera en su investigación podía llevarle a caer, en realidad, en un avispero.

Sandro estaba echando un último vistazo debajo de la cama, cuando de pronto escuchó a su espalda una risa burlona.

—Decidme, Carissimi, ¿estáis rezando o hay alguna otra razón por la cual me encuentro vuestro respingón trasero junto a la cama de una prostituta?

Sandro volvió la cabeza.

—En realidad no la hay, capitán Forli.

—Buena observación. ¿Queréis permanecer ahí arrodillado en vuestra postura favorita o pensáis levantaros y saludarme?

Sandro se levantó y se dirigió al capitán. Forli no había cambiado, seguía siendo un hombre intimidante, no solo por su robusta silueta, sino también por la mirada que surgía de sus profundos y oscuros ojos. A pesar del cuidadoso afeitado, se percibía una sombra negra de vello en torno a la barbilla y la boca. Despedía un olor intenso. Era el típico soldado.

Se saludaron con un apretón de manos en el que Sandro tuvo que esforzarse para que no se le cambiara el rostro ante la presión de la zarpa de Forli.

—Seguís pareciendo un muchachín, Carissimi. Si no os hubiera conocido en Trento, habría dicho que no servís para nada más que para sacarle los colores a las mozas inexpertas.

—Entonces, me alegro de que me conozcáis mejor.

—Sí —replicó Forli y sonrió, mostrando el diente de oro que ya en Trento Sandro había contemplado habitualmente cada vez que el policía abría la boca.

El capitán Forli, en un principio, había mirado por encima del hombro al «monjito» Sandro, al que habían ascendido al cargo de visitador de la noche a la mañana, y había seguido sus órdenes a regañadientes. En una ocasión, incluso lo había llegado a derribar de un golpe «sin querer». Sin embargo, habían terminado por respetarse y ayudarse mutuamente. Tras la resolución de los asesinatos, habían destinado a Forli a Roma pues, al igual que Sandro, había compartido los secretos del papa Julio, y a este le gustaba mantener a sus confidentes dentro de su campo de influencia. Desde entonces, no habían vuelto a encontrarse.

—Estuve en vuestro despacho en el Palacio Vaticano. Impresionante, muy impresionante, Carissimi. Habéis prosperado. Quién iba a pensarlo hace seis meses, cuando vos todavía erais el ayudante de un orador jesuita y pasabais los días en bibliotecas oscuras y polvorientas mientras yo era el capitán del príncipe-obispo, con una tropa de cien hombres a mis órdenes y toda una ciudad bajo mi mando. ¿Sabéis cómo y dónde he empleado mi tiempo desde entonces? Dirijo la prisión del sexto distrito. Ahora soy yo el que paso el día en un cuarto oscuro y polvoriento. Mis hombres, si es que a esa triste panda de inútiles se le puede llamar así, son un montón de vagos y de borrachos.

—No tenía ni idea. ¿Habéis presentado alguna protesta ante el Papa?

Forli rio, burlón.

—Os habéis convertido en un auténtico guasón, Carissimi. Si tuviera una protesta, evidentemente tendría que presentarla por escrito para que algún secretario del secretario de un secretario la tramitara. Al contrario que vos —y al decir esto, presionó su dedo índice contra el pecho de Sandro— no me encuentro en el círculo cercano al Papa.

—Podríais haber acudido a mí —Sandro entendió de inmediato que había cometido un error. Los hombres como Forli eran demasiado orgullosos como para irle a mendigar a un «monjito». Tratando de compensar su equivocación, preguntó rápidamente—. ¿Y el salario?

—Es mejor que el anterior, pero la paga no lo es todo. Los hombres como yo necesitamos un cometido, una misión, y por lo que veo, por fin lo he conseguido.

—¿De qué estáis hablando?

—De la ramera muerta. Vamos a investigar juntos, Carissimi, vos y yo, como en los viejos tiempos.

Un fuerte golpe azotó a Sandro en los hombros. Cerró los ojos durante un segundo y después preguntó pacientemente.

—¿Quién os ha encomendado esta misión?

—El chambelán del Papa, el hermano Massa. El Santo Padre recordaba bien mi aportación en las investigaciones de Trento, y me consideró la persona adecuada.

—¿Eso dijo Massa?

—Sí, ¿qué queréis insinuar? ¿Que no me merezco esta misión?

—No, de ninguna manera, yo...

—¿Dónde estaríais vos sin mí? En medio de la mierda de la que os saqué, ¿o lo habéis olvidado? Mientras maltrataban vuestra hermosa carita, era yo el que os salvaba el culo —el dedo de Forli taladraba el pecho de Sandro como una flecha roma—. Aquí, en Roma, jugáis a ser el gran visitador, el maestro de investigadores, mientras que yo... —Forli respiró hondo—. Acostumbraros a esto, Carissimi: vamos a trabajar juntos, y ganaremos juntos los laureles. ¿Me he explicado con claridad?

Sandro siguió mirando fijamente el dedo índice que seguía clavándosele en el pecho hasta que Forli lo retiró. Entonces, habló con voz alta y clara.

—Sí.

El desarrollo de los acontecimientos le agradaba tanto como le disgustaba. No era solo que hasta el momento no hubiera tenido la oportunidad de hablar con el papa Julio y que Massa se comportara como si fuera el superior del jesuita. Se incluía, además, una nueva persona en las investigaciones. Por supuesto que era una ventaja contar con el capitán: alguien con veinte años de experiencia en la lucha contra el crimen. De hecho, Forli ya le había sacado de una situación crítica en Trento. Al final habían forjado una buena relación. Sin embargo, por otro lado, al comienzo de la investigación había cometido torturas por orden del príncipe-obispo, precisamente a Carlotta, porque era sospechosa del crimen. Le habría aplastado el brazo sin miramientos si Sandro no lo hubiera evitado en el último momento. Aquel era precisamente el problema: Forli era alguien con quien resultaba difícil razonar. Era un soldado, y los soldados estaban acostumbrados a cumplir órdenes. No distinguían entre el bien y el mal. Su misión y el éxito de ésta eran la única ley que conocían. Todo lo que sirviera a cumplir el objetivo marcado era un procedimiento válido... siempre que hubiera un objetivo marcado.

—¿Habéis llegado muy lejos? —preguntó Forli, quien claramente tenía intención de dejar a un lado la pequeña disputa—. ¿Tenéis ya un sospechoso?

Sandro no respondió directamente a la pregunta, sino que optó por informar brevemente a Forli de sus hallazgos en la villa (la lista, el papel de cartas, la sangre), así como de la conversación con Quirini, omitiendo la alusión que este hizo sobre Massa. Aquella era una pista que Sandro guardaría para sí.

—¿Puedo ver esa lista? —el jesuita se la entregó—. Veamos... —dijo Forli—. ¿Quién es Alfonso Carissimi?

—Mi padre.

Forli silbó entre dientes.

—Por lo que se ve, a vuestro padre deben irle bien las cosas. Siete mil denarios por una sola prostituta. Por ese precio yo podría pagarme siete —Forli rio—. Me pregunto qué sabría hacer esa Maddalena que las demás no supieran. ¿Haría alguna representación acrobática entre medias? Las tetas de una mujer no pueden ser tan grandes como para pagar...

—No creo que debamos discutir esto ahora —dijo Sandro—. Si necesitáis saberlo a toda costa podréis preguntárselo vos mismo a mi padre cuando vayamos a verle.

Pasó de largo frente a Forli al atravesar el salón. Allí donde había aparecido el cuerpo de Maddalena había ahora tan solo una mancha de un profundo rojo oscuro, casi marrón, procedente de la herida en la nuca.

Para cuando Sandro había vuelto a la villa, el cuerpo de Maddalena ya no se encontraba allí. Se la habían llevado en una litera adornada con materiales alegres, como si fuera a hacer una visita vespertina. El jesuita desconocía completamente dónde y cuándo la enterrarían.

Forli observó la mancha de sangre mientras mascaba algo, como solía ser su costumbre.

—A propósito: ¿de qué murió?

Sandro le habló a Forli de las lesiones de Maddalena y concluyó su explicación comentando:

—Según la declaración del hermano Massa, la entrada principal de la villa estaba cerrada por dentro ayer por la tarde. La puerta de la terraza, por el contrario (y esto puedo afirmarlo personalmente), se encontraba abierta.

—Por lo tanto, o bien permitieron voluntariamente la entrada del asesino por la puerta principal, o se coló a hurtadillas por la terraza. En cualquiera de los dos casos, después dejó la casa por la terraza.

—Eso parece —dijo Sandro—, si es que esa dudosa sirvienta de la que el hermano Massa nos ha hablado ha dicho la verdad.

—Ahí hay algo que no me cuadra —replicó Forli—. No creo que mataran a la cortesana delante de su sirvienta.

—Eso precisamente —confirmó Sandro —era en lo que estaba pensando yo.

Forli y Sandro salieron juntos a la terraza, que a tan temprana hora de la tarde ya no se encontraba bañada por el sol, pues los pinos y el tejado de la villa arrojaban sobre ella una amplia sombra. Inmediatamente por debajo de la plataforma se extendía el cuidado jardín y un bosquecillo de naranjos. Más abajo ardía Roma, dorada e infinita.

—Viendo esto —dijo Forli—, lamento no ser cortesana —escupió—. Voy a comprobar el camino que tomó el asesino.

—Ya lo hice ayer por la tarde.

—Entonces estaba oscuro, Carissimi. En la oscuridad es fácil pasar algo por alto.

La mirada de Sandro siguió a Forli mientras desaparecía entre los naranjos y los lilos de flores blancas con los pasos vigorosos de sus piernas arqueadas. Después, el jesuita entró de nuevo en la villa.

No le habría importado echar un trago en ese momento. Solo de pensar en la posterior visita que tendría que hacerle a sus padres, le recorría una sensación de debilidad, que combinada con los incidentes de la mañana, la discusión con Antonia... Intentó resistirse brevemente al deseo de un vaso de vino, pues sentía que, a pesar los dos vasos que se había tomado en la tasca, tenía el estómago vacío, y no vio motivo por el cual no pudiera tranquilizarse ante la difícil conversación de después con dos o tres sorbitos de vino.

En el salón, se detuvo ante la garrafa vacía que se había bebido la tarde anterior.

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